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l^arbartí CoUege l.ifarar5
GIFT OF
JOSEPH HORACE CLARK
(Class oí 1857)
OF BOSTON
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ARMANDO PALACIO VALDÉS
AGUAS FUERTES
KST. '1 i 1' . i^j., UU'Alíln 1 )'-
Cedaceros, núra. 11
1 b B 4
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AGUAS FUERTES
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OBMS DEL MISMO AUTOR
CRÍTICA
PESETAS
Los Oradores del Ateneo , un tomo 2
Los Novelistas Españoles, un tomo 2
Nuevo Viaje al Parnaso , un tomo 2
La Literatura en 1881 (en colaboración)
im tomo 2
NOVELAS
El Señorito Octavio (3.* edición), un tomo. 3
Marta y María (ilustrada por Pellicer), un
tomo 4
El Idilio de un Enfermo , un tomo 4
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AGUAS FUERTES
J^¿H,
NOVELAS Y CUADROS
ARMANDO PALACIO VALDÉS
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EST. TIP. DE RICARI>^ FÉ
Cedaceros , núm. 11
1884
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Cr^cJx^i^ ^M: . ¿Cc£¿tx>K^
Es propiedad.
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EL RETIRO DE MADRID
MAÑANAS DE JUNIO Y JULIO
NTEE las muchas cosas oportunas
que puede ejecutar un vecino de
Madrid durante el mes de Junio,
pocas lo serán tanto como el levantarse de
madrugada y dar un paseo por el Eetiro.
No ofrece duda que el madrugar es una de
aquellas acciones que imprimen carácter y
comunican superioridad. El lector que ha-
ya tenido arrestos para realizar este acto
humanitario, habrá observado en si mis-
mo cierta complacencia no exenta de or-
gullo, una sensación deliciosa semejante á
la que habrá experimentado Aquiles des-
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ARMANDO PALACIO VALDKS
pues de arrastrar el cadáver de Héctor en
torno de las murallas de Ilion. El heroisr
mo presenta dí^^ersas formas según las eda-
des y los piases , mas en el fondo siempre
es idéntico.
Cuando madrugamos para ir á tomar
chocolate malo al restaurant del Retiro,
una voz secreta que habla en nuestro espí-
ritu, nos regala con plácemes y enhorabue-
nas. Nuestra personalidad adquiere mayor
brío, nos sentimos fuertes, nobles, seré- '
nos , admirables. Los barrenderos detienen
la escoba para mirarnos, y en sus ojos lee-
mos estas ó semejantes palabras : « ¡ Así se
hace ! ¡ Mueran los tumbones ! ¡ Usted es .
un hombre, señorito!» Y en testimonio de
admiración nos echan media arroba de pol-
vo en los pantalones.
El día que madrugamos no admitimos
m^s gerarquías sociales que las determina-
das por el levantarse temprano ó tarde.
Todas las demás se borran ante esta divi-
sión trazada por la misma naturaleza. Los
que tropezamos paseando en el Eetiro ad-
quieren derecho á nuestra simpatía y res-
peto; son colegas estimables que forman
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AGUAS FUERTES
con nosotros una familia aristocrática y
privilegiada. Á la vuelta, cuando encon-
tramos á algún amigo que sale de su casa
frotándose los ojos , no podemos menos de
hablarle con un tonillo impertinente , que
acusa nuestra incontestable superioridad.
Pero no todo es tomar chocolate malo
en el Eetiro ¿urante las mañanas de Ju-
nio. Lo primero que hay que ver es al sol
levantándose majestuoso por encima del
parque , al principio esparciendo una luz
triste y blanca que viene á besar fríamen-
te el Bege Carolo III de la puerta de Al-
calá, después otra rojiza y más alegre que
tiñe los muros de las primeras casas con
que tropieza, finalmente la vivida, ri-
sueña y esplendorosa que le caracteriza.
El cortejo de nubéculas que le acompaña
en su ascensión, es de lo más gracioso y
elegante que pueda verse. Todas ellas van
vestidas de un modo caprichoso y pin-
toresco , y ejecutan pasos de gran dificul-
tad y efecto en torno de su director. Los
madrileños, sin embargo, no son aficiona-
dos á esta clase de espectáculos. Prefieren
ver alzarse á la luna, disfrazada de queso,
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ARMANDO PALACIO VALDES
V
en el escenario del Teatro Eeal, oportuna-
mente evocada por los trinos solemnes de
una mezzo-soprano. Hay razón plausible
para esto. El sol tiene el deber de salir to-
dos los días , haga frío ó calor, al paso que
la luna únicamente cuando el Sr. Kovira
lo considera oportuno. Si el sol no se pro-
digase tanto y se hiciese pagar algo más,
yo creo que tendría mucha mayor repu-
tación. Por ejemplo, haciendo tres ó cua-
tro salidas cada año, y anunciando los pe-
riódicos que «el más eminente de nuestros
astros hará su debut el martes á primera
hora y que todas las localidades están ven-
didas con anticipación», se me ocurre que
los revendedores de sillas en el Eetiro ha-
rían negocio redondo.
Después del sol, lo más notable que yo
encuentro en el Eetiro son las modistas.
Este respetabilísimo gremio, aún más be-
llo que respetable, se pone en contacto con
la naturaleza al llegar el mes de Junio. Im-
pidiéndoles sus numerosos quehaceres ir á
pasar una temporada á San Sebastián ó á
Biarritz , y necesitando por fuerza dar al-
guna expansión á los sentimientos poéti-
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AGUAS FUERTES
eos de su alma, eligen nuestras hermosas
costureras el Eetiro como campo de sus
excursiones matinales. Los árboles, los pá-
jaros, las flores, cuando no son de papel,
ofrecen sin duda mayores atractivos. Nada
hay que apetezca tanto una modista de
corazón como el estado primitivo confor-
me con la naturaleza. Durante el invier-
no, su espíritu yace dormido mientras las
manos trabajan afanosas debajo de la
lámpara de petróleo; mas al llegar el mes
de Mayo, cuando el cuerpo empieza á sen-
tir calor, el alma también lo siente , des-
piertan la égloga y el idilio, se sueña con
verdes praderas esmaltadas de flores , con
arroyos bullidores y cristalinos, con grutas
frescas y sombrías y con hermosos zagales
que aguardan en ellas la dulce recompensa
de sus rendidas instancias. Entonces la mo-
dista, como primera manifestación de la
influencia que ejercen sobre ella tales pu-
ras ideas y tales visiones risueñas , se des-
poja del corsé; y si es de temperamento
verdaderamente apasionado y guarda en su
corazón el mundo de tiernos é inefables
sentimientos que es de esperar, se queda
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10 ARMANDO PALACIO VALDKS
con poca , con poquísima ropa. Se levanta
muy tempranito, y sin aguardar el landau,
toma el camino del Retiro en compañía de
sus amigas predilectas y de algunos me-
nestrales distinguidos. ¡Qué fresca y qué
risueña! ¡Cómo brillan sus grandes y her-
mosos ojos negros ! ¡ (Jomo palpita de ale-
gría su seno delicado ! El grupo va dispues-
to á olvidar por algunos instantes las ridi-
culas ceremonias sociales, los refinamien-
tos empalagosos de la vida madrileña, y
volver en lo que cabe al estado natural.
Al efecto marchan todos bien provistos de
los enseres y artefactos propios de una ci-
vilización primitiva y que se supone han
usado más comunmente nuestros prime-
ros padres: aros, cuerdas, trompos, volan-
tes, etc., etc. Nuestra modista, según va
llegando á la Arcadia municipal , adquiere
mayor desenvoltura, y en sus movimientos
y ademanes adviértese la influencia que
ejercen sobre ella las ideas campestres.
Charla, corre, ríe, salta, grita, y se auto-
riza con sus compañeras las inocentes li-
bertades que acostumbran en los bosques
las pastoras con los zagales ; les tapa los
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AGUAS FUERTES 11
ojos con las manos, les da pellizcos, les
quita el sombrero y les tira por las narices
de un modo sencillo, encantador, confor-
me en un todo con las leyes de la natura-
leza.
Así que entran en el parque y eligen un
sitio á propósito, silencioso, umbrío, em-
balsamado por las acacias, empiezan los
juegos. La costurera es un portento de gra-
cia y habilidad en saltar la cuerda, tirar el
volante y chillar como una golondrina. ¡Qué
linda está brincando y haciendo carocas á
los señoritos que acuden al reclamo de los
chillidos ! El juego la vuelve á los días de su
infancia , y en consecuencia se sienta sobre
las rodillas de sus compañeros y les ordena
que le aten las trenzas del cabello , sin pa-
sársele por la mente que estas escenas des-
piertan en los señoritos que las presencian
ideas vituperables de adquisición. Nadie
diría al ver aquella gracia inocente y mo-
desta , que nuestra heroína ha corrido al-
gunas borrascas en las berlinas de punto
y conoce los misterios de la calle de Pana-
deros tan bien como D. Antonio San Mar-
tín. En ciertas ocasiones, rendida, jadean-
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12 ARMANDO PALACIO VALDKS
te, las mejillas inflamadas, los ojos bri-
llantes y el cabello desgreñado, la he visto
separarse del juego y tomar el brazo de al-
gún zagal sietemesino con guantes amari-
llos. La he visto seguir lentamente una ca-
lle solitaria de árboles y perderse con él
entre el follaje. ¿Iban tal vez en busca de
alguna gruta fresca y solitaria como aque-
lla en que la esposa de Salomón dejó olvi-
dado su cuidado? No lo sé. En la vida del
campo hay misterios inefables que sería
más grato que prudente el escrutar.
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II
EL ESTANQUE GRANDE
Apenas se deja atrás la famosa puerta de
Alcalá y se dan algunos pasos por la calle
de árboles que nos lleva á lo interior del
Retiro, empieza á refrescar el rostro un
vienteciUo ligero y húmedo , y con ínfulas
de marino. El corazón y los pulmones se
dilatan, se cierran involuntariamente los
ojos para recibir el beso blando de aquella
brisa , y acuden vagamente á la memoria
playas, olas, peñascos, barcos, gaviotas y
sobre todo los horizontes dilatados del océa-
no que convidan á soñar. Continuad, con-
tinuad con los ojos cerrados; no temáis
tropezar con nada; la calle es ancha y los
coches no ruedan por aquel sitio. Duran-
te algunos momentos podéis meceros sin
riesgo en esa grata üusión marítima por
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14 ARMANDO PALACIO VALDÉS
la cual habéis pagado ya vuestra contribu-
ción.
Yo no diré que cuando abráis los ojos o^
encontréis frente al mar ; semejante exage-
ración serviría tan sólo para desacreditar
los nobilísimos propósitos del poder ejecu-
tivo, dado que éste nunca pensó, á mi en-
tender , en fundar un océano en Madrid , y
sí únicamente un epítome ó compendio de
él. Pero si no frente al mar, os halláis por
lo menos frente á una cantidad de agua que
divertirá y lisonjeará vuestras aficiones ma-
rinas, aunque no las satisfaga por entero.
Las audacias* de tal masa de agua están re-
frenadas por unos sencillos muros de ladri-
llo, sobre los cuales hay una verja de hie-
rro no muy alta.
Cuando os inclinéis sobre esta verja para
examinar de cerca el océano del Ayunta-
miento , tal vez convengáis con la mayoría
de los vecinos de Madrid en que sus aguas
no son lo bastante limpias y claras , y que
la Corporación municipal haría muy bien
en renovarlas con frecuencia si se propone,
como es lo más seguro, ¿alagar con ellas
los sentimientos naturalistas y poéticos del
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AGUAS FUERTES 15
vecindario. No obstante, en ocasiones, esas
aguas verdes y cenagosas se rizan blanda-
mente al soplo de la brisa, lo mismo que
el lago más hermoso, y á veces también,
en la hora del medio dia, estando el cie-
lo límpido, despiden vivos y gratos re-
flejos azules. Le pasa al estanque lo que
á las mujeres feas ; todas ellas tienen ins-
tantes, posturas ó movimientos agrada-
bles.
He indicado como lo más seguro que la
fundación de dicho estanque débese ala
conveniencia de infundir en el espíritu del
pueblo madrileño ciertas tendencias poéti-
cas y naturalistas. En efecto, comprendien-
do el Ayuntamiento (como no podía menos
de comprender) que en las grandes capita-
les como ésta, el amor de la naturaleza an-
da muy descuidado , y por consecuencia de
ello , la sensibilidad del vecindario no reci-
be el cultivo indispensable para preservar-
lo de las garras del grosero positivismo,
hizo y hace laudables esfuerzos por man-
tener vivo en todas las clases sociales un
romanticismo urbano y municipal en armo-
nía con las necesidades del corazón y con
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1(5 ARMANDO PALACIO VALDKS
la partida que en el presupuesto se le dos-
tina. Ningún orden de la naturaleza se ha
escapado á su beneficiosa gestión. Las sel-
vas umbrosas é impenetrables, llenas de
colores y armonias que se admiran en las
soledades de América , están representadas
por las espesuras del Eetiro y por los bos-
ques de la plazuela de Oriente , de la pla-
zuela de Santo Domingo y otras plazuelas
menos conocidas. El prurito de contem-
plar y recrearse con las altas montañas so-
bre cuya cima el pensamiento del hombre,
como las nubes del espacio, reposa de sus
fatigas , encuentra dulce satisfacción en la
montaña rusa, Y por último, la aspiración
enérgica del espíritu á meditar tristemente
ante la inmensidad del océano que nos re-
vela los arcanos de lo infinito , obtiene res-
puesta adecuada, sino cumplida, en las ri-
beras del estanque grande. Aquí, sin em-
bargo, se ofreció una pequeña dificultad.
Es verdad que la contemplación del mar
enaltece mucho el espíritu y lo purifica,
pero no es menos cierto que también lo
turba y oscurece con sus ásperas impresio-
nes. A fin de hacer frente á este peligro
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AGUAS ITUKRTES 17
psicológico , el Ayuntamiento .quiso acudir
á un expediente seguro ; acudió á la coope-
ración de los cisnes y los patos. En efecto,
estos animales acuáticos, por su manse- y
dumbre y afabilidad , son muy aptos para
infundir en el corazón del hombre risue-
ñas ideas y sentimientos de paz, y á pro-
pósito, por tanto , para contrarestar la im-
presión fuerte y abrumadora que no puede
menos de dejar en el ánimo un estanque de
la magnitud de el del Retiro. Se introdu-
jeron, pues, en dicho estanque como obra
de una docena de tales animales entre cis-
nes y patos, encargados de secundar los
generosos planes del Municipio , recibien-
do por ello el necesario ahmento. Y debe-
mos manifestar en conciencia que las ino-
centes aves desempeñan su papel con maes-
tría y ganan sus cortezas de pan honrada-
mente. Véase si no cuan gallardamente
cruzan el estanque en todas direcciones,
cual si resbalaran por el agua á impulso
del viento y no por virtud del movimiento
de sus palmas. Observemos sus posturas
caprichosas y fantásticas ; de qué modo tan
pintoresco extienden las alas sobre el agua,
2
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18 ARMANDO PALACIO VALD¿S
levantando nubéculas de espuma, ó su-
merjen la cabeza para atrapar un insecto,
ó la ocultan bajo el ala, ó levantan el vuelo
inesperadamente para dejarse cster á los po-
cos pasos llenos de pereza y molicie sobre
su elástico lecho, como un sátrapa sobre
su diván de pluma. Nadie dudará que todo
esto ofrece un tinte tan bucólico y pastoril,
que no puede menos de producir el efecto
apetecido. Por muy exaltado que el ánimo
se encuentre, es imposible que no ceda á
los esfuerzos combinados de aquella doce-
na de patos.
Navegan también en el estanque mu-
chedumbre de botes, lanchas, canoas y
otras embarcaciones de diversas formas y
tamaños. Los días de fiesta suele cruzar
por el horizonte un vapor que no se cansa
jamás de silbar. Parece un espectador de
los dramas de Catalina. He querido averi-
guar cuál era el precio del pasaje, y me han
dicho que por recorrer todas las costas del
estanque , deteniéndose en los puntos más
notables y dignos de verse, se pagaba, en
cámara de primera, diez céntimos. Pero
es fácil de comprender que estos viajes de
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AGUAS FUERTES 19
itinerario forzoso no convienen más que á
las personas de poca imaginación y de sen-
timientos vulgares y limitados. Los" espíri-
tus fantásticos y aventureros gustan más
de viajaí sin itinerario. Hay, pues , mucha
gente que prefiere tripular los botes y ca-
noas navegando sin rumbo prefijado y de-
teniéndose donde bien les place el tiempo
que tienen por conveniente. El amor á la
naturaleza y el deseo de conocer las rudas
faenas de la mar les arrastra á despojar-
se de la levita y á empuñar los remos con
las manos cubiertas de sortijas. Desde es-
te momento su fisonomía se contrae du-
ramente y toma la expresión siniestra y
terrible de los piratas : sus movimientos
son torpes y pesados como los de un lo-
bo de mar. Cuando pasan cerca de la costa
y ven una niñera más ó menos gentil que
les contempla absorta y admirada , se sue-
len guiñar el ojo con cierta malicia ru-
da, exclamando con voz ronca: «¡Ohé,
muchachos , una fragata á barlovento ! »
A otros les da por lo sentimental , y el
espectáculo de las aguas dormidas del lago
les recuerda las novelas venecianas ó las
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ARMANDO PALACIO VALDES
baladas de la Suiza: se dejan balancear
dulcemente, inmóviles y apoyados sobre
el remo, fijan la vista en un punto del es-
pacio con expresión amarga, propia de co-
razones lacerados , y prorumpen á veces en
tiernas barcarolas que han aprendido en el
teatro Beal.
Lo mismo las aventuras maravillosas de
los unos que las barcarolas de los otros ce-
san repentinamente asi que se escucha una
voz poderosa, inmensa como la de Nep tu-
no , que llega en alas del viento á todas las
riberas del estanque: — «Esquife número
siete (pausa solemne)... la hora.» Inme-
diatamente la embarcación, después de
ejecutar las maniobras indispensables, di-
rige su rumbo hacia el puerto. Si llega con
feUcidad á él , como ordinariamente acon-
tece, la tripulación, rendida y jadeante,
no tarda en saltar sobre el muelle, Hm-
piándose los pantalones con el pañuelo
para después restituirse alegremente al se-
no dé sus familias.
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III
LA CASA DE FIERAS
No sé de cuándo data la institución de
que quiero dar cuenta: es posible que haya
nacido bajo el gobierno paternal del señor
Moyano, aunque no lo afirmo. Antes de po-
nerme á escribir acerca de ella, quizá de-
biera examinar algunos documentos refe-
rentes á su erección y desenvolvimiento , á
fin de que las futuras generaciones, cuando
lean el presente estudio, sepan á quién de-
ben las fieras el piadoso hospital que hoy
disfrutan. Prefiero, no obstante, improvi-
sar algunas cuartillas, que caerán fuera de
los dominios de la ciencia histórica , hacia
la cual me siento antes de almorzar poco
inclinado.
A unas cien varas del estanque grande se ^
alza el famoso hospicio donde un gobierno
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22 ARMANDO PALACIO VALDES
atento á las necesidades morales de sus con-
tribuyentes ha colocado media docena de
bestias feroces y veinte ó treinta micos,
con el objeto de recrear y al propio tiem-
po vigorizar á la guarnición de Madrid. Así
como los cisnes del estanque reciben sus
emolumentos para despertar en los indíge-
nas ideas bucólicas y sentimientos pastori-
les, las alimañas de la Casa de fieras han
venido adrede de los desiertos de África
para infundir en la clase de tropa la fero-
cidad que suele perder en el trato íntimo
de criadas y costureras. Y es de admirar
realmente el acierto que ha presidido á la
elección de estos terribles animales y con
qué esmero se han procurado utilizar sus
diversas aptitudes. Por ejemplo, á nadie
puede caber duda de que el león ha sido
traído para despertar en el corazón de los
espectadores la nobleza y la bravura, como
el leopardo la fiereza, el lobo la rapidez, la
hiena la crueldad , el mono la astucia y el
oso la calma. La española infantería, al
recorrer por las tardes en la grata com-
pañía de sus patronas las jaulas del esta-
blecimiento, se siente regenerada y dispues-
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AGUAS FUERTES
ta á habérselas con todo linaje de republi-
canos feroces y dañinos , mansos ó aman-
sados.
Las fieras, como es lógico, conocen de
vista á todos los reclutas de la guarnición,
y no sólo á los reclutas, sino á sus parien-
tes y amigos. El mejor obsequio que se pue-
de hacer á un forastero después de beber
unas copas de ron y marrasquino, es lle-
varle á la Casa de fieras y pasearle un buen
rato en torno de la jaula de los micos. «An-
da, anda, que Grabiel bien se divierte por
allá por Madrid... no se esté con cudiao por
él, tía Eosa... toa la tarde se la pasa mira
que te mira á los micos en un sitio que lla-
man la Casa de fieras , que le digo , asi Dios
me salve , que no hay otra cosa que ver en
Madrid.»
El soldado español es , además de biza-
rro, sufrido, frugal, pundonoroso, etc., etc.,
chispeante en el pensamiento y ático en
la frase. Nadie lo ha puesto en duda. Pues
bien ; esta sal y este aticismo con que la
naturaleza dotó á nuestro^ejército , y muy
singularmennte al arma de infantería, se
aumenta en un cincuenta por ciento lo me-
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24 ARMANDO PALACIO VALDKS
nos cuando pasea por los jardines de la Casa
de fieras. En aquellos amenos parajes , de-
lante de la jaula del león africano, ó del ti-
gre de Bengala, ó del tití de las Indias, es
donds el regocijado ingenio de nuestros
quintos derrama los tesoros de su gracia;
allí donde se escuchan las frases espiritua-
les, los dichos agudos; allí donde revientan
los epigramas acerados, los discretos ra-
zonamientos. Parado frente á la jaula del
leopardo , que duerme tranquilo en un rin-
cón , el quinto suele decirle en tono de zum-
ba : — « ¡ Anda tú , dormidor ! ¿No te cansas
de dormir, tuno? ¿Estás á gusto, eh gran
ladrón?» — Pasa inmediatamente á la del
león y vierte sobre él otra granizada de
chistes. — «/ Miale , míale , qué boca abre el
cochino ! ¿ Nos almorzarías de buena gana,
verdad? Pues amigo, pacencia y llamar a
Cachano, que toos sernos hijos de Dios. Ma-
nolo, ar repara qué melenas; ¡paecen los
pelos del tío Farruco ! »
El recluta se hincha en tales ocasiones
porque tiene público : en pos de él hay siem-
pre media docena de robustas criadas de la
Alcarria que le escuchan embelesadas y le
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AGUAS FUERTES 25
siguen con afán. ¡ Cómo se desternillan de
risa ! ¡ Cómo paladean los chistes del dono-
so soldado! Nadie penetra como ellas el
sentido íntimo de sus frases , ni puede apre-
ciar tan bien la delicadeza nerviosa de su
humorismo. Entre el recluta y las criadas
se engendra inmediatamente una misterio-
sa corriente de simpatía, mediante la que
el fondo poético de sus corazones y todos
los dulces pensamientos y vagas aspiracio-
nes de su espíritu se confunden. El recluta
siente en el occipucio los ojos de las alca-
rreñas que le excitan á mostrarse gada vez
más agudo y espiritual, y éstas advierten
con inocente alegría que aquel derroche de
gracia y de ingenio no es otra cosa que un
fervoroso homenaje de adoración que el
gentil recluta les dedica. Allá, á la hora
del crepúsculo , cuando las nieblas descien-
den al fondo de los valles y el céfiro pliega
sus alas sobre las flores , Manolo suele pe-
gar un tremendo empujón á su amigo Gra-
hiél que le hace caer sobre el grupo de cria-
das, las cuales reciben el golpe como una
manifestación de respeto y galantería. A
partir del empujón , entre reclutas y criadas
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y
26 ABMANOO PALACIO VALDÉS
se establece una amistad inalterable. Y la
ferocidad que el ejército ha ganado por un
lado la pierde inmediatamente por otro, vi-
niendo abajo de esta suerte la obra pater-
nal d^ la Administración.
Antes de dar por terminado este articu-
lo , necesito delatar á la Corporación muni-
cipal un abuso que redunda en menoscabo
del país y descrédito de la importante ins-
titución en que me estoy ocupando. Por
muy sensible que me sea el decirlo , es lo
cierto que las fieras del Municipio no cum-
plen debidamente con su cometido. ¿Para
qué han sido traídos estos animales de los
desiertos de África y Asia á costa de mil
sacrificios pecuniarios? Ya hemos dicho
que para infundir energía y vigorizar al
pueblo y al ejército. Pues bien ; yo no sé
cómo han llenado su deber en los primeros
tiempos : mas actualmente puedo decir que
están muy lejos de desempeñarlo con la
exactitud y el celo apetecidos. En vez de
mostrar una actitud imponente que sobre-
coja y atemorice el ánimo, en vez de rugir
y^^char centellas por los ojos, y sacudir las
rejasde la jaula con el aparato del que quie-
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AGUAS FUERTES 27
re saltar fuera y devorar en un credo á to-
dos los espectadores, se pasan la mayor
parte del día en letargo vergonzoso , tira-
dos en un rincón como objetos inanima-
dos , sin que las excitaciones del respetable
público logren hacerles menear siquiera la
cola. Cuando por casualidad se les encuen-
tra de pie, no hacen otra cosa que pasear
tranquilamente por la celda sin desplegar
ninguna especie de ferocidad , como un poe-
ta lírico que estuviese meditando algún so-
neto enrevesado para la Ilustraciüii Espa-
ñola y Americana: cuando abren la boca y
estiran las garras , nunca es en son de ame-
naza, sino para desperezarse groseramen-
te; y si tal vez que otra les da la humorada
de rugir , lo hacen con tanta delicadeza, que
más que de devorarlos, parece que tratan de
enterarse de la salud de los espectadores.
Es necesario cortar este abuso. ¿Cómo?
Buscando el origen y destruyendo la cau-
sa. El origen de tal apatía y negligencia
por parte de estos animales no puede ser
otro que el no dárseles el sustento necesa-
rio. Las bestias de la Casa de fieras perte-
necen á la clase docente, y como el profe-
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28 ARMANDO PALACIO VAL1>KS
sorado en general, están muy mal retribui-
das: tienen los huesos salientes, el pellejo
arrugado , el aspecto miserable y triste. Un
profesor amigo mío (que también tiene los
huesos salientes y el pellejo arrugado), me
decía no há mucho tiempo que él no ense-
ñaba más ciencia que la equivalente á los
catorce mil reales que le daban. Las fieras
deben de seguir el mismo sistema. Aumén-
teseles, pues, el sueldo, déseles las piltrafas
suficientes , y el Ayuntamiento verá sus cá-
tedras de energía y ferocidad perfectamen-
te desempeñadas.
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IV
EL PASEO DE LOS COCHES
Se trabó una lucha titánica en el Ayun-
tamiento y en las columnas de los periódi-
cos. Los peones nos defendimos bizarra-
mente. Hicimos esfuerzos increíbles para
salvar nuestro Eetiro de la feroz invasión;
pero quedamos vencidos. En las hermosas
calles de árboles nunca profanadas , chas-
quearon las herraduras de los caballos, y
los modernos conquistadores , los bárbaros
de la riqueza entraron soberbios, arrollán-
donos entre las patas de sus corceles.
Vivíamos felices y tranquilos, y á veces
nos decíamos:— «Tenéis los teatros, los
salones, la Casa de Campo, la Castellana,
sois los dueños de Madrid; pero nosotros
poseemos el Eetiro. Para gozar el aroma
de sus flores , la frescura de sus árboles y
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U'
30 ARMANDO PALACIO VALDES
la grata perspectiva de sus calles, es nece-
sario que dejéis vuestro coche á la puerta
y ensuciéis un poco la*, suela de los zapatos;
porque el Eetiro está hecho por Dios y el
Ayuntamiento para nosotros, exclusiva-
mente para nosotros los villanos. »
Mas he aquí que un día se les antoja á
los bárbaros penetrar con sus carros , con
sus mujeres é hijas en nuestro delicioso
campamento. Cayeron los árboles más ó
menos seculares, y sus hojas sirvieron de
alfombra á los triunfadores. También nues-
tras frentes humilladas les sirvieron de al-
fombra.
Y lo peor de todo es que, imitando la
crueldad de los soldados de Alarico y Ati-
la^ nos han llevado y nos llevan atados á
su carro. He conocido á un joven que lu-
chó valerosamente contra la invasión des-
de las columnas de La Correspondencia,
Eecuerdo cierto suelto de su mano que
decía: «No es exacto que el Municipio tra-
te de abrir en el Eetiro un paseo para
los carruajes.» Este suelto cayó como una
bomba en el campo enemigo, haciendo en
él graves destrozos, y estuvo á punto de
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AGUAS FUEBTES 81
dejar fallid£ts sus esperanzas. Pues bien ; á
este mismo joven le he visto después igno-
miniosamente atado á la carretela de un
bárbaro, que le llevaba á un paso muy su-
perior á sus piernas. Y la hija del bárbaro
aún parece que se reía de él.
Algunos refieren la historia del paseo de
coches diciendo que á cierto caballo in-
glés , hastiado de tanto ir y venir á la Cas-
tellana, acometido del spleen y en peligro
inminente de suicidarse, se le puso un día
entre las dos orejas el hollar los jardines
privilegiados ; insinúa su extravagante de-
seo al amo, le da algunas razones , y últi-
mamente le persuade á que interponga su
influencia para que de allí en adelante se
extienda el privilegio de los bípedos á los
caballos lucios y bien educados. El amo,
que era regidor, lo propuso en concejo, y
pronunció con tal motivo un bello disciu:-
so, donde expuso á la consideración del
Ayuntamiento los argumentos capitales
que su jaca le había insinuado. Armóse el
consiguiente motín, los bípedos se resistie-
ron á abandonar sus franquicias , acudie-
ron á la prensa, dijeron que el echar árbo-
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B2 * ARMANDO PALACIO VALBES
les al suelo era propio de los pueblos pri-
mitivos, y que es muy fácil construir una
casa, pero que un árbol nadie lo construye
mas que la naturaleza; hablaron del hacha
devastadora y se autorizaron el dudar de
los sentimientos poéticos de los concejales.
A tales afirmaciones contestó el potro in-
glés, por boca de su amo, diciendo, que
no eran más que «huecas declamaciones»,
y que cuando el paseo estuviese abierto y
terminado, ya se vería. Y en efecto, des-
pués se vio que el potro tenia razón. El
paseo de coches, no sólo no ha quitado
belleza al Eetiro, pero le ha añadido cierto
esplendor fastuoso que antes no tenia; á
cada cual lo suyo.
No está trazado en línea recta como el
de la Castellana, porque no tiene por ob-
jeto despertar en el vecindario ideas gene-
rales , sino que forma una curva graciosa y
bastante prolongada, que se extiende des-
de la Casa de fieras hasta la estatua del
Ángel caído, en tomo de la cual giran los
carruajes al dar la vuelta; es un Luzbel
doblado por el espinazo, el cuello desco-
yuntado y los músculos tendidos, que pa- -
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AGUAS FUERTES 83
rece un artista ecuestre del circo dePrice.
Sus colegas de acá, otros ángeles caídos
que suelen llamarse «la Tomasa, la Adela,
la Paz, la Asunción, etc.», al cruzar por su
lado le miran con soberano desdén : nin-
guno ha caído como él en medroso despe-
ñadero ; todos han venido á dar sobre al- n/
gún milord con un caballo. '""""
En este moderno paseo se cita y empla-
za la sociedad elegante en las tardes de in-
vierno, para gozar el inefable deleite de
contemplarse un par de horas , después de
lo cual se apresura á ir á comer y escapa á
uña de caballo á contemplarse de nuevo en
el Eeal otras tres ó cuatro horitas. Parece
una sociedad de derviches : el goce supre-
mo es la contemplación. Hay hombre que
se queda calvo, y defrauda al Estado, y
arruina á varias familias, solamente para
que dos caballos le lleven á todas partes á
contemplar á otros hombres que también
se han quedado calvos y han defraudado al
Estado y á los particulares con el mismo
objeto. Los madrileños, mejor que ningún
otro pueblo antiguo ó moderno, han lle-
vado al refinamiento este goce exquisito:
8
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34 ARMANDO PALACIO VALDÉS
en las iglesias , en los teatros , en el paseo,
en los salones , se apuran todos los medios
de contemplarse con más comodidad. Cuan-
do viene el calor y es fuerza salir de Madrid
y separarse , entonces la sociedad vuela á
las playas de San Sebastián , á fin de no
perderse un instante de vista.
De cinco á cinco y media de la tarde está
el paseo en todo su esplendor ; un millar de
coches se apiña en la no muy ancha carre-
tera, de tal suerte, que no hay medio de
caminar por ella : á veces tardan en dar una
sola vuelta más de hora y media, lo cual
constituye, como es fácil de comprender,
el encanto de los que perennemente los
ocupan; de esta guisa, la contemplación
es más fácil y más intensa. Las señoras le-
vantan suavemente las sombrillas para mi-
rar por debajo de ellas á otras señoras, que
de igual manera dejan caer las suyas y pa-
gan mirada por mirada. Hace ya muchos
años que se miran y llevan por cuenta los
vestidos, los coches, los caballos , los que-
ridos, las pulseras, el colorete y hasta los
lunares que gastan; asi que, ordinariamen-
te , se habla muy poco : sólo de vez en cuan-
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AGUAS FUERTES 35
do alguna dama comunica á su compañera
en voz baja y estilo telegráfico ciertas ob-
servaciones de poca monta:
— ¿Has visto á Bermejillo?
— Si.
— ¿Va detrás de Enriqueta?
—Sí.
Y de nuevo guardan silencio.
— ¿Has visto á la de Quintanar?
— Hasta ahora no,
— ¿Y á la de Beleño?
— Tampoco.
La dama se calla otra vez , pero experi-
menta leve disgusto; para que se vaya á
casa satisfecha y coma con apetito , es pre-
ciso que estén en el paseo la de Quintanar,
la de Beleño , la dó Casagonzalo , la de Tru-
jillo , la de Torrealta , la de Villavicencio,
la de Córdova, la de Perales, la de Vélez
Málaga y la de Cerezangos , á quienes está
viendo hace veinte años, en todos sitios y
á todas horas : si no , se marcha mal humo-
rada, diciendo que el paseo estaba muy
cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo
alto de los pescantes, dejan caer miradas
olímpicas sobre las carrozas, y murmuran
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86 ARMANDO PALACIO VALDÉS
de vez en cuando alguna frase insolente y
obscena á propósito de las damas que pasan
cerca; ó examinan fijamente las libreas de
sus compañeros, proponiéndose exigir otras
iguales de sus amos. Los caballos, aburri-
dos, se contemplan sin cesar, y guardan
silencio como sus señores. Tal vez que otra,
no obstante, dejan caer, entre resoplidos
y cabezadas , alguna observación punzante
acerca de sus colegas :
— ¡Vaya unos arreos lucidos que les han
echado encima á los jacos de Villamediana!
¡Me da risa!
— ¿Qué otra cosa quieres que les pon-
gan, chico? ¡Si son dos burros sin orejas!
— ¿Y qué te parece del tren de Eebo-
Uedo?
— Que esos potros son tan ingleses como
el forro de mis pezuñas.
Asi hablan los caballos á menudo ; y á
menudo también los amos.
Por una de las calles laterales y antiguas
caminan los bípedos de la burguesía, con-
templando sin pestañear el fastuoso corte-
jo de los cuadrúpedos aristocráticos. Cuan-
do se cansan de caminar, toman asiento
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AGUAS FUERTES 87
en las sillas metálicas puestas allí adrede
para mirarse cómodamente. Numerosas y
respetables familias, cuyos jefes sirven dig-
namente á la Administración pública, se
autorizan diariamente el sabroso placer de
ver pasar en procesión á las damas y caba-
lleros que en Madrid gastan coche. La vida
cortesana ofrece vivos y punzantes atrac-
tivos : el jefe de familia la encuentra dema-
siado agitada cuando llega á su casa.
Ciñendo la carretera, con el rostro vuel-
to hacia los coches, suelen cruzar á paso
largo algunos señoritos de palo , con el fel-
pudo sombrero ladeado, puños salientes,
levita abrochada hasta la nuez y báculo.
Llevan dentro un resorte que en ciertos
momentos les obliga á detener el paso, lle-
var la mano al sombrero, agitarlo en el
aire , ponérselo otra vez y seguir andando.
Y el sol, por no ser menos que todos,
contempla con ojo de moribundo esta es-
cena interesante enfilando sus rayos obli-
cuos entre los árboles y levantando mil
graciosos reflejos en el barniz de los co-
ches, en el cristal de las linternas y en el
metal de los botones de cocheros y lacayos.
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38 ARMANDO PALACIO VALDÉS
Antes de morir envuelve con suave caricia
la pompa abigarrada de aquella muchedum-
bre, que no tiene ojos más que para si mis-
ma , hace brillar los arreos de los caballos
y las joyas de las señoras, tiñe de vivos co-
lores la seda de los vestidos y extiende un
manto brillante de oro sobre la inmóvil y
silenciosa comitiva. Los árboles recogen
con más placer que los hombres el último
beso del astro del dia, y entre sus copas
frondosas surgen gratas y fugitivas luces.
A la izquierda el puro azul del cielo se deja
ver, desvaído ya y marchito, y su fondo
luminoso queda cortado á trechos por las
formas rígidas de alguna conifera ó por los
tricornios de los guardias que permanecen
clavados á sus caballos, y los caballos á la
tierra como verdaderas estatuas. En el me-
dio de la curva que el paseo describe, hay
abierto un boquete sin árboles, por donde
se contempla el paisaje : parece un enorme
balcón desde donde se divisan algunas le-
guas de tierra árida como toda la que ro-
dea á Madrid. Este paisaje sólo es bello á
la caída de la tarde : entonces las brumas
del crepúsculo, traspasadas un instante
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AGUAS FUERTES 39
por los rayos del sol, matizan delicada-
mente la vasta planicie , las colinas lejanas
flotan en una neblina azulada, y sobre ellas
resaltan como puntos blancos algunos ca-
seríos. Los juegos de la luz fingen en la lla-
nura bosques , campos , ríos y pueblos que
no existen : es un país falso y teatral que
guarda cierta semejanza con el fondo del
cuadro de las Lanzas, de Velázquez; pero
cautiva la vista por su esplendor , y dilata
el pecho por su inmensidad.
El vapor luminoso que por aquella par-
te envuelve el paseo , amortiguando los vi-
vos colores de las sombrillas, borrando los
elegantes contornos de los caballos , esfu-
mando las facciones de las damas y pres-
tándole á todo aspecto escenográfico, pierde
lentamente su brillo y se transforma en un
polvo ceniciento que cae del cielo como
heraldo de la noche. La noche se llega al
fin : el sol sepulta sus fuegos en los confi-
nes de la yerma llanura : algunas nubeci-
Uas finas y delgadas , como rayas trazadas
en el firmamento , después de ennegrecer-
se fuertemente, concluyen por desaparecer.
El paseo pierde todo su esplendor; ya no
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40 ARMANDO PALACIO VALDÉS
es más que un grupo numeroso de coches
sin brillo ni poesía. La comitiva siente casi
al mismo tiempo un leve temblor de frío;
las señoras se embozan en los chales y ti-
ran hacia sí las pieles que cubren sus rodi-
llas ; los caballeros se esfuerzan en meter-
se los abrigos y agitan los brazos en el aire
como aspas de molino ; piafan los caballos
pensando en las próximas dulzuras del pe-
sebre, y los aurigas chasquean el látigo
enderezándolos ya hacia la ciudad. En po-
cos minutos queda la carretera desierta.
Los peones, que como es natural perma-
necen rezagados, escuchan algún tiempo
el ruido de los coches, como un rumor dis-
tante de olas que se estrellan.
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EL PAJARO EN LA NIEVE
(novela)
EA ciego de nacimiento. Le habían
enseñado lo único que los ciegos
suelen aprender, la música; y fué en
este arte muy aventajado. Su madre murió
pocos años después de darle la vida ; su pa-
dre , músico mayor de un regimiento , hacía
un año solamente. Tenía un hermano en
América que no daba cuenta de sí; sin em-
bargo, sabía por referencias que estaba ca-
sado, qu6 tenía dos niños muy hermosos y
ocupaba buena posición. El padre indig-
nado, mientras vivió, de la ingratitud del
hijo, no quería oír su nombre; pero el cie-
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V
42 ARMANDO PALACIO VALDÉS
go le guardaba todavía mucho cariño ; no
podía menos de recordar que aquel herma-
no, mayor que él, había sido su sostén en
la niñez , el defensor de su debilidad con-
tra los ataques de los demás chicos, y que
siempre le hablaba con dulzura. La voz de
Santiago, al entrar por la mañana en su
cuarto diciendo : « ¡ Hola , Juanito ! arriba,
hombre , no duermas tanto , » sonaba en los
oídos del ciego más grata y armoniosa que
las teclas del piano y las cuerdas del violín.
¿Cómo se había trasformado en malo aquel
corazón tan bueno? Juan no podía persua-
dirse de ello , y le buscaba un millón de dis-
culpas : unas veces achacaba la falta al co-
rreo; otras se le figuraba que su hermano
no quería escribir hasta que pudiera man-
dar mucho dinero; otras pensaba que iba
á darles una sorpresa el mejor día presen-
tándose cargado de millones en el modesto
entresuelo que habitaban: pero ninguna
de estas imaginaciones se atrevía á comu-
nicar á su padre : únicamente cuando éste,
exasperado, lanzaba algún amargo apos-
trofe contra el hijo ausente, se atrevía á
decirle : « No se desespere V. , padre ; San-
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AGUAS FUERTES 43
tiago es bueno ; me da el corazón que ha
de escribir uno de estos días. »
El padre se murió sin ver carta de su
hijo mayor, entre un sacerdote que le
exhortaba y el pobre ciego que le apreta-
ba convulso la mano, como si tratase de
retenerle á la fuerza en este mundo. Cuan-
do quisieron sacar el cadáver de casa sos-
tuvo una lucha frenética, espantosa, con
los empleados fúnebres. Al fin se quedó
solo; pero ¡ qué soledad la suya! Ni padre,
ni madre , ni parientes , ni amigos : has-
ta el sol le faltaba , el amigo de todos los
seres creados. Pasó dos días metido en su
cuarto, recorriéndolo de una esquina á
otra como un lobo enjaulado , sin probar
alimento. La criada, ayudada por una ve-
cina compasiva , consiguió al cabo impedir
aquel suicidio: volvió á comer y pasó la
vida desde entonces rezando y tocando el
piano.
El padre , algún tiempo antes de morir,
había conseguido que le diesen una plaza
de organista en una de las iglesias de Ma-
{Irid, retribuida con catorce reales diarios:
no era bastante , como se comprende , para
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44 ARMANDO PALACIO YALDES
sostener una casa abierta, por modesta que
fuese; así que, pasados los primeros quin-
ce días, nuestro ciego vendió por algunos
cuartos, muy pocos por cierto , el humilde
ajuar de su morada , despidió á la criada y
se fué de pupilo á una casa de huéspedes
pagando ocho reales; los seis restantes le
bastaban para atender á las demás necesi-
dades. Durante algunos meses vivió el cie-
go sin salir á la calle más que para cumplir
su obligación; de casa á la iglesia, y de la
iglesia á casa. La tristeza le tenía domina-
do y abatido de tal suerte, que apenas des-
pegaba los labios; pasaba las horas com-
poniendo una gran misa de réquiem que
contaba se tocase por la caridad del párro-
co en obsequio del alma de su difunto pa-
^e ; y ya que no podía decirse que tenía
los cinco sentidos puestos en su obra, por-
que carecía de uno , sí diremos que se en-
tregaba á ella con alma y vida.
El cambio de ministerio le sorprendió
cuando aún no la había terminado : no sé
si entraron los radicales , ó los conservado-
res, ó los constitucionales; pero entrarojí
algunos nuevos. Juan no lo supo sino tar-
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AGUAS FUSBTES 45
de y con daño. El nuevo gabinete , pasados
algunos días , juzgó que Juan era un orga-
nista peligroso para el orden público , y que
desde lo alto del coro, en las vísperas y
misas solemnes, roncando y zumbando
con todos los registros del órgano, le esta-
ba haciendo una oposición verdaderamen-
te escandalosa. Como el ministerio entran-
te no estaba dispuesto , según había afirma-
do en el Congreso por boca de uno de sus
miembros más autorizados, «á tolerar im-
posiciones de nadie,» procedió inmediata-
mente y con saludable energía á dejar ce-
sante á Juan , buscándole un sustituto que
en sus maniobras musicales ofreciese más
garantías ó fuese más adicto á las insti-
tuciones. Cuando le notificaron el cese, ^y
nuestro ciego no experimentó más emo-
ción que la sorpresa; allá en el fondo
casi se alegró , porque le dejaban más ho-
ras desocupadas para concluir su misa. So-
lamente se dio cuenta de su situación cuan-
do al fin del mes se presentó la patrona en
el cuarto á pedirle dinero ; no lo tenía, por-
que ya no cobraba en la iglesia ; fué nece-
sario que llevase á empeñar el reloj de su
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46 ARMANDO PALACIO VALDÉS
padre para pagar la casa. Después se que-
dó otra vez tan tranquilo y siguió traba-
jando sin preocuparse de lo porvenir. Mas
otra vez volvió la patrona á pedirle dinero,
y otra vez se vio precisado á empeñar un
objeto de la escasisima herencia paterna;
era un anillo de diamantes. Al cabo ya no
tuvo qué empeñar. Entonces, por conside-
ración á su debilidad, le tuvieron algunos
dias más de cortesía, muy pocos, y des-
pués le pusieron en la calle, gloriándose
mucho de dejarle libre el baúl y la ropa,
ya que con ella podían cobrarse de los po-
cos reales que les quedaba á deber.
Buscó una nueva casa, pero no pudo al-
quilar piano , lo cual le causó una inmensa
tristeza; ya no podía terminar su misa.
Todavía fué algún tiempo á casa de un al-
sj macenista amigo y tocó el piano á ratos;
no tardó , sin embargo , en observar que se
le iba recibiendo cada vez con menos ama-
bilidad , y dejó de ir por allá.
Al poco tiempo le echaron de la nueva
casa, pero esta vez quedándose con el baúl
en prenda. Entonces comenzó para el cie-
go una época tan miserable y angustiosa.
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AGUAS FUERTtS 47
que pocos se darán cuenta cabal de los do-
lores, mejor aún, de los martirios que la
suerte le deparó. Sin amigos, sin ropa, sin i
dinero , no hay duda que se pasa muy mal
en el mundo; mas si á esto se agrega el no
ver la luz del sol , y hallarse por lo mismo
absolutamente desvalido , apenas si alcan-
zamos á divisar el límite del dolor y la mi-
seria. De posada en posada, arrojado de
todas poco después de haber entrado , me-
tiéndose en la cama para que le lavasen la
única camisa que tenía , el calzado roto,
los pantalones con hilachas por debajo, sin
cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan
por Madrid no sé cuánto tiempo. Preten-
dió, por medio de uno de los huéspedes
que tuvo , más compasivo que los demás,
la plaza de pianista en un café. Al fin se la
otorgaron, pero fué para despedirle á los
pocos días: la música de Juan no agradaba
á los parroquianos del Gafé de la Celada;
no tocaba jotas, ni polos, ni sevillanas,
ni cosa ninguna flamenca , ni siquiera pol-
kas; pasaba la noche interpretando sona-
tas de Beetboven y conciertos de Chopín:
los concmTentes se desesperaban al no
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48 ARMANDO PALACIO VALDÉS
/ poder llevar el compás con las cucharillas.
Otra vez volvió á rodar el misero por los
sitios más hediondos de la capital. Algún
alma caritativa, que por casualidad se en-
teraba de su estado, socorríale indirecta-
mente, porque Juan se estremecía á la
idea de pedir limosna. Comía lo preciso
para no morirse de hambre en alguna ta-
berna de los barrios bajos, y dormía por
cuatro cuartos entre mendigos y malhecho?
res en un desván destinado á este fin. En
cierta ocasión le robaron , mientras dormía,
los pantalones , y le dejaron otros de dril
remendados. Era en el mes de Noviembre.
El pobre Juan , que siempre había guar-
dado en el pensamiento la quimera de la
venida de su hermano, ahogado ahora por
la desgracia, comenzó á alimentarla con
/ afán. Hizo que le escribiesen á la Habana,
sin poner señas á la carta porque no las
sabía; procuró informarse si le habían vis-
to , aunque sin resultado ; y todos los días
se pasaba algunas horas pidiendo á Dios de
rodillas que le trajese en su auxilio. Los
únicos momentos felices del desdichado
eran los que pasaba en oración en el ángu-
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AGUAS FUERTES 49
lo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás
de un pilar, aspirando los acres olores de
la cera y la humedad , escuchando el chis-
porroteo de los cirios y el leve rumor de
las plegarias de los pocos fieles distribuidos
por las naves del templo , su alma inocen-
te dejaba este mundo , que tan cruelmente
le trataba , y volaba á comunicarse con Dios
y su Madre Santísima. Tenía la devoción
de la Virgen profundamente arraigada en
el corazón desde la infancia: como apenas
había conocido á su madre, buscó por ins-
tinto en la de Dios la protección tierna y
amorosa que sólo la mujer puede dispensar
al niño ; había compuesto en honor suyo
algunos himnos y plegarias , y no se dor-
mía jamás sin besar devotamente el esca-
pulario del Carmen que llevaba al cuello.
Llegó un día, no obstante, en que el
cielo y la tierra le desampararon. Arrojado
de todas partes , sin tener un pedazo de
pan que llevarse á la boca , ni ropa con que
preservarse del frío , comprendió el cuitado
con terror que se acercaba el instante de
pedir limosna. Trabóse una lucha desespe-
rada en el fondo de su espíritu ; el dolor y
4
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50 ARMANDO PALACIO VALDES
la vergüenza disputaron palmo á palmo el
terreno á la necesidad ; las tinieblas que le
rodeaban hacían aún más angustiosa esta
batalla. Al cabo , como era de esperar, ven-
ció el hambre. Después de pasar muchas
horas sollozando y pidiendo fuerzas á Dios
para soportar su desdicha, resolvióse á im-
plorar la caridad; pero todavía quiso el in-
feliz disfrazar la humillación , y decidió can-
/ tar por las calles de noche solamente. Po-
seía una voz regular , y conocía á la perfec-
ción el arte del canto ; mas tropezó con la
dificultad de no tener medio de acompa-
ñarse. Al fin, otro desgraciado, que no lo
era tanto como él, le facilitó una guitarra
vieja y rota, y después de arreglarla del
mejor modo que pudo, y después de de-
rramar abundantes lágrimas, salió cierta
noche de Diciembre á la calle. El corazón
le latía fuertemente ; las piernas le tembla-
ban; cuando quiso cantar en una de las ca-
lles más céntricas , no pudo ; el dolor y la
vergüenza habían formado un nudo en su
garganta. Arrimóse á la pared de una casa,
descansó algunos instantes, y repuesto un
tanto , empezó á cantar la romanza de te-
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AGUAS FUERTES 51
ñor del primer acto de La Favorita- Lla-
mó desde luego la atención de los tran-
seúntes un ciego que no cantaba peteneras
ó malagueñas, y muchos hicieron círculo
en torno suyo, y no pocos, al observar la
maestría con que iba venciendo las dificul-
tades de la obra , se comunicaron en voz
baja su sorpresa y dejaron algunos cuartos
en el sombrero , que había colgado del bra-
zo. Terminada la romanza , empezó el aria
del cuarto acto de La Africana, Pero se
había reunido demasiada gente á su alre-
dedor, y la autoridad temió que esto fuese
causa de algún desorden, pues era cosa
.averiguada para los agentes de orden pú-
blico que las personas que se reúnen en la
calle á escuchar á un ciego demuestran por
este hecho instintos peligrosos de rebelión,
cierta hostilidad contra las instituciones,
una actitud , en fin , incompatible con el
orden social y la seguridad del Estado. Por
lo cual un guardia cogió á Juan enérgica-
mente por el brazo y le dijo :
— A ver ; retírese V. á su casa inmedia-
tamente, y no -se pare V. en ninguna
calle»
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52 ARMANDO PALACIO VALDKS
— Pero yo no hago daño á nadie.
— Esta V. impidiendo el tránsito. Ade-
lante, adelante, si no quiere V. ir á la pre-
vención.
Es realmente consolador el ver con qué
esmero procura la autoridad gubernativa
que las vías públicas se hallen siempre hm-
pias de ciegos que canten. Y yo creo, por
más que haya quien sostenga lo contrario,
que si pudiese igualmente tenerlas limpias
de ladrones y asesinos, no dejaría de ha-
cerlo con gusto.
Eetiróse á su zahúrda el pobre Juan,
pesaroso, porque tenía buen corazón, de
haber comprometido por un instante la
paz intestina y dado pie para una inter-
vención del poder ejecutivo. Había ganado
cinco reales y un perro grande. Con este
dinero comió al día siguiente , y pagó el al-
quiler del miserable colchón de paja en que
durmió. Por la noche tomó á salir y á can-
tar trozos de ópera y piezas de canto : vuel-
ta á reunirse la gente en torno suyo y vuel-
ta á intervenir la autoridad gritándole con
energía : — Adelante , adelante.
¡Pero si iba adelante no ganaba un cuar-
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ÁGÜiS FUERTES 53
to, porque los transeúntes no podían escu-
charle ! Sin embargo, Juan marchaba, mar-
chaba siempre porque le estremecía, más
que la muerte , la idea de infringir los man-
datos de la autoridad, y turbar, aunque fue-
se momentáneamente, el orden de su país.
Cada noche se iban reduciendo más sus
ganancias. Por un lado la necesidad de se-
guir siempre adelante, y por otro la falta
de novedad, que en España se paga siem-
pre muy cara, le iban privando todos los
días de algunos céntimos. Con los que traía
para casa al retirarse apenas podía intro-
ducir en el estómago algo para no morirse
de hambre. Su situación era ya desespera-
da. Sólo un punto luminoso seguía viendo
tenazmente el desgraciado entre las tinie-
blas de su congojoso estado: este punto
luminoso era la llegada de su hermano San-
tiago. Todas las noches , al salir de casa con
la guitarra colgada del cuello , se le ocurría
el mismo pensamiento : — «Si Santiago es-
tuviese en Madrid y me oyese cantar , me
conocería por la voz.» Y esta esperanza,
mejor dicho , esta quimera , era lo único que
le daba fuerzas para soportar la vida.
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54 ARMANDO PALACIO VALDÉS
Llegó otro día, no obstante, en que la
angustia y el dolor no conocieron límites.
En la noche anterior no había ganado más
que seis cuartos. ¡ Había estado tan fría !
Como que amaneció Madrid envuelto en
una sábana de nieve de media cuarta de
espesor. Y todo el día siguió nevando sin
cesar un instante , lo cual les tenía sin cui-
dado á la mayoría de la gente , y fué moti-
vo de regocijo para muchos aficionados á
la estética. Los poetas que gozaban de una
posición desahogada, muy particularmen-
te , pasaron gran parte del día mirando caer
los copos al través de los cristales de su
gabinete , y meditando lindos é ingeniosos
símiles de esos que hacen gritar al público
en el teatro «¡bravo, bravo!» ú obligan á
exclamar cuando se leen en un tomo de
versos : « ¡ qué talento tiene este joven!»
Juan no había tomado más alimento que
una taza de café de ínfima clase y un pane-
cillo. No pudo entretener el hambre con-
templando la hermosura de la nieve, en
primer lugar , porque no tenía vista ; y en
segundo, porque aunque la tuviese, era
difícil que al través de la reja de vidrio em-
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AGUAS FUERTES 56
panada y sucia de su desván pudiera verla.
Pasó el día acurrucado sobre el colchón,
recordando los días de la infancia y acari-
ciando la dulce manía de la vuelta de su
hermano. Al llegar la noche, apretado por
la necesidad , desifallecido , bajó á la calle á
implorar una limosna. Ya no tenía guita- /
rra; la había vendido por tres pesetas en
un momento parecido de apuro.
La nieve caía con la misma constancia,
puede decirse con el mismo encarnizamien-
to. Las piernas le temblaban al pobre cie-
go lo mismo que el día primero en que sa-
lió á cantar; pero esta vez no era de ver-
güenza, sino de hambre. Avanzó como
pudo por las calles, enfangándose hasta
más arriba del tobillo : su oído le decía que
no cruzaba apenas ningún transeúnte; los
coches no hacían ruido , y estuvo expuesto
á ser atropellado por uno. En una de las
calles céntricas se puso al fin á cantar el
primer pedazo de ópera que acudió, á sus
labios: la voz salía débil y enronquecida
de la garganta; nadie se acercaba á él ni
siquiera por curiosidad. «Vamos á otra
parte,» se dijo, y bajó por la Carrera de
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56 ARMANDO PALACIO VALDÉS
San Jerónimo, caminando torpemente so-
bre la nieve , cubierto ya de üíi blanco cen-
dal y con los pies chapoteando agua. El
frío se le iba metiendo por los huesos; el
hambre le producía un fuerte dolor en el
estómago. Llegó un momento en que el
frío y el dolor le apretaron tanto , que se
sintió casi desvanecido , creyó morir , y ele-
vando el espíritu á la Virgen del Carmen,
su protectora, exclamó con voz acongoja-
da: «¡Madre mía, socórreme!» Y después
de pronunciar estas palabras , se sintió un
poco mejor y marchó , ó más propiamente,
se arrastró hasta la plaza de las Cortes : allí
se arrimó á la columna de un farol , y , to-
davía bajo la impresión del socorro de la
Virgen, comenzó á cantar él Ave María,
de Gounod , una melodía á la cual siempre
había tenido mucha afición. Pero nadie se
acercaba tampoco. Los habitantes de la
villa estaban todos recogidos en los cafés
y teatros , ó bien en sus hogares haciendo
bailar á sus hijos sobre las rodillas al amor
de la lumbre. Seguía cayendo la nieve pau-
sada y copiosamente, decidida á prestar
asunto al día siguiente á todos los reviste-
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AGUAS FUERTES 67
ros de periódicos para encantar á sus afi-
cionados con una docena de frases delica-
das. Los transeúntes que casualmente cru-
zaban lo hacían apresuradamente, arrebu-
jados en sus capas y tapándose con el pa-'
raguas. Loa faroles se habían puesto el go-
rro blanco de dormir, y dejaban escapar
melancólica claridad. No se oía ruido algu-
no si no era el rumor vago y lejano de los
coches, y el caer incesante de los copos
como un crujido levísimo y prolongado de
sedería. Sólo la voz de Juan vibraba en el
silencio de la noche saludando á la Madre
de los Desamparados. Y su canto, más que
himno de salutación , parecía un grito de
congoja algunas veces; otras, un gemido
triste y resignado que helaba el corazón
más que el frió de la nieve.
En vano clamó el ciego largo rato pi-
diendo favor al cielo; en vano repitió el
dulce nombre de María un sinnúmero de
veces, acomodándolo á los diversos tonos
de la melodía. El cielo y la Virgen estaban
lejos, al parecer, y no le oyeron; los veci-
nos de la plaza estaban cerca , pero no qui-
sieron oírle. Nadie bajó á recogerlo; nin-
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58 ARMANDO PALACIO VALDÉS
gún balcón se abrió siquiera para dejar
caer sobre él una moneda de cobre. Los
transeúntes , como si viniesen perseguidos
de cerca por la pulmonía , no osaban dete-
nerse.
Al fin ya no pudo cantar más : la voz es-
piraba en la garganta; las piernas se le do-
blaban ; iba perdiendo la sensibilidad en las
manos. Dio algunos pasos y se sentó en la
acera al pie de la verja que rodea el jardín.
Apoyó los codos en las rodillas y metió la
cabeza entre las manos. Y pensó vagamen-
te en que había llegado el último instante
de su vida; y volvió á rezar fervorosamente
implorando la misericordia divina.
Al cabo de un rato percibió que un tran-
seúnte se paraba delante de él y se sintió
J cogido por el brazo. Levantó la cabeza, y
sospechando que sería lo de siempre , pre-
guntó tímidamente :
— ¿Es V. algún guardia?
— No soy ningún guardia — repuso el
transeúnte, — pero levántese V.
— Apenas puedo, caballero.
— ¿Tiene V. mucho frió?
— Sí, señor... y además no he comido hoy.
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AGUAS FUERTES 69
— Entonces, yo le ayudaré... vamos...
¡arriba!
El caballero cogió á Juan por los brazos
y le puso en pie; era un hombre vigoroso.
— Ahora apóyese V. bien en mí y va-
mos á ver si hallamos un coche.
— ¿Pero dónde me lleva V.?
— A ningún sitio malo ¿tiene V. miedo?
— ¡Ah! no: el corazón me dice que es
V. una persona caritativa.
— Vamos andando... á ver si llegamos
pronto á casa para que V. se seque y tome
algo caliente.
—Dios se lo pagará á V. caballero... la
Virgen se lo pagará... Creí que iba á mo-
rirme en ese sitio.
— ^Nada de morirse... no hable V. de eso
ya. Lo que importa ahora es dar pronto
con un simón... Vamos adelante... ¿qué es
eso; tropieza V.?
— Sí, señor; creo que he dado contra la
columna de un farol... ¡Como soy ciego!
— ¿Es V. ciego? — preguntó vivamente
el desconocido.
— Sí, señor.
— ¿Desde cuándo?
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60 ARMANDO PALACIO VALDÉS
— Desde que nací.
Juan sintió estremecerse el brazo de su
protector; y siguieron caminando en silen-
cio. Al cabo éste se detuvo un instante y
le preguntó con voz alterada.
— ¿Cómo se llama V.?
— Juan.
— ¿Juan qué?
— Juan Martínez.
— Su padre de V. Manuel, ¿verdad? mú-
V sico mayor del tercero de artillería ¿no es
cierto?
— Sí, señor.
En el mismo instante el ciego se sintió
apretado fuertemente por unos brazos vi-
gorosos que casi le asfixiaron y escuchó en
en su oído una voz temblorosa que ex-
clamó:
— ¡Dics mío, qué horror y qué felicidad!
Soy un criminal, soy tu hermano San-
/ tiago.
Y los dos hermanos quedaron abraza-
dos y sollozando algunos minutos en me-
dio de la calle. La nieve caía sobre ellos
dulcemente.
Santiago se desprendió bruscamente de
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AGUAS FüEBTÜS 61
los brazos de su hermano y comenzó á gri-
tar salpicando sus palabras con fuertes in-
terjecciones:
— ¡ Un coche , un coche ! ¿no hay un co-
che por ahí?... ¡maldita sea mi suerte! Va-
mos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegare-
mos pronto al puesto... ¿Pero señor, dón-
de se meten los coches...? Ni uno sólo cru-
za por aquí... Allá lejos veo uno... ¡gracias
á Dios!... ¡ Se aleja el maldito!... Aquí está
otro... éste ya es mío. A ver cochero... cin-
co duros si V. nos lleva volando al hotel
número diez de la Castellana...
Y cogiendo á su hermano en brazos co-
mo si fuera un chico lo metió en el coche
y detrás se introdujo él. El cochero arreó
á la bestia y el carruaje se deslizó veloz-
mente y sin ruido sobre la nieve. Mien-
tras caminaban , Santiago teniendo siem-
pre abrazado al pobre ciego, le contó rápi-
damente su vida. No había estado en Cu-
ba, sino en Costa Bica, donde juntó una
respetable fortuna; pero había pasado mu-
chos años en el campo, sin comunicación
apenas con Europa; escribió tres ó cuatro
veces por medio de los barcos que trafica-
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62 ARMANDO PALACIO VALDES
ban con Inglaterra y no obtuvo respuesta.
Y siempre pensando en tornar á España
al año siguiente, dejó de hacer averigua-
ciones proponiéndose darles una agradable
sorpresa.' Después se casó y este aconteci-
miento retardó mucho su vuelta. Pero ha-
cia cuatro meses que estaba en Madrid,
donde supo por el registro parroquial que
su padre había muerto ; de Juan le dieron
noticias vagas y contradictorias: unos le
dijeron que se había muerto también;
otros que reducido á la última miseria,
había ido por el mundo cantando y tocan-
do la guitarra. Fueron inútiles cuantas
gestiones hizo para averiguar su paradero.
Afortunadamente la Providencia se encar-
gó de llevarlo á sus brazos. Santiago reía
unas veces, lloraba otras mostrando siem-
pre el carácter franco, generoso y jovial
de cuando niño.
Paró el coche al fin. Un criado vino á
abrir la portezuela. Llevaron á Juan casi
V en volandas hasta su casa. Al entrar perci-
bió una temperatura tibia, el aroma de
bienestar que esparce la riqueza: los pies
se le hundían en mullida alfombra; por
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AGUAS FUERTES 68
orden de Santiago dos criados le despoja-
ron inmediatamente de sus harapos empa-
pados de agua y le pusieron ropa limpia y
de abrigo. En seguida le sirvieron en el
mismo gabinete, donde ardía un fuego de-
licioso, una taza de caldo confortador y
después algunas viandas, aunque con la
debida cautela, por la flojedad en que de-
bía hallarse su estómago: subieron además
de la bodega el vino más exquisito y añejo.
Santiago no dejaba de moverse, dictando
las órdenes oportunas, acercándose á cada
instante al ciego para preguntarle con an-
siedad: '
— ¿Cómo te encuentras ahora, Juan? —
¿Estas bien? — ¿Quieres otro vino? — ¿Ne-
cesitas más ropa?
Terminada la refacción se quedaron am-
bos algunos momentos al lado de la chi-
menea. Santiago preguntó á un criado si
la señora y los niños estaban ya acosta-
dos y habiéndole respondido afirmativa-
mente, dijo á su hermano rebosando de ale-
gría:
— ¿Tú no tocas el piano?
— Sí.
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64 ARMANDO PALACIO VALD^S
— Pues vamos á dar un susto á mi mu-
jer y á mis hijos. Ven al salón.
Y le condujo hasta sentarle delante del
piano. Después levantó la tapa para que se"
oyera mejor, abrió con cuidado las puertas
y ejecutó todas las maniobras conducentes
á producir una sorpresa en la casa; pero
todo ello con tal esmero, andando sobre
la punta de los pies, hablando en falsete y
haciendo tantas y tan graciosas muecas,
que Juan al notarlo no pudo menos de
reírse exclamando : \ Siempre el mismo
Santiago!
— Ahora toca Juanillo , toca con todas
tus fuerzas.
y El ciego comenzó á ejecutar una marcha
guerrera. El silencioso hotel se estremeció
de pronto, como una caja de música cuan-
do se la da cuerda. Las notas se atrepella-
ban al salir del piano, pero siempre con
ritmo belicoso. Santiago exclamaba de vez
en cuando:
— ¡ Más fuerte , Juanillo , más fuerte I
Y el ciego golpeaba el teclado, cada vez
con mayor brío.
— Ya veo á mi mujer detrás de las cor-
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AGUAS FUERTES 65
tinas... ¡adelante, JuanilUo, adelante!...
Está la pobre en camisa... ji... ji... me ha-
go como que no la veo... se va á creer que
estoy loco... ¡ji ji!... ¡ adelante , Juanillo,
adelante!
Juan obedecía á su hermano, aunque
sin gusto ya, porque deseaba conocer á su
cuñada y besar á sus sobrinos.
-7 Ahora veo á mi hija Manolita, que
también sale en camisa... ¡Calle, también
se ha despertado Paquito!... ¡No te he di-
cho que todos iban á recibir un susto!...
Pero se van á constipar si andan de ese
modo más tiempo... No toques más Juan,
no toques más.
Cesó el estréipíto infernal.
— Vamos, Adela, Manolito, Paquito,
abrigaos i>ri poco y venid á dar un abrazo
á mi hqjfmano Juan. Este es Juan de quien
tant^ os he hablado , á quien acabo de en-
ccmtrar en la calle á punto de morirse
helado entre la nieve... ¡Vamos, vestios
pronto !
La noble familia de Santiago vino in-
mediatamente á abrazar al pobre ciego.
La voz de la esposa era dulce y armoniosa:
5
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66 ARMANDO PALACIO VALDÉS
Juan creía escuchar la de la Virgen: notó
que lloraba cuando su marido relató de
qué modo le había encontrado. Y todavía
quiso añadir más cuidados á los de Santia-
go : mandó traer un calorífero y ella mis-
ma se lo puso debajo de los pies; después
le envolvió las piernas en una manta y le
puso en la cabeza una gorra de terciopelo.
Los niños revoloteaban en torno de la bu-
taca, acariciándole y dejándose acariciar
de su tío. Todos escucharon en silencio y
embargados por la emoción, el breve rela-
to que de sus desgracias les hizo. Santiago
se golpeaba la cabeza : su esposa lloraba:
los chicos atónitos le deedan estrechándole
la mano: ¿No volverás á tó^er hambre ni
á salir á la calle sin paraguas, verdad tu-
to?... yo no quiero, Manolita xyo quiere
tampoco... ni papá , ni mamá.
— ¡A que' no le das tu cama, Paquito!
— dijo Santiago, pasando á la alegría iu-
mediatamente.
— ¡Si no quepe en ella, papá! En la sa-
la hay otra muy grande, muy grande, muy
grande...
— No quiero cama ahora, — -interrum-
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AGUAS FUERTES 67
pió Juan... ¡me encuentro tan bien aquí!
— ¿Te duele el estómago como antes? —
preguntó Manolita abrazándole y besán-
dole.
— No, hija mía, no, ¡bendita seas!... no
me duele nada... soy muy feliz... lo único
que tengo es sueño... se me cierran los ojos
sin poderlo remediar...
— ^Pues por nosotros no dejes d^dormir,
Juan, — dijo Santiago.
— Sí, tuto, duerme, duerme — dijeron
á un tiempo Manolita y Paquito echándo-
le los brazos al cuello y cubriéndole de ca-
ricias...
Y se durmió en efecto. Y despertó en el
cielo.
. Al amanecer del día siguiente, un agen-
te de orden público tropezó con su cadáver ^/
entre la nieve. El médico de la casa de so-
corro certificó que había muerto por la
congelación de la sangre.
— Mira, Jiménez — dijo un guardia de
los que le habían llevado á su compañero.
— ¡ Parece que se está riendo !
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Digitized'by VjOOQIC
LA ACADEMIA
DE JURISPRUDENCIA
a O todos los transeúntes de la calle
de la Montera saben que en el nú-
mero 22 , cuarto bajo , se encuentra
establecida, desde algunos años hace, la
Academia de Jurisprudencia (1). La ma-
yoría de los ciudadanos que van ó vienen
de la Puerta del Sol pasan por delante del
largo portal de la casa sin sospechar que
dentro de ella discútense los más caros in-
tereses de su vida, la religión, la propiedad
y la familia , todo lo que se halla bajo la
( 1 ) 1^ encontraba cuando el autor escribía estos
renglones: posteriormente se ha trasladado á otro
sitio.
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70 ARMANDO PALACIO VALDi^.fl
salvaguardia vigilante del Sr. Perier, direc-
tor propietario de La Defensa de la Socie-
dad. Si tuviesen el humor de entrar , vieran
quizá colgado de la pared en dicho portal
un cuadrito donde en letras gordas se dice:
No hay sesión , ó bien El miércoles conti-
nuará la discusión de la memoria del señor
Martínez sobre el derecho de acrecer: tienen
pedida la palabra en pro los Sres, Pérez,
Fernández y Gutiérrez , y en contra los se-
ñores López , González y Rodríguez, El te-
ma es por cierto asaz importante, y los
nombres de los oradores demasiado cono-
cidos del público para que cualquier ciuda-
dano no entre en apetito de presenciar este
debate. Eestregándome, pues, las manos
y gustando anticipadamente con la imagi-
nación sus ruidosas peripecias , tengo sali-
do muchas veces diciendo: No faltaré, no
faltaré.
Llega la noche señalada, empujo la
mampara de la Academia y penetro en el
salón de sesiones. Una muchedumbre de
trece á quince personas invade el local des-
tinado al público. Los académicos suelen
estar aún en mayor número, llegando al
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AGUAS FUERTES 71
gunas veces á ocupar casi todos los bancos
delanteros. Pérez ha comenzado ya su dis-
curso. El celebrado orador que La Corres-
pondencia de España ha llamado magistral
en más de una ocasión, por más que no
haya logrado prebenda en ninguna basíli-
ca, podrá tener , á juzgar por su fisonomía,
unos nueve años de edad. Es medianamen-
te alto, delgado, de ojos pequeños é in-
quietos , y un poco desgalichado : su rostro
ofrece el sello de meditación y tristeza que
comunica una vida consagrada casi por en-
tero al estudio de los arduos problemas de
la Filosofía. Principia siempre á hablar con
cierto desdén altanero , y su palabra en los
primeros momentos es perezosa y torpe;
parece que está distraído como si le arran-
casen de improviso al mundo de reflexio-
nes sabias y profundas donde habita á la
continua. Mas á medida que el tiempo
trascurre y el asunto penetra en él , toma
calor y su discurso adquiere un brío extra-
ordinario.
El asunto que ahora se discute es de in-
terés palpitante. Se trata de saber si la ley
de Partida que regula el derecho de acrecer
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72 ARMANDO PALACIO VALDÉS
se refiere únicamente á las mandas ó lega-
dos , ó debe aplicUrse también á las heren-
cias. Pérez, demostrando su destreza en
esta clase.de debates, comienza á cimentar
su discurso sobre bases sólidas. Empieza
estudiando detenidamente al hombre en su
doble naturaleza física y moral , internán-
dose con paso firme en el campo de la An-
tropología. Su talento esencialmente ana-
lítico va arrancando á la materia las secre-
tas leyes por que se rige , y más tarde al
espíritu los vagos y complejos impulsos que
le animan. Combate ruda pero severamen-
te la teoría de Darwin sobre el origen de
las especies, y demuestra con gran copia
de datos y razones , que la humanidad no
es el coronamiento del proceso animal , por
más que rechace igualmente la procedencia
de una sola pareja. Con este motivo , exa-
mina las contradicciones entre la Biblia y
la ciencia, y expone clara y sucintamente
el modo de resolverlas. Pasa después al es-
tudio de la pre-historia , y rápidamente
analiza las últimas teorías, declarándose
franco y resuelto partidario de la existen-
cia del hombre en el terreno terciario.
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AGUAS FUERTES 73
«Ninguno más reservado y más cauto
que yo (dice con solemnidad) cuando se
trata de aceptar una teoría peregrina sobre
problemas tan oscuros é inaccesibles , pero
todo el mundo está obligado á rendirse an-
te la evidencia. Mi esclarecido amigo el se-
ñor Fernández ha tenido la fortuna de en-
contrar este verano en una^ gruta de su pro-
vincia , é incrustada entre rocas de granito
de carácter terciario, una taza...
(Fernández , levantándose á medias del
asiento) : — Una vinagrera.
Pérez: — Entendía que era ima taza lo
que había hallado su señoría; pero este
cambio corrobora aún mejor la doctrina
que estoy exponiendo. La fabricación y el
uso de esta clase de artefactos, lo mismo
de las tazas qae de las vinagreras (singu-
larmente de las vinagreras) manifiesta y
declara la existencia del hombre en dicho
terreno , y supone además en él un cierto
grado de cultura nada compatible en ver-
dad con el embrutecimiento á que lo con-
denan las teorías de la escuela materia-
lista ».
El orador da fin á su discurso con una
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74 ARMANDO PALACIO VALDlés
historia tan concienzuda como brillante
del derecho de propiedad.
Por indisposición del Sr. López , que era
el encargado de contestar al discurso del
Sr. Pérez, se levanta á hablar el Sr. Gon-
zález. Es hombre más entrado en días que
su contrincante : representa bien unos doce
años, y tiene fisonomía dulce, apacible y
ruborosa donde se refleja un alma creyente
y sumisa.
«Todos nosotros reconocemos (comien-
za á decir con voz suave de contralto , muy
semejante á la de los niños de coro) , y con
nosotros cuantos siguen el movimiento in-
telectual contemporáneo, todos reconoce-
mos en mi ilustre amigo el Sr. Pérez una
erudición inmensa dichosamente unida á
una inteligencia poderosa y perspicua que
se apodera de las ideas y se enseñorea de
ellas sometiéndolas á un análisis seguro y
minucioso , bien asi como el águila cae de
súbito sobre su presa, la coge entre sus ga-
rras y asciende con ella por los espacios,
arrastrándola á regiones desconocidas don-
de con el ensangrentado pico se entretie-
ne en explorar sus entrañas palpitantes...
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AGUAS FUERTES 76
(¡ Bravo ! ¡ Bravo ! Las miradas del publi-
co se fijan sobre Pérez, que en aquel mo-
mento toma notas) .
»Pero ¡ah, señores! el eminente orador
que me ha precedido en el uso de la pala-
bra, impulsado por su temperamento ana-
lítico , por la sed ardiente de conocimien-
tos que le devora, abandona las consolado-
ras creentjias del cristianismo, en que se
ha educado , y marcha resueltamente por
la senda del libre examen , sin sospechar
los riesgos que corre su noble espíritu ; de
la misma suerte que el niño, persiguiendo
por el campo á la mariposa irisada , no ve
el abismo que se abre á sus jpes y amenaza
sepultarle. . . ( Prolongados aplausos ) .
Continúa el orador describiendo con
rasgos magistrales el carácter de Pérez , y
pasa después á lamentarse con acento pa-
tético de que aquél no crea en la proceden- '
cia del género humano de una sola pareja.
Con este motivo, hace una pintura acaba-
da y elocuente del paraíso terrenal , y des-
cribe á nuestros primeros padres en el es-
tado de inocencia, entreteniéndose sobre
todo á dibujar con amor y cuidado la figu-
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76 ARMANDO PALACIO VALDÉS
ra esbelta, graciosa, candida é incitante á
la vez de la madre Eva , de tal modo , que
provoca en la juventud que le escucha en-
tusiásticos y fervorosos aplausos.
Traza después á grandes pinceladas la
historia de los primeros tiempos de la hu-
manidad , y afirma que la verdadera civili-
zación tiene su origen en el cristianismo.
(El Sr, Gutiérrez pide la palabra con voz
irritada y estentórea. Grande ansiedad en
la media docena de circunstantes que han
quedado en el público).
Terminado el discurso , rectifica breve-
mente Pérez , y acto continuo el presiden- .
te concede la palabra á Gutiérrez, que con
el rostro encendido , las ;nanos trémulas y
los ojos inyectados, comienza á gritar más
que á decir su oración.
« Señores académicos — exclama : — No
es el cristianismo, no, como acabáis de
oir, el que ha engendrado nuestra civiliza-
ción. Todo lo contrario. El cristianismo ha
sido, es y será mientras exista, la remora
constante del progreso de los pueblos. Hace
mil ochocientos y tantos años que un judío
exaltado...
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AGUAS FUERTES 77
(El presidente , haciendo sonar la cam-
panilla) : — ^La Mesa suplica alSr. Gutié-
rrez que procure no herir el sentimiento re-
ligioso de la asamblea.
« Señor presidente , ha llegado la hora de
las grandes verdades. Vosotros venís de los
templos , de los salones , de las universida-
des... Yo vengo de la calle... Y vosotros no
sabéis lo que pasa en la calle... Yo lo sé...
Por eso os digo que viváis alerta. La pa-
ciencia, una paciencia que ha durado mu-
chos siglos, está ya á punto de agotarse.
Nos hemos contado y os^hemos contado
también. Mañana, cuaíido más descuida-
dos estéis, tal vez vengamos á arrojaros de
aquí. Los hombres de la calle, como un to-
rrente que se desata , como una inmensa y
terrible avenida...
El presidente : — La Mesa no puede per-
mitir que el Sr. Gutiérrez siga hablando de
ese modo.
(Algunas voces: Muy bien, muy bien.
Otras : Que siga, que siga).
«Señor presidente, creo estar en mi per-
fecto derecho al hablar de la avenida que
se precipita...
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78 ARMANDO PALACIO VAL DES
El presidente : — Su señoría no puede ha-
blar de la avenida...
(Muy bien, muy bien. Una voz: Fuera
el presidente. Terrible confusión en el pú-
blico. Cuatro espectadores baten palmas á
la presidencia. Dos gritan: Que siga, que
siga. Los académicos se hablan al oido,
aconsejando moderación é imparcialidad).
Gutiérrez , con amargura : — Señor presi-
dente , veo con claridad que aquí , como en
la calle , no se respeta la justicia. Eenuncio
al uso de la palabra... Antes de sentarme,
sin embargo, os diré que, aunque vosotros
no la veáis, la avenida sube, sube, y con-
cluirá por ahogaros.
(Indescriptible confusión. Dos espectado-
res apostrofan duramente al orador, Algu-
nos académicos tratan de imponerles silen-
cio. El presidente rompe la campanilla, Gu-
tiérrez pasea miradas insolentes y sarcásti-
cas por el coiicurso).
El presidente , logrando hacerse oir: — Su
señoría puede hacer lo que guste, pero cons-
te que la Mesa no le retira ] a palabra. El miér-
coles próximo continuará la discusión sobre
el derecho de acrecer. Se levanta la sesión.
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II
La vida pública de la Academia de Ju-
risprudencia no se resume en los debates
como el que acabamos de presenciar. Hay
en su organización ó vida interna ciertos
mecanismos que tocan , ó por mejor decir,
entran de lleno en los dominios del dere-
cho politico y aun en el natural, ó sea el
que la naturaleza enseñó lo mismo á los
hombres que á los animales : quod natura
omnia animalia docuit. Me refiero á las
elecciones.
Cuando entramos en el salón de sesiones
y vemos al lado del presidente á un joven
decentemente vestido que en ciertas oca-
siones lee con voz trémula y conmovida el
resumen de los gastos y los ingresos , ape-
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80 ARMANDO PALACIO VALDÉS .
ñas fijamos nuestra atención en él. ¡ Y no
obstante, ese joven es el Secretario! ¡El
Secretario! ¡Cuan poco nos figuramos lo
que significa esta palabra!
Asistid como yo he asistido á una elec-
ción de Secretario en la Academia de Ju-
risprudencia , y mediréis su extensión. Al
solo anuncio de las elecciones , conmuévese
hondamente aquel respetable cuerpo jurí-
dico, preparándose á una terrible y dolo-
rosa crisis. La chispa de la ambición co-
munica instantáneamente el fuego á todos
los corazones, y como sucede siempre en
las grandes perturbaciones sociales, los
sórdidos intereses , las pasiones bastardas,
los rencores , las miserias , todo el fango del
espíritu , en una palabra , asciende á la su-
perficie y enturbia por un instante la pu-
reza de la docta Corporación. Mas en me-
dio de este revuelto mar de apetitos y tor-
pes deseos suelen flotar también , digámos-
lo en honor de los jóvenes jurisconsultos
españoles, nobles y legítimas ambiciones y
rasgos de conmovedora modestia.
He conocido un joven á quien una Co-
misión salida del seno de la Academia pasó
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AGUAS FUERTES 81
á ofrecer en su misma casa el puesto de Se-
cretario con el objeto de apagar una quere-
lla suscitada entre dos enconados é igual-
mente poderosos adversarios. Aquel joven
esclarecido, dando á la historia el mismo
ejemplo de modestia y generosidad que el
rey Wamba, se negó terminantemente á
aceptar los honores que le ofrecían.
Este ejemplo, por desgracia, no ha te-
nido imitadores. Las dulzuras del poder
excitan demasiadamente el paladar de los
. jóvenes académicos para que nadie piensa
en rechazarlas. Antes al contrario , se em-
plean para conseguirlas todos los medios
que la inteligencia despierta de los socios,
encendida por el deseo, les sugiere. ¡Qué
de intrigas espantables y tenebrosas ! ¡Qué
de crueles asechanzas! ¡Cuántas palabras
pérfidas! ¡Cuántas sonrisas traidoras! El
espíritu se estremece y los cabellos se eri-
zan al acercarse á este hervidero de las pa-
siones humanas.
Ni tampoco fsjtan los arranques bruta-
les de la fuerza, ó sean las coacciones es-
candalosas , como se dice en términos téc-
nicos. A este propósito se citan en la Aca-
6
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82 ARMANDO PALACIO VALDÍS
demia algunos hechos que , por su grave-
dad y por las tristísimas circunstancias de
que se hallan rodeados , conturban y aba-
ten el ánimo. Se dice, por ejemplo, que en
cierta ocasión el bibliotecario , Sr. Torres
Campos , obstruyó con su persona uno de
los pasillos del local para que sus contra-
rios no pudiesen ir á depositar el voto en
la urna. Yo nunca he creído semejante
especie. Conozco muy bien al distinguido
bibliotecario , y aunque le considero con
facultades para obstruir cualquier pasillo,
no creo que jamás haya puesto sus felices
condiciones físicas al servicio de una tan
flagrante injusticia. De todas suertes, es
bueno, sin embargo, dejar apuntado que
he visto á algunos académicos calificar su
legítima influencia en la Corporación de
«funesta é insufrible tiranía».
Hay , no obstante , jóvenes privilegiados,
favorecidos por la Providencia con dotes
excepcionales que alcanzan los más altos
puestos sin lucha , sin esfuerzo y sin peli-
gro. Desde el instante en que uno de estos
jóvenes pisa los umbrales de la Academia,
sus compañeros, como si viesen en él un
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AGUAS FUERTES
ser superior enviado del cielo, se apresu-
ran á allanarle los obstáculos y á sembrar
de flores su camino. Cesan las envidiosas
maquinaciones, se apagan los rencores,
cálmanse momentáneamente las encrespa-
das olas, y el joven providencial marcha
triunfante , bañado por el sol de la gloria,
libre y desembarazado , á la codiciada si-
lla de Secretario, donde se sienta, como
los emperadores bárbaros, por derecho
propio. Tal ha sido la historia de mi dis-
tinguido amigo el Sr. Macaya y de algunos
otros, aunque muy escasos, jóvenes.
A más del cargo supremo de Secretario
( pues el de Presidente se ha convenido en
cederlo á la poHtica), hay otros puestos
que excitan también la concupiscencia de
los socios, que son los de presidentes y vi-
cepresidentes de las secciones. La elección
de éstos , auuque no ofrece la honda per-
turbación que la de Secretario , no por eso
deja de ser interesante y sembrada de peri-
pecias. Algunos meses antes del día seña-
lado para la elección empiezan á echarse á
volar algunos nombres sobre los cuales se
levani?a viva é incesante discusión. Examí-
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v^
84 ARMANDO PALACIO VALDÍS
nanse los antecedentes del candidato , es-
túdianse detenidamente las fases de su ta-
lento , aquilátanse sus méritos , y última-
mente recae en él la sentencia que le eleva
ó le confunde , expresada siempre en estos
sacramentales términos: «Tiene talla» ó
«No tiene talla». Hay cabildeos iiffiiiitos,
combinaciones, arreglos amistosos, brus-
cos desabrimientos , transacciones , se im-
primen varias candidaturas ( lo cual suele
costar dinero á las familias ) , se traen á la
palestra tarjetas del Presidente del Conse-
jo de ministros y del Cardenal Arzobispo
de Toledo , intervienen algunas damas de
la nobleza y se dan algunas bofetadas.
En cierta ocasión he asistido con un
amigo á estas reñidas elecciones. Mi amigo
no se presentaba candidato , mas sin saber
por qué ni cómo , quizá para dar en la ca-
beza á algún ambicioso , lo cierto es que al
efectuarse el escrutinio, mi amigo salió
nombrado presidente de la sección de de-
recho canónico. Su alegría y sorpresa fue-
ron tan grandes , que estuvo á punto de
caer desmayado en mis brazos. Sahmos del
local, y en la calle me abrazó repetidas ve-
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AGUAS FUERTES 85
ees, me habló de su porvenir y me comu-
nicó en secreto que ahora pensaba dirigir
sus tiros al puesto de Secretario , se enter-
neció refiriéndome su primera y única aven-
tura amorosa, y concluyó por cantar á me-
dia voz la Marsellesa (habla sido elegido
por el elemento liberal de la corporación).
Al tirar de la campanilla de su casa , y al
preguntar la criada ¿quién es? exclamó fue-
ra de sí: «¡Abre, muchacha, que tienes á
tu amo Presidente de la Academia de Ju-
risprudencia!»
¡ Noble y gloriosa emulación la que se
establece en esta ilustre sociedad! ¡Qué
importa que esta emulación vaya mancha-
da en algunos casos por el fango de las ma-
las pasiones! Las malas pasiones son un
poderoso auxiliar en la carrera que la ju-
ventud de la Academia ha emprendido , ó
como decía cierto subsecretario amigo mío,
«en la política es necesario tener algunas
onzas de mala sangre. » Consuela y ensan-
cha el ánimo un espectáculo semejante. Los
verjeles de la política española tienen un vi-
vero en la Academia de Jurisprudencia. De
allí se trasplantan los caballeros de Isabel
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86 ARMANDO PALAÓIO VALDÉS
la Católica y los jefes superiores de admi-
nistración encargados de la gestión de nues-
tros intereses. Actualmente existen ¡loado
sea Dios ! dentro de la respetable Corpora-
ción que hemos tratado de describir á gran-
des rasgos, tres Venancios González en
agraz , cinco Camachos y un Posada He-
rrera. Pueden dormir tranquilos , pues,
nuestros labradores, industriales y comer-
ciantes. Si alguna vez se les ocurre entrar
en el número 22 de la calle de la Montera,
cuarto bajo, contemplarán con lágrimas de
enternecimiento un enjambre de inocentes
y juguetones cachorrillos adiestrándose pa-
ra meterlos mañana ú otro dia en la cárcel
cuando voten á un candidato de oposición,
impedir que se reúnan con sus amigos, y
subirles discretamente las contribuciones.
dby Google
EL HOMBRE
DE LOS patíbulos
EACB cosa de tres ó cuatro años tuve
la infame curiosidad de ir al Cam-
po de Guardias á presenciar la eje-
cución de dos reos. El afán de verlo todo
y vivirlo todo, como dicen los krausistas,
me arrastró hacia aquel sitio, venciendo
una repugnancia que parecia invencible, y
los serios escrúpulos de la conciencia. Por
aquel tiempo pensaba dedicarme á la no-
vela realista.
Eran las siete de la mañana. La Puerta
del Sol y la calle de la Montera estaban
cuajadas de gente. Había llovido por la no-
che , y el cielo , plomizo , tocaba casi en la
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88 ARMANDO PALACIO VALDÉS
veleta del Principal. La atmósfera, impreg-
nada de vapor acuoso, y el suelo cubierto
de lodo. La muchedumbre levantaba ince-
sante y áspero rumor , sobre el cual se al-
zaban los gritos de los pregoneros anun-
ciando «la salve que cantan los presos á
los reos que están en capilla», y «el extra-
ordinario de La Correspondencia. » Una fila
de carruajes marchaba lentamente hacia la
Bed de San Luis. Los cocheros, arrebuja-
dos en sus capotes raídos , se balanceaban
perezosamente sobre los pescantes. Otra
fila de ómnibus , con las portezuelas abier-
tas, convidaba á los curiosos á subir. Los
cocheros nos animaban con voces descom-
pasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su
carruaje:
— ¡Eh, eh! ¡al patíbulo! ¡dos reales al
patíbulo !
Me sentía aturdido, y empecé á subir
por la calle de la Montera, empujado por
la ola de la multitud. Los pies chapotea-
ban asquerosamente en el fango. ¡Cosa
rara ! en vez de pensar en la lúgubre esce-
na que me aguardaba, iba tenazmente pre-
ocupado por el lodo. Había oído decir á un
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AGUAS FUERTES 89
magistrado , no hacía mucho tiempo , que
el barro de Madrid quemaba y destruía la
ropa como un corrosivo , lo cual tenía su
explicación en la piedra del pavimento,
por regla general caliza. « ¡ Buenos me voy
á poner los pantalones ! » iba diciendo para
mis adentros , con acento doloroso.
La muchedumbre ascendía con lento
paso. El que bajase á la Puerta del Sol en
aquel instante y fuese examinando los ros-
tros de los que subíamos, si no tuviera
otros datos, no sospecharía ciertamente á
qué lugar siniestro nos dirigíamos. Las fiso-
nomías no expresaban ni dolor, ni zozobra,
ni preocupación siquiera. Marchábamos to-
dos con la indiferencia estúpida de un pue-
blo trashumante que va á establecerse á
otra comarca. Los que llevaban compañía,
charlaban; los que iban solos, echaban
pestes de vez en cuando, entre dientes,
contra el barro. Sólo el cielo mostraba un
semblante sombrío y melancóhco, adecua-
do á las circunstancias.
Recorrimos la calle de Hortaleza , y al
llegar cerca del Saladero hallamos un gran
montón de gente que invadía los alrededo-
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90 ARMANDO PALACIO VALDEB
res y que nos detuvo. La muchedumbre
hormigueaba delante del sucio y repugnan-
te edificio en espera de algo ; ¡ un algo bien
espantoso por cierto! Yo fui á engrosar
aquel gran montón, como una gota de
agua que cae en el mar. Allí los rostros ya
expresaban algo : la impaciencia. Me pare-
ce excusado decir que era plebe la inmensa
mayoría de los circunstantes, porque la
plebe es la que particularmente se siente
atraída hacia los espectáculos cruentos. No
obstante, hay también gente de levita y
sombrero de copa que se deleita con las
emociones, terribles; pero en aquella oca-
sión era una minoría muy exigua, ün co-
che de plaza sin número esperaba á la puer-
ta : el cochero tenía la cara cubierta con un
pañuelo. Crecido número de guardias de
orden público se hallaba distribuido en el
concurso, y un piquete de soldados, con
los fusiles en «su lugar descanso», ceñía la
fachada del siniestro caserón , contemplan-
do con ojos distraídos el hervor de aquel
mar de cabezas humanas. Algunas aristó-
cratas del comercio pregonaban á gañote^
tendido «agua y azucarillos, bellotas como
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AGUAS FUERTES 91
castañas, chufas, cacahuetes», y algunos
otros artículos de entretenimiento, para
los estómagos desocupados. Los balcones
de las casas circunvecinas estaban pobla-
dos de gente , y no era raro ver en ellos el
rostro fresco y sonriente de alguna linda
muchacha que acababa de dejar el lecho, y
que con sus menudos dedos blancos y ro-
sados se restregaba los ojos.
Era tan horrible lo que iba á suceder , y
tan lúgubres los preparativos del suceso,
que, más por huir la tristeza que por amor
al bello sexo, aunque no dejo de profesarlo,
me coloqué debajo de uno de los balcones
y me puse á mirar á cierta rubia, que no
pagó verdaderamente mi atención — dicho
sea en honor suyo. ¡Por qué había de mi-
rarme , cuando ni siquiera me iban a dar
garrote! Sus ojos estaban clavados con an-
siosa curiosidad en la puerta del Saladero.
Me acordé entonces de las damas del im-
perio romano , que daban la señal de muer-
te á los gladiadores, é hice una porción
de reflexiones histórico-filosóficas , de las
cuales hago gracia á los lectores.
Cuando más embebido me hallaba en
dby Google
92 ASMANDO PALACIO YALDÉS
ellas, escuché una voz cerca que pregun-
taba:
— Caballero, ¿sabe V. qué hora es?
Volvíme , sin saber á quién sé dirigía la
pregunta, y me hallé enfrente de un hom-
bre no muy alto, de barba y pelo cenicien-
tos, de facciones afiladas, que me miraba
con unos ojos pequeños y hundidos , y de
color indefinible, esperando, á no dudarlo,
mi respuesta. Como el reloj era de niquel,
eché mano de él, sin temor de mostrarlo,
y le dije :
— Las siete y veinte minutos.
— Todavía esperaremos más de un cuar-
to de hora — repuso el hombre reflejando
disgusto en su fisonomía. Yo me encogí
de hombros con indiferencia, y alcé los
ojos al cielo, quiero decir, á la rubia.
— ¡Oh, conozco bien á esos señores! —
prosiguió. — ¡No me darán chasco, no!...
Dicen que á las siete y media saldrá el pri-
mero pa el campo... Pues ya verá V. cómo
han de ser las ocho menos cuarto bien
largas...
Me volví con alguna mayor curiosidad á
mirar á aquel hombre, y confieso que me
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AGUAS FUERTES 93
causó repugnancia. Sin ser un monstruo
por lo feo, éralo bastante, y sobre todo,
formaba contraste notable con la rubia que
se cernía sobre mi cabeza. Estaba pobre-
mente vestido, de capa y gorra, como los
artesanos de Madrid , y debía de hallarse
entre los cincuenta ó sesenta años de edad.
Pude observarle bien , porque no me mi-
raba: sus ojos exploraban con avidez los
contornos de la prisión.
— ¡ Puercos , tunantes ! — exclamó con
irritación y sin mirarme , como si hablase
consigo mismo. — ¡Mire V. que estar un
hombre ayer toda la tarde , espera que te
espera , para salir al fin con que no era.po-
sible verlos ! Que el Gobernador no quería
que se les molestase... ¿Y qué tiene ya que
mandar el Gobernador sobre ellos?... Un
hombre , cuando le van á dar mulé , hace
lo que le da la gana, menos escaparse...
Además, que no se les molesta... al con-
trario... lo que les hace falta es un poco de
distraición y beber unas copas con tran-
quilidad... ¿Han de estar todo el día ro-
deaos de paño negro?... Con media hora _pa
confesarse y otra mediaba decir el «yo pe-
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94 ASMANDO PALACIO VALDÉS
cador» , y recibir, y arrepentirse , queda un
hombre al sol.
Como, después de todo, hablaba con-
migo , por más que no me mirase , quise de-
mostrarle que le escuchaba, y le pregunté:
— ¿Cuál de los dos sale primero?
— El viejo, el viejo — repuso en tono
firme. — Cuando el otro llegue allá, ya le
habrán despachado á él. Hasta ahora es el
que ha tenido más pecho... / Paece mentira,
no es verdad? El chico me han dicho que
está medio acabao, ¡Vaya un papanatas!
¡ Como si por cantar la gallina le dejasen
de apretar el gañote! Lo que debe tener
un hombre ante todo es dirnidadj mucha
dirnidad, y morir como Dios manda, sin
dar que decir á la gente.
— Pero ya ve V. que eso no se puede re-
mediar; unos son valientes y otros cobar-
des , repliqué en tono de mal humor.
— Estamos en eso, caballero... Pero un
hombre siempre es un hombre...
— Verdad.
— Y los hombres se portan como hom-
bres.
— También verdad.
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AGUAS FUERTES 95
— Y cuando no hay netas remedio, hay
que aguantar la mecha, tener paciencia y
barajar, y decir: «Pues, señor, otros han
ido antes que yo, y otros vendrán también.»
Mire usted, caballero; yo he visto á una
mujer... ya ve usted que una mujer no es
lo mismo que un hombre...
— Cierto.
— La he visto morir, mejor que si fuese
un hombre... Usted también la habrá
visto... hablo de la Vicenta...
— ¿Qué Vicenta?
— La Vicenta Sobrino.
— No, no la he visto.
— Es verdad que es V. joven — repuso,
mirándome de arriba abajo; — pero bien
pudieron haberle traído aunque fuese chi-
co... Aquí se aprende mucho...
— No vivía en Madrid.
— ¡Ay, caballero! pues en los pueblos
estas cosas se ven pocas veces... No es lo
mismo que aquí , donde casi todos los años
tenemos un espetáculo , cuando no son dos
ó tres. Aquí se aprende á tener corazón f
á ver lo que es el mundo... Pues, como le
decía , la Vicenta era mujer que valía lo que
y Google
96 ' AEMANDO PALACIO VALDÉS
pesaba... ¡tenía más agallas que un tibu-
rón!... La verdad es que daba gusto verla
tan serena; porque, al fin, siempre es una
fatiga ver á una persona humana dando
diente con diente y poniendo los ojos de
carnero degollao.,. Yo he visto de todo...
Mire V. ; á la Bernaola la han tenido que
subir á púnaos.,, y á muchos hombres tam-
bién , no vaya V. á creerse. He visitado yo
á algunos en la capilla, que paecía que se
tragaban á medio Madrid ; mucha copa de
vino, mucha chachara y mucho jaleo, y
cuando llegó la hora de ser hombres, hin-
charon el hocico haciendo pucheritos como
los niños de escuela.
Mi interlocutor hablaba siempre con los
ojos clavados en la puerta del Saladero.
No muy lejos de ella se promovió una re-
yerta entre los curiosos y los agentes de
orden público , que hizo retroceder y on-
dular á la muchedumbre. Nosotros senti-
mos, aunque no muy fuerte, el efecto de
esta agitación. El hombre de la capa ex-
clamó :
— ¡ No puedo resistir á estos del orden!...
¡ Mire V. qué modo de tratar al pueblo ! No
dby Google -
AGUAS FUERTES 97
paece más que ellos son los que nos dan
permiso pa ver el espetáculo !
— Se me figura, dije yo, que va á salir
el reo.
— ¡Ca ! No , señor , no tenga V. cuidado;
hasta las ocho menos cuarto en punto no
hay quien los menee. Echan un cuarto de
hora^pa llegar al campo ; pero ¡ buen cuarto
de hora te dé Dios ! El campo no está aquí
á la vuelta; y como van á paso de carreta...
¿Qué hora es, caballero? Hágame el favor
de mirar el relé,
— Las ocho menos veinticinco.
Una mujer dijo á nuestra espalda en voz
alta:
— Manuela , ¿ no sabes que los indultan?
Acaba de llegar un soldado con el perdón
del Eey.
Mi interlocutor se volvió instantánea-
mente, como si le hubiesen pinchado.
— ¡Qué perdón ni qué ocho cuartos!
¡ Qué sabe V. lo que se dice !
— Pus lo mismito que V. ¡El diablo del
hombre 1
El hombre de la capa dejó escapar una
exclamación de desprecio mirando á la
7
dby Google
98 ABHAMDO I^ALACIO VALD^S
mnjerznela de arriba abajo y dirigiéndose
después á mi, me dijo en tono confidencial:
— Estas babiecas, en cuanto que ven á
un soldado con un pliego en la bayoneta,
ya se sueltan á decir que es el indulto. El
indulto no se da casi nunca á última hora,
porque tiene que llevar mucha requisito-
ria... Usted bien lo sabrá... Ayer ha estado
el padre del chico á echarse á los pies del
Eey, pero no ha conseguido nada. ¡Qué
había de conseguir! De perdonarle á él,
tenían que perdonar al otro también... y
eso no podía ser... Así que ya deben con-
tarse entre los difuntos... El Eey no lo hace
casi nunca de por sí y sin consultar á los
menistros... Eso lo sé yo bien, caballero,
lo sé yo bien.
— Pues yo me alegraría mucho de que
los perdonasen — dije con cierto tonillo
irritado para protestar del afán de cadalso
que adivinaba en aquel hombre.
— Eso es otra cosa — repuso un poco
cortado. — Usted puede alegrárselo que le
dé la gana; pero lo que le digo es que no
vendrá el indulto... Ellos siempre tienen
esperanza, ya lo sé; están con el corbatín
dby Google
AGUAS FUSBTES 99
enroscado al cuello y todavía esperan los
pobrecitos que vengan á sacarlos del ba-
rranco. Alguno he visto que se tragó la
pildora enterita desde muchos días antes; v
pero es una esceción... Aquél era un hom-
bre con un corazón más grande que el pa-
lacio de Buenavista. Como aquél no ha
habido otro ni lo habrá : se fué al palo con
la misma cachaza que se iba antes á la ta-
berna ¡ Qué camelo dio al señor ,Gk)berna- v>
dor y á los marranillos que andaban cerca
de él ! Todos se pinraban por meterle miedo
y verle compungido. El Gobernador estuvo
más de media hora hablándole del infierno
y de las penas de los condenados; tizona-
zos por aquí , requemones por allá... ¡ Como
si hablase á la parea! El se reía, y de vez
en cuando pedía una copa de aguardiente.
A todos los de la cárcel los traía azorados
poniéndoles motes; á uno le llamaba ma-
monciUo; á otro que tenía un ojo torcido,
virulento; al capellán de la cárcel , hopalan-
das,,. ¡Ni por un Cristo se quedaba nadie ;^
solo con él, y eso que le tenían con grillos! .. . '
A mí me quería mucho, como amigo ver-
dadero. Yo era entonces im muchacho.
/
dby Google
100 ASMANDO PALACIO VALDÉS
Había ido acompañando á su mujer al Pa-
lacio , y la vi echarse á los pies de la Eeina.
¡ Si viera usted que modo de llorar , caba-
llero! La reina estuvo muy llana y muy
buena ; la levantó del suelo y la dijo que
haría lo que pudiera , que se enteraría bien
y hablaría con sus menisiros; la dijo tam-
bién que se fuera tr&nquila á su casa, que
la pasaría un aviso. Todo el día estuvimos
esperándolo y no pareció... La Eeina no
tenía la culpa, bien lo hemos sabido; era
un menistro tunante el que estaba empe-
ñado en apretar el cuello á aquel valiente...
Por la mañanita temprano me mandó á
llamar desde la capilla pa despedirse de
mí... Pero... ¡calla, calla! Ahora salen.:.
Si , sí , ahora salen... Mire V. cómo el coche
se aprosima... Vamos á acercarnos un poco
pa ver salir el reo. ¡Ya empiezan esos mal-
ditos á echar á rempujones la gente ! Mire
usted, mire V. ; ya asoma la comitiva.
En efecto, los guardias de orden público
hacían esfuerzos para despejar las avenidas
de la cárcel. En la muchedumbre se en-
gendró un movimiento tumultuoso de vai-
vén. Eumor áspero y confuso salió de su
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AGUAS FÜEBTES lOX
seno, esparciéndose por el aire. El piquete
de soldados, que descansaba al pie del
muro , obedeciendo á la voz de su jefe , fué
á colocarse junto á la puerta , y por ella
comenzó á salir alguna gente con semblan-
te triste y asustado : eran dependientes de
la prisión , hermanos de la Paz y Caridad
y los pocos curiosos que habían tenido in-
fluencia para entrar. Por último , apareció
el reo. Venia acompañado de un sacerdote
y rodeado de guardias. Seguía á la comiti-
va bastante gente. Gastaba el reo barba
cerrada, negra y espesa; la hopa que le
cubría y el birrete qué llevaba en la cabe-
za, el cual le venía un poco holgado , pres-
tábanle un aspecto lúgubre, espantoso.
Esforzábase, sin duda , en aparecer sereno,
pero en su rostro demudado reflejábase,
tal expresión de dolor y angustia, que con-
movía hasta lo más hondo del corazón. El
hombre de la capa , que no se había sepa-
rado de mí, dijo en tono satisfecho :
— Vamos... está pálido, pero bastante
sereno... No se puede pedir más aun hom-
bre... porque, ya ve V., caballero, ¿á
quién le gusta que le aprieten el gañote?...
dby Google
y
102 ARMANDO PALACIO TALDÉS
El reo y el cura entraron en el carruaje.
En la muchedumbre reinó por breves ins-
tantes silencio sepulcral; mas asi que se
cerró la portezuela, levantóse nuevamente
un insufrible clamoreo. El coche arrancó
y emprendió la marcha lentamente; el pi-
quete formó la escolta; los guardias pro-
curaban hacer calle, dejando acercarse al
carruaje solamente á los cofrades de la Paz
y Caridad. El hombre de la capa me obligó
á colocarme, como él, en las primeras filas
de curiosos y caminar no muy lejos del reo.
El cielo seguía envuelto en un sudario
ceniciento, y el piso no mejoraba en aque-
llos sitios. A la verdad, no comprendo por
qué razón me dejaba arrrastrar por aquel
hombre. Me sentía cada vez más aturdido,
como si estuviese soñando. Iba sufriendo
cruelmente, y no me pasaba siquiera por
la imaginación la idea de que podía evitar
aquel sufrimiento con sólo volverme atrás.
— iPues ya verá V., caballero lo que su-
cedió — dijo el hombre, siguiendo su his-
toria mientras caminábamos hacia el ca-
dalso. — Me mandó á llamar muy tempra-
nito, y yo me planté en la cárcel por el
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AQÜAS FUERTES 108
aire. Antes de entrar á verle, me obligaron
á quitarme la ropa. Los grandísimos puer-
cos tenían miedo que le trajese algún ve-
*neno. Querían á toda costa verle en el pa-
lo. Para registrarme me pusieron en cue-
ros vivos y me trataron como á un perro...
¡Mala centella los mate á todos 1... Pero,
después de muchos arrodeos , no tuvieron
más remedio que dejarme entrar... «¡Hola!
¿Estás ahí, Miguelillo? — me dijo en cuan-
to me vio. — Acércate y agarra una silla.
Tenía ganas de verte antes de tomar el
tolepa el otro barrio». Estaba fumando un
cigarro de los de la Habana y tenía algu-
nas copas delante. Había tres ó cuatro
personas con él, entre ellas el cura. «Acér-
cate, hombre, y bebe una copa á tu salud,
porque á la mía es como si no la bebieses.
Aquí todos han trincado esta mañana, me-
nos elpater, que se empeña en no probar
la gracia de Dios». Bebí la copa que me
echó, y hablamos un ratito de nuestras
cosas. Yo no me cansaba de mirarle. Esta-
ba tan sereno como V. y yo, caballero.
Paecía que era á otro á quien iban á dar
mulé. «¿Verdad que no estoy apurao, Mi-
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104 ARMANDO PALACIO VALDÉS
guelillo?... Eso hubieran querido los mor
mones de la cárcel, pero no les he dao por
el gusto... ¡Anda, que se lo dó la perra de
su madre!... Aqui el pater también me
predica, pero es muy hombre de bien, y
por ser muy hombre de bien le he servido
en todo lo que hasta ahora ha mandaoi». Y
era verdad » porque había confesao y comul-
gao sólo por el aprecio que le tenia. Cuan-
do estábamos hablando entró un hombre
pequeño, trabao y con las patas torcidas,
y acercándose á la mesa le preguntó: «Oye,
Francisco, ¿me conoces?» El entonces le-
vantó la vista, y contestó, bajándola otra
vez: «Sí, eres el buchU. Es verdad, has
acertao. ¿Tienes ánimo? — ¿No lo estás
viendo? — Ya veo, ya, que no se te encoge
el ombligo... Vengo á pedirte perdón. —
Anda con Dios, que tú no tienes la culpa
de nada. Tú eres un pobre, que ganas el
pan con tu trabajo. — Hasta luego. — Hasta
luego». Después que salió el verdugo me
vinieron á avisar pa que me fuese. Enton-
ces él se levantó y me abrazó como pudo
(porque llevaba esposas) diciéndome: «Va-
mos, muchacho, no te fatigues tanto...
dby Google
AGUAS FUERTES 105
Este es un mal trago... Vaya por los mu-
chos buenos que tengo entre pecho y es-
palda». Después me echaron de la capilla
y hasta de la cárcel!... ¡Pero, caballero,
apriete V. un poco más el paso, que nos
quedamos atrás!...
Obedecí á mi compañero, como si lo tu-
viese por obligación, y nos colocamos otra
vez en las primeras filas. El carruaje de la
Justicia caminaba á unos veinte pasos de
nosotros. La muchedumbre hormigueaba
en torno del piquete y de los guardias , es-
forzándose pai-a ver al reo. Algunos civiles
de caballería, con el sable desenvainado,
caracoleaban para dejar libre el tránsito,
atrepellando á veces á la gente, que deja-
ba escapar sordas imprecaciones contra la
fuerza pública. Los habitantes de las po-
bres viviendas que guarnecen por aquellos
sitios la carretera, se asomaban á las puer-
tas y ventanas, reflejando en sus rostros
más curiosidad que tristeza, y las coma-
dres del barrio se decían de ventana á ven-
tana algunas frases de compasión para el
reo , y no pocos insultos para los que íba-
mos á verle morir. De vez en cuando, el
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106 ARMANDO PALACIO TALDÉS
rostro lívido de aquél aparecía en la venta-
nilla, y sus ojos negros y hundidos pasea-
ban una mirada angustiosa y feroz por la
multitud; pero inmediatamente se dejaba
caer hacia atrás, escuchando el incesante
'discurso del sacerdote. El cochero, enmas-
carado como un lúgubre fantasma, anima-
ba al caballo con su látigo, conduciéndolo
hacia el suplicio.
La relación de aquel hombre había ex-
citado mi curiosidad. Así que, después de
caminar un rato en silencio, le pregunté:
— ¿Y V. , cuando le echaron de la cár-
cel , se habrá ido á su casa?
— ^No, señor; me quedé cerca de la puer-
ta para verle salir. Al cabo de media hora
de espera, apaeció entre un montón de
gente , lo mismo que este que va en el co-
che... ¡Ay, caballero, si viese V. que otro
hombre era! Ese maldito sayo negro que
les ponen, -y el gorro de la cabeza, le ha-
bían mvdao enteramente. Paecía un alma
del otro mundo. Montó , sin ayuda de na-
die, en el burro que estaba ala puerta...
Entonces no iban en coche, como ahora,
sino montaoé en un burro... Estaba mejor
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AOÜAS FUEBIXS 107
así, ¿no lepaece á V.?... De este modo to-
do el mundo se enteraba y lo veía bien...
Cuando rompieron á andar, me puse lo
más cerca que pude , y él, que iba movien-
do la cabeza á un lado y á otro , me guipó
en seguida y me llamó con la mano. Me
dejaron acercar, y me dijo: «Adiós, Mi-
guelillc ; estos cochinos me llevan á dego-
llar como un carnero; véte^^a casa, queri-
do, que estás muy /aíigrao». Me dio un
apretón de manos y se puso á hablar con
el cura, que le reñía por lo que había di-
cho. Yo me separé, pero no quise mar-
charme. Seguí la comitiva hasta el mismo
campo... hasta aquí, porque ya estamos
en él. Le vi subir al tablao , le vi sentarse
en el banco, le vi besar el cristo que le po-
nían delante, y cuando le echaron el pa-
ñuelo sobre la cara , entonces me puse á
correr y no paré hasta casa...
Habíamos llegado , en efecto , al Campo
de Guardias y veíamos á lo lejos alzarse el
lúgubre armatoste sobre el mar de cabe-
zas humanas que lo circundaba. El clamor
era cada vez más alto ; la agitación se con-
vertía en tumulto, lios gritos penetrantes
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108 ABMANDO PALACIO VALDÉS
de los pregoneros apenas se oían entre
aquel rumor tempestuoso.
Mi compañero había guardado silencio.
Yo , absorto completamente por la escena
terrible que se preparaba, tampoco despe-
gué los labios. Me había impresionado , no
obstante, su cuento, y al fin, por hablar
algo, y en tono distraído, le preguntó:
— Mucho lo habrá V. sentido, ¿no es
verdad?
— ¡Pues no lo había de sentir!... ¿Para
qué he de engañarle á V. caballero? — ^me
contestó mirándome fijamente. — ¡No lo
había de sentir; si era mi padre!...
Quedé estupefacto. Sentí algo semejan-
te al miedo y al asco , y no supe más que
murmurar:
— ¡ Qué horror!
El hombre de la capa, al ver mi sorpre-
sa , sonrió con humildad , como si me ^i-
diese perdón, y continuó:
— Me acuerdo que , cuando llegué á ca-
sa, mi madre me dio una paliza que me
hubo de matar... no sé por qué..* Decía
que para que me acordase bien de aquel
día... I Cómo sino me acordase bien sin ne-
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AGUAS FUEBTES 109
cesidad de los palos!... Yo creo que estaba
un poco guilla,.. La pobrecita no tardó dos
meses tan siquiera en espichar... Desde en-
tonces no hefaltao nunca á estos espetácu-
los. Todos los que han ajusticiado én Ma-
drid de cuarenta años pa acá los he visto
yo... menos tres ó cuatro que no pude ver
porque estaba enfermo... Pero lo que le di-
go á V. , caballero, es que ninguno..., y no
e3 porque fuese mi padre...', ninguno ha
tenido tantos hígados pa morir como él...
La agitación de la muchedumbre conti-
nuaba en aumento. El caracoleo de los ci-
viles y los esfuerzos de los agentes apenas
bastaban á contenerla y á impedir , sobre
todo, que turbase la marcha del carruaje.
El piquete de soldados que lo escoltaba
tenía que estrecharse más de lo que exige
la táctica, para poder caminar. Mi compa-
ñero me dijo con tono triunfal:
• — Oiga V., caballero; estos hombres se
están matando para verlo y no consegui-
rán nada ; pero nosotros lo hemos de gui-
par todito y con mucha comodidad... No
se separe V. de mi... Iremos pegados á los
faldones de los soldados , y llegaremos á
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lio ABMANDO PALACIO VALDÉS
debajo del mismo tablao, sin mayor incon-
veniente,.. Hay que saber arreglárselas...
De algo le han de servir á mío los años que
tiene sobre el cogote... Vamos, no afloje V.
el paso... Apriétese V. contra mí y déjese
llevar... ¡Que se está V. separando, caba-
llero!... Agárrese V. á mi capa... ¿Qué es
eso? ¿Se queda V.?... Hombre, lo siento,
porque no va V. á ver nada... Vaya, adiós,
caballero... adiós...
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LA CONFESIÓN DE UN CRIMEN
HN el vasto salón del Prado aún no
había gente. Era temprano; las cin-
co y media nada más. Á falta de
personas formales los niños tomaban po-
sesión del paseo, utilizándolo para los jue-
gos del aro, de la cuerda, de la pelota, pío
campo, escondite, y otros no menos res-
petables, t^n respetables, por lo menos, y
por de contado más saludables , que los de
el ajedrez , tresillo , ruleta y siete y media
con que los hombres se divierten. Y si no
temiera ofender las instituciones , me atre-
vería á ponerlos en parangón con los del
salón de conferencias del Congreso y de la
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112 ARMANDO PALACIO VALDÉS
Bolsa, seguro de que tampoco habían de
desmerecer.
El sol aún seguía bañando una parte no
insignificante del paseo. Los chiquillos re-
saltaban sobre la arena como un enjambre
de mosquitos en una mesa de mármol. Las
niñeras , guardianas fieles de aquel rebaño,
con sus cofias blancas y rizadas, las tren-
zas del cabello sueltas, las manos colora-
das y las mejillas rebosando una salud, que
yo para mí deseo , se agrupaban á la som-
bra sentadas en algún banco, desahogando
con placer sus respectivos pechos henchi-
dos de secretos domésticos, sin que por
eso perdiesen de vista un momento (dicho
sea en honor suyo) los inquietos y menu-
dos objetos de su vigilancia. Tal vez que
otra se levantaban corriendo para ir á sor
correr á algún mosquito infeliz que se ha-
bía caído boca abajo y que se revolcaba en
la arena con horrísonos chillidos; otras
veces llamaban imperiosamente al que se
desmandaba y le residenciaban ante el con-
sejo de doncellas y amas de cría, amones-
tándole suavemente ó recriminándole con
dureza y administrándole algún leve co-
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AGUAS FUERTES 113
rrectivo en la parte posterior, según el sis-
tema y el temperamento de cada juez.
Esperando la llegada de la gente, me
senté en una silla metálica de las que di-
viden el paseo, y me puse á contemplar
con ojos distraídos el juego de los chi-
cos. Detrás de mi estaban sentadas dos
niñas de once á doce años de edad , cuyos
perfiles — lo único que veía de ellas — eran
de una corrección y pureza encantadoras.
Ambas rubias y ambas vestidas con sin-
gular gracia y elegancia: en Madrid esto
último no tiene nada de extraordinario
porque las mamas , que han renunciado á
ser coquetas para sí, lo continúan siendo
en sus hijas y han convenido en hacerse
una competencia poco favorable á los bol-
sillos de los papas. Me llamó la atención
desde luego la gravedad que las dos mos-
traban y el poco ó ningún efecto que les
causaba la alegría de los demás mucha-
chos. Al principio creí que aquella circuns-
pección procedía de considerarse ya dema-
siado formales para corretear, y me pare-
ció cómica; pero observando mejor, me
convencí de que algo serio pasaba entre
8
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114 ARMANDO PALACIO TALDÉB
ellas , y como no tenía otra cosa que hacer,
cambié de silla disimuladamente y me acer-
qué cuanto pude á fin de averiguarlo.
La una estaba pálida y tenía la vista fija
constantemente en el suelo : la otra la mi-
raba de vez en cuando con inquietud y
tristeza. Cuando me acerqué guardaban si-
lencio, pero no tardó en romperlo la pri-
mera exclamando en voz baja y con acen-
to melancólico :
— ¡Si lo hubiera sabido, no saldría hoy
á paseo !
— ¿Por qué? — repuso la segunda. — De
todos modos algún día os habíais de en-
contrar.
La primera no replicó nada á esta, ob-
servación y callaron un buen rato. Al cabo
la segunda dijo poniéndole una mano so-
bre el hombro :
— ¿Sabes lo que estoy pensando, Asun-
ción?
—¿Qué?
— Que debías decírselo todo. Lola es
buena niña, aunque tenga el genio vivo.
¿No te acuerdas cuando nos pegamos y
nos arañamos porque le quité de ser la ma-
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AGUAS FÜEBTSS 115
má?... Ya ves que le pasó en seguida...
— Sí, pero esto es muy distinto.
— Ya lo sé que es distinto... pero debes
decírselo.
— ¡Ay! No me mandes eso, por Dios,
Luisa.... de seguro no me vuelve á decir
adiós, y se lo cuenta en seguida á sus
papas.
— ¿Y no será peor que se lo cuente otra
persona?... ¡Hay niñas más mal intencio-
nadas!... Elvira lo sabe ya... no sé quién se
lo ha dicho...
Profunda debió ser la impresión que es-
ta noticia causó en el ánimo de Asunción,
porque no volvió á despegar los labios y
siguió escuchando consternada las razones
de su amiga, que las amontonaba de un
modo incoherente , pero con resolución.
El paseo se iba poblando poco á poco.
El sol no se enseñoreaba ya sino de uno
de los ángulos del salón : al retirarse deja-
ba claro y nítido el ambiente , en el cual
resaltaban con admirable pureza el obelis-
co del Dos de Mayo y las agujas del museo
de Artillería y de San Jerónimo. Los pe-
queños retrocedían ante la invasión de los
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116 ÁBMANDO PALACIO VALDÉS
grandes á los pajrajes más apartados, don-
de establecían nuevamente sus juegos. Un
chico rubio, vestido de marinero, con cara
de desvergonzado, se quedó fijo delante de
nuestras niñas contemplándolas con insis-
tencia, y no hallando al parecer conve-
niente la gravedad que mostraban, se pu-
so á hacerlas muecas en son de menospre-
cio. Luisa, al verse interrumpida en su
discurso, se levantó furiosa y le tiró por
los cabellos. El chico se alejó llorando.
Al cabo de un rato , cuando ya me dis-
ponía á dejar la silla para dar algunas
vueltas , oí exclamar á Luisa :
— ¡Calla... calla... me parece que ahí
viene Lola I
Asunción se estremeció y levantó la ca-
beza vivamente.
— Sí, sí, es ella, — continuó Luisa. —
Viene con Pepita y con Concha y Euge-
nia... Es el primer domingo que viene des-
pués de la muerte de su hermano... ¡ No te
pongas así, niña!... No te asustes... verás,
yo lo voy á arreglar todo.
Asunción, en efecto, había empalidecido
y estaba clavada é inmóvil en la silla como
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AGUAS FUEBTES 117
una estatua. Pronto divisé un grupo de
niñas de su misma edad que se aproxima-
ba; en el centro venía una completamente
enlutada, morenita, con grandes ojos ne-
gros y profundos que debía de ser la causan-
te de los temores de Asunción. Luisa se le-
vantó á recibirlas y echó una carrerita pa-
ra cambiar >con ellas buena partida de be-
sos cuyo rumor llegó hasta mis oídos.
Asunción no se movió. Al llegaj:, todas la
saludaron con efusión, no siendo por cier-
to la menos expansiva la enlutada Lolita.
Después de cambiadas las primeras impre-
siones, observé que Luisa hacía señas á
Asunción en ademán de pedirle algo, y
que Asunción lo negaba, también por se-
ñas, pero con energía. Luisa, sin embar-
go , se resolvió á hacer lo que pretendía á
despecho de su amiga , y llegándose á Lo^
la, le dijo:
— Mira, Asunción tiene que decirte una
cosa; ve á sentarte junto á ella.
Lolita se vino hacia la melancólica niña
y le preguntó cariñosamente tocándole la
cara:
— ¿Qué tienes que decirme, Chonchita?
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118 ABMAKDO PALACIO VALDÉS
La pobre Asunción, completamente aba-
tida, no contestó nada; visto lo cual por
su amiga, tomó asiento al lado, y la instó
con mucha viveza para que le contase lo
que la ponía tan triste.
— Mira, Lola, — comenzó con voz tem-
blorosa y casi imperceptible, — después que
te lo diga ya no me querrás.
Lola protestó con una mueca.
— No, no me querrás... Dame un beso
ahora... Después que te lo diga, no me da-
rás ningún otro...
Lolita se manifestó sorprendida, pero le
dio algunos besos sonoros.
— Mañana hace un mes que murió tu
hermano Pepito... Yo sé que has tenido
una convulsión por haber visto la caja... Á
mi no me han dejado ir á tu casa porque
decían que me iba á impresionar, pero to-
da la tarde la pasé llorando... Luisa te lo
puede decir... Lloraba porque Pepito y yo
éramos novios... ¿no lo sabías?
— ¡No!
— Pues lo éramos desde hacía dos me-
ses. Me escribió una carta y me la dio un
día al entrar en tu casa : salió de un cuar-
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AQVkB FUERTES 119
to de repente , me la dio y echó á correr.
Me decía que desde la primera vez que me
había visto le había gustado, que podría-
mos ser novios si yo le quería, y que en
concluyendo la cajrrera de abogado, que
era la que pensaba seguir, nos casaríamos.
Á mí me daba mucha vergüenza contes-
tarle, pero como á Luisa le había escrito
también Paco Núñez declarándose , yo por
encargo de ella le dije un día en el paseo :
«Paco, de parte de Luisa, que sí», y á la
otra vuelta Luisa le dijo á Pepito : «Pepito,
de parte de Asunción, que sí». Y queda-
mos novios. Los domingos cuando bailá-
bamos en tu casa ó en la mía , me sacaba
más veces que á las demás , pero no se atre-
vía á decirme nada... Á pesar de eso, una
vez bailando , como estaba triste y habla-
ba poco , le pregunté si estaba enfadado, y
él me contestó : «Yo no me enfado con na-
die, y mucho menos contigo». Yo me puse
colorada... y él también... Todos los días
por la tarde iba á esperarme á la saUda del
colegio; se estaba paseando por delante
hasta que yo salía y después me seguía has-
ta casa...
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120 ARMANDO PALACIO VALDÉ8
Aquí Asunción cesó de hablar, y Lola,
que la escuchaba con tristeza y curiosidad,
aguardó un rato á que continuase, y vien-
do que no lo hacia , le preguntó :
— Pero, ¿por qué me decías que des-
pués de contármelo no iba á darte más be-
sos y todas aquellas cosas?... Al contrario,
ahora te quiero más... mira como te quiero.
Y Lohta al decir esto le daba apasiona-
dos besos.
— Espera, espera... no me beses... ¿De
qué murió tu hermano? ¿No dijeron los
médicos que había muerto de una mojadu-
ra que había cogido?
— Sí.
— Pues esa mojadura, Lola... la cogió
por causa mía... Sí,, la cogió por causa
mía... Una tarde en que estaba llovien-
do á cántaros, fué á esperarme al cole-
gio... Le vi por los cristales metido en un
portal... en el portal de enfrente... no
traía paraguas. Cuando salimos yo me ta-
pé perfectamente porque la criada había
traído uno para mí y otro para ella... Pe-
pito nos siguió al descubierto... llovía atroz-
mente... y yo en vez de ofrecerle el para-
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AGUAS FUERTES 121
guas y taparme con el de la criada, le dejé
ir mojándose hasta casa... Pero no fué por
gusto mío, Lola... por Dios, no lo creas...
fué que me daba vergüenza...
Al decir estas palabras, le embargó la
emoción, se le anudó la voz en la gargan-
ta y rompió á sollozar fuertemente. Lolita
se la quedó mirando un buen rato, con
ojos coléricos, el semblante pálido y las
cejas fruncidas;- por último se levantó re-
pentinamente y fué á reunirse con sus ami-
gas que estaban algo apartadas formando
un grupo. La vi agitar los brazos en me-
dio de ellas narrando , al parecer , el suce-
so con vehemencia, y observé que algunas
lágrimas se desprendían de sus ojos, sin
que por eso perdiesen la expresión dura y
sombría. Asunción psrmaneció sentada,
con la cabeza baja y ocultando el rostro
entre las manos.
En el grupo de Lolita hubo acalorada
deliberación. Las amigas se esforzaban en
convencerla para que otorgase su perdón á
la culpable. Lolita se negaba á ello con
una mímica (lo único que yo percibía) al-
tiva y violenta. Luisa no cesaba de ir y
dbyGoogíe
ASMANDO PALACIO TALDÉS
venir consolando á su triste amiga y pro-
curando calmar á la otra.
El sqI se había retirado ya del paseo,
aunque anduviese todavía por las ramas de
los árboles y las fachadas de las casas. La
estatua de Apolo que corona la fuente del
centro, recibía su postrera caricia; los le-
janos palacios del paseo de Eecoletos res-
plandecían en aquel instante como si fue-
sen de plata. El salón estaba ya lleno de
gente.
Después de discutir con violencia y de
rechazar enérgicamente las proposiciones
conciliadoras , Lolita se encerró en un si-
lencio sombrío. Al ver esta jnuestra de de-
bilidad, las amigas apretaron el asedio,
enviando cada cual un argumento más ó
menos poderoso; sobre todo Luisa, era
incansable en formar silogismos, que al-
ternaba sin cesar con súplicas ardientes.
Al fin Lolita volvió lentamente la cabe-
za hacia Asunción. La pobre niña seguía
en la misma postura , abatida , ocultando
siempre el rostro con las manos. Al verla,
debió pasar un soplo de enternecimiento
por el corazón de la irritada hermana; des-
y Google
AGUAS FUERTES 123
tacóse del grupo, y viniendo hacia ella, la
echó los brazos al cuello diciendo :
— No llores, Chonchita, no llores.
Pero al pronunciar estas palabras llora-
ba también. La cabecita rubia y la more-
na estuvieron un instante confundidas.
Eodeáronlas las amigas , y ni una sola de-
jó de verter lágrimas.
— ¡Vamos, niñas, que nos están miran-
do! — dijo Luisa. — Enjugad las lágrimas y
vamos á pasear.
Y en efecto, llevándose el pañuelo á los
ojos, ella la primera, con rostro sereno y
risueño se mezclaron agrupadas entre la
muchedumbre; y las perdí muy pronto de
vista.
dby Google
dby Google
LA BIBLIOTECA NACIONAL
HADBrD posee una biblioteca nacio-
nal. Esta biblioteca se halla situa-
da en la calle del mismo nombre
que desemboca por un lado en la plaza de
la Encarnaci6n y por el otro en la de Isa-
bel II. Es fápil reconocer el edificio. Ade-
más, posee en el barrio de Salamanca los
cimientos de una nueva biblioteca cons-
truidos con todo lujo , perfectamente res-
guardados de la intemperie y rodeados de
una bonita verja. Con tales elementos es
fuerza convenir en que la capital de Espa-
ña no carece de medios de instrucción y
que todo el que desee estudiar puede ha-
cerlo. No obstante, una cosa me ha sor-
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K^^
126 ARMANDO PALACIO VALDÉS
prendido siempre, y es que la biblioteca
^ nacional no está tan concurrida como de-
biera suponerse, dado el número de habi-
tantes y su reconocida afición á meterse
en todos los sitios donde no cueste dinero.
Quizá dependa de hallarse cerrada la ma-
yor parte de las horas del día y de la no-
che. En cuanto á los cimientos, á pesar
de ser tan bellos y sólidos, están siempre
desiertos, lo cual les da un cierto aspec-
to de necrópolis pagana, no ciertamente
en consonancia con los fines de su institu-
to, como dijo Pavía el del 3 de Enero ha-
blando de la Guardia civil.
Pero dejando á un lado los cimientos,
cuya importancia me complazco en reco-
nocer y acerca de los que no será esta la
última palabra que diga, y volviendo á la
antigua biblioteca donde el gobierno de Su
Majestad distribuye la ciencia por el siste-
ma dosimétrico , esto es, en pequeñas dosis
y repetidas, diré primeramente que tie-
ne un portal muy análogo á una bodega,
donde los sabios de mañana aguardan, ti-
ritando y dando estériles patadas contra
las losas para calentarse los pies, á que les
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AGUAS FUERTES 127
abran la puerta. El frío es por naturaleza
anti-científico , y desde los tiempos más
remotos se ha ensañado siempre con los
sabios. De. aquí los sabañones que tanto
caracterizan á los hombres de ciencia.
Arranca del portal una escalera media-
namente espaciosa, cuidadosamente tapi-
zada de polvo como conviene á esta clase de
establecimientos , la cual termina en una
portería ó conserjería donde hay general-
mente sentados seis ú ocho señores ocupa-
dos en la tarea de mirar lo que entra y lo
que sale y en charlar y discutir en voz alta
á ñn de que los que estudian dentro se acos-
tumbren á concentrar su atención , como
hacia Arquímedes en los tiempos antiguos.
— ¿Me hacen ustedes el favor de. una
papeleta? — pregunta en actitud humilde
el sabio, que ha llegado hasta allí tragando
polvo.
El portero encargado de facilitarlas vuel-
ve la cabeza y le dirige una mirada fría y
hostil: después sigue tranquilamente la
conversación empeñada.
— ¿Cuánto te ha costado á tí la contra-
barrera?
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128 ARMANDO PALACIO VALDÉS
— Lo que cuesta en el despacho: el amo
ha pedido tres á un concejal y me ha ce-
dido una.
— ¡ Todos los pillos tienen suerte!
Mucha risa; mucha algazara. La con-
versación rueda después acerca de las pro-
babilidades que Frascuelo tiene de echar
la pata á Lagartijo : los toros eran de Ve-
raguas, se podían lidiar con franqueza; sin
riesgo; y el matador «se las tiraría de
plancheta» como acostumbraba, sin...
r— ¿Me hace V. el favor de una papeleta?
repite el sabio un poco más alto.
El portero le mira de nuevo con más
frialdad si cabe, se levanta lentamente,
moja el dedo para sacar una papeleta del
montón y dice:
Pues yo te aseguro que no pago prima-
das; á última hora ha de andar más bajo
el papel...
— ¿Quiere V. darme una papeleta? —
dice el sabio con impaciencia.
— ¿ Tiene V. prisa, verdad, caballero? —
responde el dependiente con cierta sonri-
silla irrespetuosa.
El sabio escribe en silencio sobre la pa-
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AGUAS FÜEBTEB 129
peleta el nombre de una obra famosa, aun-
que reciente, y entra en el salón principal
de la biblioteca. En cada extremo de él
hay un grupo de señores convenientemen-
te separados de los que leen arrimados á
las mesas. El sabio de mañana vacila en-
tre dirigirse al grupo de la derecha ó al
grupo de la izquierda; decídese al fin á
emprender su marcha hacia el primero,
procediendo lógicamente. Uno de los seño-
res de los extremos le toma la papeleta,
mas antes de leerla le examina escrupulo-
samente de pies á cabeza cual si tratase
de sonsacarle, mediante su aspecto, qué in- \ ^
tención perversa le había movido al venir
hasta allí en demanda de un libro. Des-
pués que se entera del que pide, crecen
evidentemente sus sospechas porque le
acribilla á miradas escrutadoras, de tal
suerte, que el presunto sabio baja la vista
avergonzado , juzgándose un matutero de
la ciencia. El empleado, sin dejar de mirar-
le, pasa la papeleta á otro empleado que á
su vez le mira también con cuidado y la
pasa á otro, y así sucesivamente pasa por
todas las manos del grupo hasta que llega
9
dby Google
180 ASMANDO PALACIO VALDÉ6
nuevamente á las del primero , el cual se
la devuelve diciendo:
— Vaya V. allí enfrente.
Y nuestro sabio atraviesa el salón y se
dirige al grupo contrario, donde sufre el
mismo examen por parte de la inspección
facultativa del gobierno , y se repite con
ninguna variante la escena anterior. Al
devolverle la papeleta le dicen también:
— Vaya V. allí enfrente.
— Ya he estado.
— Entonces vaya V. al índice... la pri-
mera puerta á la derecha.
En el índice , un señor empleado lee con
toda calma la papeleta, y sin decirle pala-
bra desaparece con ella por el foro. Nues-
tro sabio espera una buena media hora
tocando el tambor sobre las rejas de la va-
lla con las yemas de los dedos. De vez en
cuando levanta la vista á los estantes don-
de en correcta formación se halla una mu-
chedumbre de libros feos, rugosos, mal
encarados, que le infunden respeto. Nin-
guno de aquellos libros se acuerda ya de
cuándo fué sacado para ser leído. De ahí su
respetabilidad. En este mundo las cosas de
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AGUAS FUEBÜES 131
poco USO son siempre las más respetables;
los senadores, los capitanes generales, los
académicos , los canónigos. Casi todos tie-
nen escrita sobre su severo lomo en letras
muy gordas la palabra Ópera, No se ve en
torno más que óperas; óperas arriba, ópe-
ras abajo, óperas delante, óperas detrás.
En esto llega el señor empleado del índi-
ce, silencioso siempre como un pez, y en
lugar del libro le entrega de nuevo la pa-
peleta. El sabio en estado de crisálida no
sabe lo que aquello significa y da vueltas
entre sus dedos al papel hasta que percibe
dos palabritas de distinta letra debajo de
su petición: no con sta. E l sabio, que es ^y^
bastante listo , comprende en seguida que
con aquellas palabras se quiere decir que
no hay semejante libro. Ló mismo les ha
pasado á todos los sabios que en el mundo
han sido y han ido á leer á la biblioteca de
la nación. Ningún libro reciente consta.
¿Y por qué había de constar? ¿No perde-
ría mucho de su prestigio esta biblioteca,
admitiendo sin dificultad cualquier libro
de ayer mañana? La biblioteca nacional
no puede proceder como la de un particu-
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182 ABMAKDO PALACIO VALDÉS
lar; para que un libro tenga la honra de
entrar en sus salones es necesario que el
tiempo lo garantice, pues hasta ahora no
se conoce nada mejor para garantir la cien-
cia que una serie de años, cuantos más
mejor. Un libro nuevo, bien impreso, sa-
/ tinado y limpio, no encaja bien entre aque^
Has dignas y graves óperas, preñadas has-
ta reventar de latín y de ciencia.
Nuestro sabio toma á la portería medi-
tando todo esto, y escribe sobre otra pa-
peleta el título de un libro sobre filosofía,
del siglo trece. La papeleta vuelve á pasar
por las manos de los señores dé los extre-
mos; pero esta vez, sin que el sabio adivi-
ne la razón, se miran consternados los
unos á los otros. Por último uno de ellos
le dice en tono humilde:
— Caballero, el libro que V. pide está
en uno de los últimos estantes y es un po-
co expuesto subir á buscarle... ¡Si á V. le
fuese indiferente pedir otro!...
¡Pues no había de serle indiferente! Los
sabios son muy finos y humanos. Nada,
nada, no se moleste V. Por nada en el
mundo querría nuestro sabio exponer la
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AGUAS FÜEBTES 183
preciosa vida de ningún empleado del Go-*
biemo. Así que, pian pianito vuelve sobre
sus pasos hasta la portería, atormentando
la imaginación para buscar una obra que
fácilmente le pudiesen proporcionar, fuese
cual fuese. Al fin no encuentra nada mejor
que pedir el Quijote.
— ¿Qué edición quiere V.?
— La que V. guste.
— ¡Ah! no, caballero, perdone V., nos-
otros no podemos dar sino la edición que
nos piden.
— Bien, pues la de la Academia.
— Tenga V. entonces la bondad de con-
signarlo asi en la papeleta.
Vuelta á la portería. Al fin , después de
una brega tan larga y deslucida, tiene la
dicha de recibir el Quijote de manos del
empleado. El sabio deja escapar un sus-
piro de consuelo: estaba sudando. Trata
de sentarse á una de las mesas que hay
esparcidas por la sala, sobre las cuales,
para que nada llame y distraiga la aten-
ción, no suele haber ni pupitre, ni papel,
ni plumas, ni tintero; nada más que la
madera lisa y reluciente, invitando al estu-
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184 ARMANDO PALACIO VALDÉS
dio y á la patinación. Al tomar una de las
sillas , observa con dolor que está cubierta
de polvo y quizá de algo más. ¿Qué tie-
ne esto de particular? La ciencia y la por-
quería no son enemigan declaradas : antes
al contrario, parece que aquélla vive di-
chosa en los brazos de ésta, como lo ates-
tiguan multitud de ejemplos. La sagrada
Teología, muy especialmente, siempre ha
tenido marcada predilección por la sucie-
dad. Eñ otro tiempo se medía la profun-
didad de un teólogo por la cantidad de
grasa que llevaba adherida á la sotana.
También la literatura manifestó siempre
tendencias bastante pronunciadas en este
sentido, y es cosa proverbial, sobre todo
en las provincias, que nuestros literatos
no se lavan sino cuando llueve : hay hor-
tera á quien se le saltan las ligrimas de
•entusiasmo contando alguna gran asque-
rosidad de Carlos Bubio, ó la manera de
vivir de Marcos Zapata, — por más que
respecto á este último, como amigo suyo
que soy , puedo declarar que hay exage-
ración. Fundándose, á no dudarlo, en ta-
les razones, el gobierno de S. M. ha pro-
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AGUAS FUERTES 136
curado mantener en la biblioteca nacional
una conveniente y adecuada porquería, de
cuya conservación están encargados algu-
nos mozos no bastantemente retribuidos.
Nuestro sabio en agraz, que aún no ha
llegado á las altas regiones de la ciencia,
y que por lo tanto no comprende la ayu-
da poderosa que le prestarían en la in-
vestigación de la verdad aquellas manchas
grises de la silla que mira con sabresalto,
saca el pañuelo del bolsillo y lo coloca bo-
nitamente sobre ella, sentándose después
lleno de confianza.
¡Ea! ya está sentado el sabio; ya sopla
el polvo de la mesa y coloca el sombrero
sobre ella; ya se saca á medias una bota
que le oprime mortalmente los sabaño-
nes; ya tose y se arranca la flema de la
garganta; ya trae el libro hacia sí, ya
mira con curiosidad el sello de la Acade-
mia estampado en la primera página; ya
empieza á leer.
«En un lugar ¿te la Mancha de cuyo nom-
bre no quiero acordarme, no ha mucho tiem-
po que vivía un hidalgo de los de lanza en
astillero, rocín fiaco »
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186 ASMANDO PALACIO VALDÉS
Tilín, tilín.
— ¿Qué es eso? — pregunta con sorpresa
al compañero que tiene al lado.
— Nada, que tocan á cerrar — contesta
el otro levantándose.
El sabio entonces se levanta también;
le sigue; devuelve el Quijote al empleado
de quien lo recibiera; y se va á su casa.
•>§
:5
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EL DI|AMA DE LAS B^IMBALINAS
jmBnNTOÑiGO era una chispa, al decir
l^^n de cuantos andaban entre bastido-
BBa res; no se había conocido traspun- «/
te como él desde hacía muchos años: era
necesario remontarse á los tiempos de Mái-
quez y Eita Luna, como hacía frecuente-
mente un caballero gordo que iba todas
las noches de tertulia al saloncillo, para
hallar precedente de tal inteligencia y ac-
tividad.
Solamente cuando falleció se estimaron
sus servicios en lo que valían. Porque no
era el traspunte vulgar que con cinco mi-
nutos de antelación recorre los cuartos de
los actores gritando: «Don José; va V. á
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138 ARMANDO PALACIO VALDÉS
salir — Señorita Clotilde; cuando V. guste».
Ni por pienso : Antoñico tenía en su cabe-
za todos los pormenores indispensables
para el buen orden de la representación;
dirigía la tramoya con una precisión ad-
mirable , daba oportunos consejos al mue-
blista, hacia bajar el telón sin retrasarse
ni adelantarse jamás; cuando había nece-
sidad de sonar cascabeles para imitar el
ruido de un coche , él los sonaba; si de to-
car un pito, él lo tocaba, y hasta redobla-
ba el tambor con asombrosa destreza apa-
gando el ruido para hacer creer al especta-
dor que la tropa se iba alejando. En los
dramas en que la muchedumbre llega ru-
giendo á las puertas del palacio y amena-
za saquearlo, nadie como él para hacer
mucho ruido con poca gente; una docena
de comparsas le bastaban para poner en
sobresalto á la familia real; á uno le hacía
gritar continuamente ¡esto no sepicede su-
frirfy á otro le mandaba exclamar sin pun-
to de reposo, ¡mueran los tiranos! y á otro,
¡abajo las cadenas!, etc., etc., todo en un
crescendo perfectamente ejecutado, que in-
fundía pavor no sólo en el corazón del ti-
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AGUAS FUERTES 189
rano sino en el de todos los que se intere-
saban por su suerte. Además sabía arrojar
piedras á la escena de modo que produje-
sen mucho ruido y no hiciesen daño á na-
die: algunas veces hizo también escuchar
su voz desde las cajas ó desde el sótano
en calidad de fantasma. En fin , más que
traspunte debía considerarse á Antoñico
como un actor eminente aunque invisible.
En el teatro era casi un dictador: los
actores le halagaban porque les podía ha-
cer daño con un descuido intencionado, la
empresa se mostraba satisfecha de él, y los
dependientes le respetaban y le considera-
ban como jefe.
Era necesario verle con un reverbero en
la mano derecha , el libro en la izquierda,
una barretina colorada en la cabeza á gui-
sa dé uniforme , deslizarse velozmente por
los bastidores acudiendo á opuestos para-
jes en nada de tiempo, poniendo prisa á
los empleados, contestando al sin número
de preguntas que le dirigían, y esparcien-
do órdenes en^ estilo telegráfico como un
general en el fragor de la batalla.
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Digitized by VjOOQIC
II
Con todo , Antoñico tenía un grave de-
fecto: le gustaban demasiado las mujeres.
Quizá digan ustedes que este defecto no es
grave: en cualquier otro hombre, conven-
go en ello, pero en Antoñico, un funcio-
nario dramático de tal importancia, era
un pecado mortal. No hay más que pen-
sar en que tenia bajo su inmediata inspec-
ción á varias actrices secundarias, ó sean
racionistas, y que aun las principales veían-
se obUgadas á estar con él en una relación
constante. De donde resultaban á menudo
algunos disgustillos y desórdenes que se
hubieran evitado si nuestro traspunte tu-
viese un temperamento menos inflamable.
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142 ASMANDO PALACIO VALDÉS
Verbigracia; se hubiera evitado que Narci-
sa, la jovencita que desempeñaba papeles
de chula, se fuese del teatro dando un
fuerte escándalo, diciendo á quien la que-
ría oir que Antoñico pellizcaba las piernas
á las actrices en las ocasiones propicias; y
también que la mamá de Clotilde, la pri-
mera dama, se quejase al empresario de
que Antoñico fuese con demasiada prisa á
levantar á su hija siempre que caía desma-
yada al terminarse un acto. Hay que con-
venir en que todo esto era muy feo y da-
ñaba no poco á la respetabilidad del tras-
punte; que vuelvo á decir, era sin disputa
el alma del teatro.
Sucedió , pues , que al medio de la tem-
porada el primer tramoyista contrajo ma-
trimonio : era un hombre de unos treinta
años de edad, feo, silencioso, sombrío,
ojos negros hundidos, barba rala y eriza-
da; inteligente con todo y amigo de cum-
plir con su deber. La mujer que eligió por
esposa era una jovencita, casi una niña,
linda, vivaracha, nariz arremangada, más
alegre que unas castañuelas, perezosa y
juguetona como una gatita. Se casó con él
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AGUAS FUERTES 143
tramoyista... no sé por qué; quizá por su
desahogada posición (ganaba seis pesetas
diarias).
Para no privarse de su compañía un mo-
mento, el enamorado marido la trajo con-
sigo al teatro; en los ratos que le dejaban
libre sus ocupaciones, el pobre hombre
gozaba con acercarse á su mujercita y dar-
le un pellizco ó un abrazo furtivo. La mu-
chacha, que no había entrado hasta en-
tonces en la región de los bastidores, esta-
ba maravillada y contenta al verse entre
aquel bullicio , y pronto fué una necesidad
el pasarse tres ó cuatro horas todas las no-
ches vagando por las cajas y por los cuar-
tos de las actrices con quienes simpatizó
en seguida.
Antoñico, al verla por primera vez, se
relamió como el tigre cuando atisba la pre-
sa. La barretina colorada sufrió un fuerte
temblor y se dispuso á cobijar un enjam-
bre de pensamientos tenebrosos y lúbricos.
Mas como horabre experto y precavido,
guardó sus ideas, contrarias á la unidad
de la familia, debajo de la barretina, y
aparentó no fijar la atención en la presa y
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144 ABMAMDO PALACIO VALDÉS
dejar que tranquilamente fuese y viniese
á su buen talante.
Sin embargo, una que otra vez al en-
contrarse en los pasillos le dirigía miradas
magnéticas que la fascinaban y proferia,
unas btienas noches preñadas de ideas di-
solventes. Como es natural, la bella tra-
moyista no dejó de sospechar el género de
pensamientos que dentro de la barretina
se escondían, y en su consecuencia decidió
ruborizarse hasta las orejas siempre que
tropezaba con el tigre-traspunte. Este
avanzó con cautela, paso tras paso; .nada
de pellizcos , ni de palabrotas necias , ni de
estrujones contra los bastidores : una acti-
tud sosegada , dulce , casi melancólica, ade-
cuada pajra no espantar la caza, algunas
palabritas melosas y furtivas, varios con-
ceptillos aduladores envueltos en suspiros,
y cuando todo estaba convenientemente
preparado ¡zas! el salto que todos cono-
cen: — «María, yo me muero por V... per-
dóneme V. el atrevimiento... yo no puedo
tener escondido por más tiempo lo que
siento, etc., etc.»
La vivaracha tramoyista quedó, como
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AGUAS FUERTES 145
era de esperar, entre las uñas del traspun-
te. Y comenzó para ambos el período dé
los placeres amargos, la felicidad con so-
bresalto: aparentando no mirarse, no se
quitaban ojo ; fingiendo que apenas se co-
nocían , estaban siempre juntos : ¡ el mari-
do era tan sombrío, tan suspicaz ! Necesi-
taban llevar á cabo prodigios de estrategia
para no ser advertidos: á veces pasaban
cuatro ó cinco noches sin poder decirse si-
quiera una palabra. Puesta en tortura la
imaginación, Antoñico ideaba las citas más
estupendas y extravagantes; unas veces
en el sótano, otras en el cuarto de un ac-
tor que estaba en escena; pero todas bre-
ves y agitadas, porque el tramoyista era
pegajoso como recién casado, y Antoñico
no tomaba el aspecto de tigre sino con las
damas.
Una noche en que el traspunte se sen-
tía, por el ayuno forzoso de muchos días,
más enamorado que otras veces, dijo algu-
ñas palabras rápidamente al oído de María
y se perdió entre los bastidores. Esta le si-
guió. Encontráronse en un rincón sombrío
cerca del telón de boca; y el traspunte, ^
10
y Google
146 ARMANDO PALACIO VALDÉS
que conocía el terreno á palmos, cogió de
la mano á su querida, separó con la otra
un bastidor y penetraron ambos en un re-
cinto estrechísimo formado por telones y
bastidores : Antoñico trajo hacia sí el que
había separado, y quedaron perfectamente
cerrados. Los amantes pudieron gozar bre-
ves instantes del seguro que la experiencia
y habilidad del traspunte habían buscado.
En aquel extraño retiro nadie podía dar
con ellos. ¿Nadie? Antoñico vio de impro-
viso , en medio de su embriaguez , que por
un agujerito abierto en el telón , un ojo les
observaba; y su corazón de tigre dio un
salto prodigioso dentro del pecho: — «Ma-
ría — dijo con voz temblorosa, impercepti-
ble — estamos perdidos... nos están vien-
do... ¡silencio!... ¿quieres salir tú prime-
ro?» La animosa tramoyista corrió brusca-
mente el bastidor y se arrojó fuera: no ha-
bía nadie. Antoñico salió detrás con el
semblante pintado de interesante palidez.
Su primer cuidado fué buscar por todas
partes al tramoyista: encontráronlo suma-
mente preocupado porque la chimenea de
mármol que debía aparecer en el acto ter-
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AGUAS FUERTES 147
cero había sido rota al trasladarla ; tanto
que no reparó en su mujer al acercarse.
— ¿Lo ves, hombre — dijo María á An-
toñico — como eres un gallina? Á tí el mie-
do te hace ver visiones.
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III
Transcurrieron bastantes días. Las adúl-
teras relaciones de nuestros héroes seguían
la misma marcha dulce y borrascosa á la
par: sobresaltos, temores, ansias, vacila-
ciones sin cuento: regalos, vivos deleites,
instantes de dicha , con todo. Tal es el lo-
te de la pasión criminal. María había olvi-
dado enteramente el episodio del agujero
en el bastidor; Antoñico soñaba todavía
algunas veces cop aquel ojo fantástico, es-
crutador, y despertaba despavorido; poco
á poco se fué convenciendo de que había
sido una ilusión del miedo y el miedo abrió
paso á la confianza.
Una noche el tramoyista le habló de es-
ta manera:
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150 ARMANDO PALACIO VALD¿S
— Oye, Antoñico; ¿sabes que el tercer
telón, el de las columnas, debía colocarse
más atrás?...
—¿Pues?
— No hay perspectiva.
— Sí la hay... y además tropezaría casi
con el lago.
— El lago también puede correrse un
poco.
— No hay sitio.
— Tenemos todavía metro y medio.
— ¡Qué hemos de tener, hombre! ¿Lo
has medido?
— Sí, lo he medido : ¿tienes tú ahí el me-
tro?... Pues ven á verlo y te convencerás.
El tramoyista emprendió la marcha y
Antoñico le siguió : subieron por la estre-
cha y frágil escalerilla que conduce á las
bambaUnas. Cuando estaban á la mitad de
la altura , el tramoyista volvió la cabeza , y
sus ojos se encontraron con los del tras-
punte. ¿Qué había de particular en aquella
mirada? ¿Por qué empalidece el rostro de
Antoñico? ¿Por qué se le doblan las pier-
nas?
Vacila un instante entre seguir ó retro-
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AGUAS FUERTES 151
ceder: la barretina colorada se detiene y
se agita presa de mortal inoertidumbre. El
tramoyista exclama:
— ¡Diablo de escalera!... la subo setenta
veces al día y no acabo de acostumbrar-
me... Me moriré del pecho, Antoñico, me
moriré del pecho.
El traspunte se siente fortalecido y sigue
su camino.
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IV
Aquella noche se representaba un drama
histórico, acaecido en tiempo de los godos.
El primer galán era un mancebo muy sim-
pático, rebosando de entusiasmo y de dé-
cimas calderonianas. La primera dama gas-
taba una túnica muy larga y comenzaba á
llorar desde que subían el telón. El barba
hacia de rey y debía morir al fin del acto
tercero á manos del mancebo de las déci-
mas: buena voz, potente y cavernosa, co-
mo convenía á un rey visigodo.
El público aguardaba con impaciencia la
catástrofe: cuando le parecía bien, boste-
zaba; cuando lo creía necesario, sacaba
La Correspondencia de España y leía. Ha-
bía muchas personas que llegaban á desear
que el barba cayese pronto bañado en su
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154 ABMANDO PALACIO TALDÉS
sangre para escapar á casa y meterse en la
cama.
En el acto segmido había un monólogo
del rey, de inusitadas dimensiones. El pú-
blico ya tenia entre pecho y espalda seten-
ta y cinco endecasílabos de este monólogo
y se disponía á recibir con resignación
otra partida no menos crecida, cuando de
pronto...
— ¿Qué ha pasado... qué sucede? ¿Por
qué se levanta el público? ¿Por qué se pue-
bla la escena de gente?
Un bulto, un hombre , acaba de caer de
las bambalinas sobre el escenario con es-
pantoso estruendo. Un grupo de gente le
rodea en seguida. El público aterrado se
agita y se alborota : quiere saber lo que ha
pasado. Al fin uno de los actores se desta-
ca del grupo y dice en voz alta: «que el
traspunte Antonio García, caminando por
los telares del teatro , había tenido la des-
gracia de caerse.
— ¿Pero, está muerto?... ¿está muerto?
— preguntan varias voces.
El actor hace con la cabeza señal afir-
mativa.
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LLOVIENDO
HUANDO salí de casa recibí la des-
agradable sorpresa de ver que es-
taba lloviendo. Había dejado al sol
pavoneándose en el azul del cielo, envol-
viendo á la ciudad en una esplendorosa ca-
ricia de padre... ¡Quién había de sospe-
char!...
En un instante desgarraron mi alma
muchedumbre de ideas extrañas ; la duda
se alojó en mi espíritu atormentado. ¿Su-
biría por el paraguas? En aquella sazón mi
paraguas ocupaba una de las más altas po-
siciones de Madrid : se encontréiba en un
piso tercero, con entresuelo y primero.
Arranquémosle la careta: era un piso
quinto.
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156 ASMANDO PALACIO VALDÉS
Las escaleras me fatigan casi tanto co-
mo los dramas históricos: á veces prefiero
escuchar mía producción de Catalina ó
Sánchez de Castro, con reyes visigodos y
todo, á subir á un cuarto segundo. Me ha-
llaba en una de estas ocasiones. La verdad
es que llovía sin gran aparato, pero de un
modo respetable. Los transeúntes pasaban
ligeros por delante de mi, bien guarecidos
debajo de sus paraguas. Alguno que no le
llevaba, vino á buscajr techo á mi lado.
Todavía aguardé unos instantes presa de
horrible incertidumbre. Di algunos paseos
en el portal y eché todos los cálculos que
un hombre serio tiene el deber de echar
en tales ocasiones. De un lado, del lado de
la calle, la consiguiente mojadura; del lado
déla escalera, la fatiga consiguiente. Por
otra parte, los amigos estarían ya reunidos
en el café despellejando á alguno, ¡tal vez
á mí ! Además, el café, según los datos que
me ha suministrado una persona muy ver-
sada en estas cosas, debe tomarse inme-
diatamente (cuidado con ello) mmedia-
tamente después de las comidas. Al fin
adopté una resolución violentísima. Me
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AGUAS FUERTES 167
remangué los pantalones y saU á la calle.
¡Pues qué! Yo que he aguantado sin
pestañear noches enteras todas las leyen-
das de la Edad-Media que el Sr. Velarde y
otros ilustres mosquitos líricos de su mis-
ma familia, han dejado caer desde la tri-
buna del Ateneo, ¿flaquearia ahora ante
unas miserables gotas de agua? No en
mis días: si la faz no ha empalidecido, si
el corazón no ha temblado ante ningún
poeta legendario, por cruel que se haya
mostrado, las alteraciones atmosféricas no
prevalecerán contra mi heroísmo.
En esta admirable disposición de espíri-
tu atravesé casi toda la calle del Arenal.
Sin embargo, no quiero ser hipócrita: de-
claro que fui todo el tiempo pegado á las
casas, con lo cual evité que me cayese una
tercera parte de agua de la que por clasifi-
cación me correspondía. Antes de llegar á
la puerta del Sol eché una mirada al cielo,
mirada escrutadora que me hizo ver som-
bra arriba y sombra abajo. Esta mirada
dio por resultado además el que tropezase
con un guardia municipal, que me pregun-
tó con severidad dónde tenía los ojos; yo,
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158 ARMANDO PALACIO VALD^S
lleno de respeto y sumisión hacia el poder
ejecutivo, le contesté, procurando ablan-
dar su corazón con una sonrisa: — Donde
usted guste. — La verdad es que estuve de-
masiado humilde, casi rastrero, porque el
guardia no llevaba la acera, ¡pero la idea
de la Prevención ejerce tal ascendiente so*
bre mi!... Me contentó con volverme y
echarle una mirada terrible, que cayó so-
bre su capote de hule y resbaló por encima
como el agua resbalaba en aquel instante.
Las nubes no cejaban. La lluvia, en vez
de ir disminuyendo gradualmente, para sa-
tisfacer el ideal de todo el que, como yo,
no llevase paraguas, gradualmente iba au-
mentando. Al entrar en la Puerta del Sol,
cruzaba muy poca gente; algunos carrua-
jes, cuyos aurigas parecían envoltorios de
paño pardo; algunas mujeres remangando
con la coquetería que permitían las cir-
cunstancias, sus blancas enaguas, y dejan-
do ver esbozos de pies fantásticos y perfi-
les de pantorrillas reales. Pero en aquel
momento yo me preocupaba más de mis
pantorrillas que de las ajenas, como era,
después de todo, mi deber. El agua y el
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AGUAS FUERTES 159
barro me salpicaban hasta las narices; los
canalones vomitaban en las aceras torren-
tes , que procuraba salvar apelando á mis
recuerdos gimnásticos.
Poco á poco, de un modo insidioso y so-
lapado , tendiéndome sus redes en silencio
y asegurando sus pasos con cautela, fué pe-
netrando en mi corazón el temor del reu-
matismo. En el espacio que media entre
la calle del Arenal y la del Carmen, casi
se enseñoreó de él por completo. Sombrías
perspectivas de fiebres catarrales, dolores
en las articulaciones y fricciones de aguar-
diente alcanforado, se ofrecieron ante mi
vista, y con la visión intensa y terrible del
alucinado, me vi metido en unos calzonci-
llos de bayeta amarilla.
Y temblé. Y eché una cobarde mirada
en torno buscando un simón vacio. Los
pocos que pasaban iban alquilados. Pero
aún quedaban los portales. ¡ Ah, los porta-
les ! Los portales me parecian un recurso
de mala ley, indigno de ser tomado en con-
sideración por el momento. Para estar me-
tido en un portal viendo caer la lluvia, más
valia haberse quedado en casa. Además,
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160 ABMANDO PALAOIO VALDÉS
los portales estaban llenos de canalla , va-
gos de profesión , aventureros de la calle,
gente sin hogar y sin paraguas. ¡ Quién va
á exponerse á que le roben el reloj ó le se-
cuestren !
Esto lo pensaba al cruzar por la calle
del Carmen. Pues bien , al cruzar por de-
lante de la de la Montera, ya pensaba
otra cosa. Y es que las ideas del hom-
bre se van modificando insensiblemente al
través de la existencia; las convicciones
más profundas se desarraigan de nuestro
espíritu cuando menos lo esperamos, la
antigua fe deja paso á la nueva , y el entu-
siasmo se enfría y se calienta incesante-
mente durante nuestra peregrinación por
la tierra. Cogidos de la mano , con fuego
en el corazón, alta la frente y la pupila
clavada en lo porvenir, hemos partido mu-
chos para recorrer los campos de la políti-
ca; á los pocos pasos, ya se ha desprendi-
do uno, á quien el temor ó la utilidad han
solicitado , más allá otro, más allá otro : al
poco tiempo la caravana se ha disuelto, y
cada cual corre á refugiarse donde más le
conviene. Esta es la vida. Una verdad in-
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AGUAS FUERTES 161
negable he sacado, no obstante, de su ex-
periencia, y es, que cuando llueve, todo
el mundo se cobija.
Yo también claudiqué en aquella oca-
sión refugiándome en un portal, aunque
con circunstancias atenuantes , pues era el
de una fotografía. Las paredes estaban cu-
bil^rtas de retratos: señoras bonitas, ha-
ciendo resaltar sus gracias con actitudes
lánguidas, dirigiendo una sonrisa insinuan-
te á todos los timadores y fosforeros que x/
se paraban á conteS^arlas ; varones con ^
los ojos estáticos , en muda y eterna admi-
ración de algo que nadie sabe. Algunos ca-
balleros estaban disfrazados: había uno
vestido de fraile haciendo oración entre
las malezas de una sierra, con su calavera
y todo al lado. Me dijeron que era un mu-
chacho de la nobleza q^ue había renuncia-
do al mundo por desengaños de amor. Bien
Be le conocía al pobre , á pesar de su vesti-
menta eremítica, que había tirado muchos
tiros al pichón. Había otro con traje de
doctor, con las cejas fruncidas y la fícente
arrugada como si tuviese agobiados los se-
sos bajo' la pesadumbre de tanta jurispru-
11
y Google
162 ARMANDO PALACIO VALDÉS
dencia. Tenía un birrete en la mano y otro
sobre la mesa, quizás para el caso de que
se inutilizase el primero.
Seguía cayendo agua copiosamente. El
cielo mostraba la faz severa, aunque tor-
nadiza; algunas nubes grandes y oscuras
rodaban sobre los edificios de la Puerta del
Sol, desahogándose un poco de su peso;
cruzaban con harta prisa para no presu-
mir que pronto vendría un claro que per-
mitiera escaparse. Los poquísimos carrua-
jes que pasaban vacíos eran asaltados ra-
biosamente por los proscriptos de los porta-
les, quedándose con ellos, como sucede
en todo lo demás, los más osados.
Al fin, en cierto paraje del espacio se di-
visó un agujerito azul : por aquel agujerito
pasó tembloroso, y como avergonzado, un
rayo de sol empapado todavía en agua, que
fue á chocar en los cristales de los balco-
nes más altos del hotel de la Paz. Al poco
rato se divisó otro, algo más allá, y ambos
se comunicaron pronto por medio de una
extensa raya, azul también. Pero la lluvia
no cesaba. Delante de nosotros empezó á
funcionar una manga de riego. ¿Por qué
y Google
AGUAS FX7EBTBS 16&
salen á relucir las mangas de riego cuando
llueve? No pretendamos averiguarlo. Hay
más misterios en el cielo y en el Munici*
pió de los que puede soñar la filosofía.
El sol hizo surgir los colores del iris en
el chorro de agua que caía como un esplén-
dido penacho sobre la calle : el empleado
municipal lo sacudía sin curarse de su be-
lleza, haciéndole servir á los fines prosai-
cos de la policía urbana; mas el chorro sa-
lía altivo y alegre de la manga y se espar-
cía en el aire , cayendo en lluvia de plata
unas veces , otras en lluvia de cristal y otras
de fuego. El rumor que producía al azotar
el pavimento, era dulce y gozoso. Yo y un
perro de Terranova (me coloco el primero
para no dar armas á los frenópatas del Ate- x/
neo), fuimos los únicos que supimos apre-
ciar su hermosura. El perro, más exaltado
ó con menos miedo al ridículo, se lanzó á
la calle expresando su entusiasmo por me-
dio de ladridos y saltos prodigiosos, ahora
parándose bajo el chorro y dejándose ba-
ñar, ahora brincando sobre él , ahora dan-
do un millón de volteretas y haciendo có-^
micas contorsiones, sin cesar nunca de
dby Google
164 ARMANDO PALACIO VALDÉS
exhalar el ñrenesi de su entusiasmo en la-
dridos más ó menos correctos é inspirados,
que de esto no entiendo. Me parece , no
obstante, que había más sinceridad en
ellos que en el soneto del Sr. Grilo á las
cataratas del río Piedra, aunque,, por su-
puesto, mucha menos fantasía.
La lluvia no cesaba. Con todo, se fué de-
bilitando de tal modo, que ni para la sa-
lud ni para el sombrero había gran peligro
/ en salir y llegar hasta Fornos. Así quise
realizarlo, y desde luego me faí pegadito
á los edificios, observando cómo rápida-
mente el cielo se despejaba y la lluvia se
enrarecía. Todavía continuaba mucha gen-
te en los portales. Al llegar al del ministe-
rio de Hacienda, un brazo de mujer se in-
terpuso en mi camino, y una manecita
blanca y hermosa trató de averiguar si aún
llovía. Era una mano fina, correcta, aristo-
crática, con graciosas y leves rayas azules;
además, aún no estaba ajada, á juzgar por
su color sonrosado y por la frescura é ino-
«encia que se adivinaba en sus movimien-
tos resueltos ; la muñeca estaba aprisiona-,
da por un sencillo brazalete de oro; en los
\/
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AGUAS FUEBTES 165
dedos brillaban algunas sortijas. Ahora
bien, ¿qué hubieran hecho ustedes si se les
colocase delante del rostro, á dos dedos de
la boca,^una mano semejante? Besarla, es-
toy seguro. Pues eso es cabalmente lo que
yo hice: besarla y escaparme riendo sin
echar siquiera una mirada á su dueño. De-
trás de mi oi gran algazara y muchas car-
cajadas femenmas, por lo cual comprendí
que se me perdonaba de buen grado la au-
dacia. Llegué al café sano y salvo y de un
humor excelente. Pero estuve un poco in-
quieto toda la tarde. ¡Los nervios, sin du-
da, los nervios!
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EL PASEO DE RECOLETOS
HOY á denunciarme ante el severo
tribunal de la sociedLa.d fashionable
de Madrid, y entregarme con las
manos atadas á su justa reprobación.
«Egregias damas: señores sietemesinos:
Tengo la vergüenza de confesar á ustedes
que la mayor parte de los domingos y fies-
tas de guardar me paso la tarde dando
vueltas en el paseo de Eecoletos lo mismo
que un mancebo de la Dalia azul. Y no
subo hasta el Eetiro , á admirar respetuo-
samente vuestros chaquettes y vuestros pe-
rros ratoneros , porque deje de poseer ca-
rruaje; pues si bien es mucha verdad que
no lo poseo (¡misericordia!) no es menos
exacto que tengo unas piernas que no me
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168 ABMANDO PALACIO VALDÉS
las merezco , las cuales han hecho con for-
tuna más de una vez la competencia al
tranvía, y de ello puedo presentar tes-
tigos. Me quedo, por tanto, en Becoletos
sin motivo alguno que pueda justificarme,
por pura perversidad, lo cual revela mi
depravada índole. Vuestra conciencia dis-
tinguida se alarmaría aún más si supieseis...
¡pero no me atrevo á decirlo!... ¡que me
gustan mucho las cursis ! ¡ Perdón , señores,
perdón! Ahora que he confesado mi indig-
nidad descargando el alma del peso que la
abrumaba, aguardo resignado vuestro fallo.
Condenadme, si queréis, á perpetuos pan-
talones anchos. Los llevaré como marca
indeleble de mi deshonra, los pasearé hasta
la muerte como la librea del presidario...
pero los pasearé los domingos por Reco-
letos ».
El paseo de Recoletos no es bello ni
grande ; los árboles que lo guarnecen dejan
mucho que desear en cuanto á corpulen-
cia y follaje; la acera que lo atraviesa á lo
largo cansa y lastima los pies. Pero tiene
la ventaja de estar dentro de la población.
Parece hecho para la gente de negocios
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AGUAS FUERTES 169
que dispone de poco tiempo para pasear.
Los días de trabajo no suele haber mucha
concurrencia : en cambio los domingos no
hay quien camine libremente por allí , lo
cual declara bien paladinamente la condi-
ción social de sus habituales concurrentes.
Es el paseo de la burguesía ^ y esto basta
para que se haya captado la antipatía de
la sociedad distinguida y ociosa.
Mas en el sexo femenino que allí acude
los días de fiesta suelen verse rostros muy
lindos , dicho sea con perdón de aquella sa-
ciedad. Las damas que cruzan arrellanadas
en su landau hacia el Eetiro , podrán volver
desdeñosamente la cabeza y no verlos; los
jóvenes, que apetecen la gloria inmarcesi-
ble de vivir y morir perteneciendo al Veloz ^
pasarán velozmente con la cabeza erguida,
el sombrero ladeado y el bastón á guisa de
lanza, dando miradas amorosas á todos los
carruajes y ansiando descubrir su cabeza
venerable ante alguna duquesa ajamonada,
sin fijar la atención en ellos ; pero no es
menos cierto que allí están para honra y
gloria de Dios y regocijo de los villanos y
pecheros que en tales lugares paseamos.
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170 ABMAMIH) PALACIO YALDÉS
La palabra cursi , que la magnanimidad
nunca bastante loada de los señores de la
calle de Valverde ha introducido en nues-
tro diccionario, se emplea como proyectil
mortífero contra aquellos rostros celestia-
les. Todo sietemesino bien criado tiene
en su carcaj una buena cantidad de tales
flechas para arrojar á la primer belleza
anónima que se presente en su camino. Si
habéis gozado la honra de acompañar al-
guna vez en sus expediciones gloriosas por
la carrera de San Jerónimo á uno de estos
jóvenes y habéis incurrido en la flaqueza
de alabar la hermosura de alguna niña mo-
desta, de seguro le habréis visto fruncir el
noble entrecejo , alargar el labio inferior en
testimonio de desdén y dejar caer estas ó
semejantes palabras :
— ¡Pero, hombre, que siempre te has
de fijar en estas cursilillas de media tostada!
Efectivamente , tengo esa desgracia. Lo
mismo me pasa con las flores : la rosa y el
clavel, las más cursilonas de la jardinería,
son las que más me gustan. Pero no soy el
único. Antes que yo el doctor Fausto fué
decidido partidario de las cursis y por ellas
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AGUAS FUEBTE8 171
vendió su alma al diablo. Los abonados al
paraíso del Teatro Eeal saben muy bien
que cuando Gayarre en el primer acto
brama con voz atiplada la giovinezza, es
con el objeto exclusivo de ir á decir terne-
zas á Margarita en el tercero. ¿Y quién
era Margarita? Una muchacha que hilaba,
barría, lavaba la ropa de sus hermanos y
paseaba los domingos por Becoletos. Pues
eso es precisamente lo que le seduce á Ga-
yarre, y bien se le conoce cuando se queda
tan abrazadito con ella al tiempo de caer
el telón y suelta aquellas feroces carcaja-
das el artista mallorquín señor Uetam.
En general, bien se puede decir que
Goethe no ha amado ni pintado más que
cursis. Margarita, Federica Brion, Carlo-
ta, Lili, Olimpia, eran mujeres muy boni-
tas, pero absolutamente incapaces de mo-
lestar con su charla desde las plateas del
teatro Beal á los abonados de las butacas,
los cuales, si no oyen la ópera en paz, en
cambio tienen el honor de ser molestados
por alguna dama ilustre, descendiente de
los guerreros de la reconquista.
Tengo la seguridad , pues , de que Goethe
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172 ASMANDO PALACIO VALD^S
se hubiera paseado los domingos por Reco-
letos. Esto le habría enajenado las simpa-
tías de los salones (si es que los salones
pueden tener simpatías) y le colocaría en
el concepto de los nobles sietemesinos ( si
es que los sietemesinos pueden tener con-
cepto) muy por bajo del señor Grilo. Yo
creo que ha hecho muy bien en vivir en la
corte de Weimar donde tales flaquezas se
perdonaban fácilmente.
Y para terminar con el paseo de Eeco-
letos. Ahora en la estación primaveral que-
da cubierto por una bóveda de follaje que
le presta frescura y belleza. Cualquier ciu-
dadano pacífico , incluso los poetas líricos,
puede pasar un rato agradable viendo des-
filar una muchedumbre de Margaritas ru-
bias y morenas con las cuales se pudieran
empezar novelas tan amenas, si no tan fa-
mosas, como la de Fausto. Además, en el
centro del paseo hay un estanquillo.
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LA CASTELLANA
La acera de Eecoletos termina en la pla-
za de Colón. Á la derecha se encuentra la
casa donde se fabrican las pocas pesetas
buenas que hay en España. Á la izquierda
está la que proporciona las pocas novelas
bellas; la casa de D. Benito Pérez Galdós.
Todos los españoles saben lo primero : muy
pocos somos los que tenemos noticia de lo
segundo. Pero los que lo sabemos — dicho
sea para nuestra honra y prez — solemos
mirar con más atención á la izquierda que
á la derecha. Al cabo , las monedas que se
fabrican en aquel gran edificio de ladrillos
irán como esclavas sumisas á procurar de-
leites á los poderosos, á halagar sus torpes
pasiones y sus vicios, mientras las novelas
que se escriben en aquel alto y silencioso
despacho, vendrán á posarse delante de
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174 ABMAKDO PALACIO VALDÉS
nuestros ojos dándonos algunos instantes
de placer honrado , elevando nuestro espí-
ritu y esclareciéndolo.
La inmensa mayoría, casi la totalidad
de los hombres, guarda consideración y
respeto á los ricos sólo por el hecho de
serlo. Los grandes escritores sólo lo infun-
den cuando ejercen un cargo oficial. Y , no
obstante, el rico es un hombre que trabaja
y se afana únicamente para proporcionarse
goces , de los cuales no nos hace , bien se-
guro, partícipes, mientras el escritor se
priva de los suyos, gasta sus fuerzas, en-
ferma del estómago ó la cabeza y acorta su
vida para procuramos deleite y cultura.
Después , se da por satisfecho con un esti-
pendio parecido al de un albañil y con que
le digamos : « ¡ Amigo , qué bonito Ubro ha
escrito usted ! »
El pas*io de la Castellana, que sigue á
la plaza de Colón , consiste en una amplia
carretera para los caballeros y dos caminos
estrechos á los lados para los peones. Hace
unos cuantos años estaba concurridísimo
por las tardes : la carretera se henchía de
carruajes y los caminos de gente distingui-
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ÁBVAB FüBfiTES 175
da y ordinaria. Hoy apenas va nadie hacia
allí porque está á la moda el Eetiro. Sin
embargo , bien puede asegurarse sin temor
á engaño , que llegará un día en que la Cas-
tellana recobre su antiguo esplendor: al
cabo de los años mil, vuelven los coches
por donde solían ir.
En los buenos tiempos de la Castellana
observábase un fenómeno que atestigua
bien claramente de la exquisita delicadeza
de sentimientos que suele existir en nues-
tra sociedad distinguida. Como no había
gente bastante para llenar los dos caminos
que ciñen la carretera , acaecía que el pa-
seo se fijaba en uno de ellos. Pues bien, las
jóvenes distinguidas no pudiendo soportar,
como es natural , el contacto de otras jó-
venes menos distinguidas, empezaban á
desertar del paseo acostumbrado yéndose
por pelotones al otro camino. Desde allí,
irguiendo la íioble cabeza, miraban, al
través de la red de carruajes, desfilar á sus
enemigas naturales por el paseo de enfren-
te. Que en esta mirada se advertía un so-
berano desdén no hay para qué decirlo , y
que este desdén se hallaba perfectamente
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176 ABMANDO PALACIO VALOÉS
justificado, tampoco creo necesario demos-
trarlo. ¿Cómo ha de sufrir con paciencia,
verbigracia, la hija de un auxiliar de la
clase de primeros, que la de uno de la clase
de cuartos pasee y disfrute de la vista del
mundo en el mismo paraje que ella? Claro
está que todos somos hermanos , pero no
hay más remedio que atender un poco á
los escalafones que de vez en cuando pu-
blica el ministerio de la Gobernación, pues
para algo se publican. Además, este deseo
de separarse de la muchedumbre y del
vulgo , señala en quien lo siente un espíri-
tu fino y superior y temperamento aristo-
crático.
Sucedía, no obstante, que este tempe-
ramento ó abundaba en demasía ó se fal-
sificaba, como todas las cosas buenas,
pues es lo cierto que unas tras otras , con
más ó menos disimulo , todas las niñas del
camino despreciado se iban pasando al ca-
mino despreciador , quedando aquél al cabo
de algún tiempo totalmente desierto. En-
tonces las jóvenes del verdadero y genuino
temperamento aristocrático se comunica-
ban, no sé en qué forma, sus impresiones
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AGUAS FUERTES 177
dolorosas , y una tarde , cuando menos se
pensaba, enderezaban el paso, arrastradas
por altos sentimientos, al camino abando-
nado, donde permanecían hasta que de
nuevo se veían molestadas y tornaban á
ejecutar graciosamente la idéntica manio-
bra. Cuando la Castellana vuelva á ser lo
que antes , el paseo más concurrido de Ma-
drid, confiamos en que se repetirá este
fenómeno confiador hijo de una noble
altivez , sin la cual no es posible el refina-
miento de las costumbres ni el progreso
de los pueblos.
Aunque solitario, ó porque lo esté quizá,
el paseo no deja de ofrecer atractivos,
sobre todo para los melancólicos. No es
frondoso y quebrado como el Eetiro, ni
presenta variación de ninguna clase; es
una línea recta que se prolonga indefinida-
mente con cierta severidad clásica y mu-
nicipal convidando á los graves y tranqui-
los sentimientos. La línea recta tiene tam-
bién sus encantos , por más que yo prefie-
ra la curva, como ya he tenido el honor de
decir en tres distintas ocasiones. De noche,
las dos hileras de faroles colocadas á en-
12
J
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178 ARMANDO PALACIO VALDÉS
trambos lados de la carretera, ofrecen una
perspectiva muy bella : son dos cintas pa-
ralelas y luminosas que van á perderse en
un fondo oscuro, donde una imaginación
viva puede forjar , selvas dilatadas , abis-
mos inmensurables ó un desierto poblado
de monstruos. No sé hasta qué punto la
comisión de alumbrado público ha hecho
bien en buscar este nuevo aliciente para
excitar la fantasía del vecindario. Sin em-
bargo , fuerza es confesar que en esta oca-
sión ha sabido herirla de un modo delicado
y útil, revelando lo infinito por medio de
una misteriosa é indefinida sucesión de
faroles.
Adornando los flancos del paseo^ álzan-
se un número considerable de hoteles y
palacios de formas muy diversas, no siem-
pre bellas, aunque sí caprichosas. Nues-
tros banqueros y contratistas de obras pú-
blicas no queriendo, como es natural, pagar
tributo á lo prosaico de las construcciones
modernas, han solicitado el concurso de
las edades más poéticas de la humanidad
y de las comarcas más pintorescas para le-
vantar sus viviendas suntuosas^ Se encuen-
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AGUAS FUERTES 179
tran allí, á poca distancia unos de otros,
palacios egipcios, árabes, asirioJ^ babiló-
nicos , gallegos y catalanes. Por regla ge-
neral están rodeados de jardines que la na-
turaleza, secundada eficazmente por las
mangas de riego, ha poblado de flores y
verdor. He pasado muchas veces por allí y
jamás he visto á nadie disfrutando de su
amenidad, salvo los pájaros. Las ventanas
de los palacios tienen las persianas echadas
y reina tal silencio en sus inmediaciones,
que cualquiera los creería deshabitados.
Esto contribuye á despertar en la imagi-
nación de los paseantes recuerdos ó sueños
romancescos. Aquellos palacios deben de
guardetr seres bellos y felices que se alejan
del ruido de la corte á fin de paladear con
más tranquilidad su dicha. El amor debe de
ser el dios á quien se rinde culto en tales
nidos tibios y suntuosos. Algunas veces al
través de sus persianas he oído los dulces
acordes de un piano. ¡ Cuántas cosas bellas
cruzaron entonces por mi mente! ¡Cuán-
tas novelas interesantes se me presentaron
de improviso !
Una mañana de primavera, impresiona-
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180 ARMANDO PALACIO YALDÉS
do por la reciente lectura de cierta novela
de Octavio Feuillet, iba paseando distraí-
do por aquellos silenciosos lugares gozan-
do de la frescura y aroma de los árboles y
de la grata soledad que allí imperaba. De
pronto, al pasar por delante de imo de los
palacios , creí percibir rumor de voces en
el jardín. Al fin sorprendo á lá enamorada
pareja de este nido, me dije sonriendo; y
con el corazón agitado y el paso cauteloso,
me acerco á la verja revestida de una es-
pesa cortina de madreselva y aplico el oído.
Detrás del muro de verdura dos voces poco
argentinas disputaban acaloradamente so-
bre el proyecto de conversión de la deuda.
Más allá de la Castellana se tropieza con
el Hipódromo. Quisiera decir algunas pa-
labras acerca del Hipódromo, pero creo
que aún no ha llegado la época de juzgar
con verdadera imparcialidad esta nueva
institución. Las grandes reformas necesi-
tan algunos años para desenvolverse y dar
el fruto que el legislador ha buscado. Juz-
gando hoy aquélla, temo incurrir en erro-
res y apasionamientos, de los cuales me
arrepentiría ya tard^.
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LOS MOSQUITOS LÍRICOS
MiLio Zola sostiene que los poetas
Kricos de ahora son pajaritos que
cantan en el árbol de Víctor Hugo.
Es la pura verdad. Carduci, !Núñez de Ar-
ce, Copee, Sully Prudhome, Campoamor
y otros pocos no hacen más que glosar con
dulzura el canto sublime del titán del si-
glo XIX, reflejar la luz gloriosa del astro
que se está acostando entre vivas y esplen-
dorosas llamaradas.
Los grandes poetas gozan el privilegio
de fundar ciclos donde van á reunirse los
que cierta misteriosa simpatía y una evi-
dente semejanza en la manera de sentir y
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182 ARMANDO PALACIO VALDÉS
pensar arrastra hacia ellos. Sin remontar-
nos á tiempos antiguos, y fijándonos sola-
mente en la época moderna, saltan á la
vista ejemplos. Ahí está Goethe con su
brillante falanje de poetas alegres, sere-
nos, razonadores y sensibles. Ahí está By-
ron con su numeroso cortejo de desgracia-
dos, á quienes el mundo no comprende,
almas doloridas, corazones que destilan
sangre y versos lacrimosos. Y por último,
vivo está todavía, por dicha nuestra, el
egregio autor de las Orientales y la Hojas
de Otoño , y viva también una gran petrte
\/ de sus discípulos, cuyos trinos y gorgeos
escucha el mundo con placer.
Ni quiere decir esto que la circunstancia
de estar comprendidos en un ciclo, prive á
los poetas de originalidad. Nó hablamos
aquí, ni valiera la pena de que habláse-
mos, de aquellos que rastrean servilmeniíe
la pista del maestro para posar sus pies en
las huellas que va dejando, porque no me-
recen los tales nombre de poetas. Hace-
mos referencia tan sólo á los que, recibien-
do impulso y dirección de algún ingenio
extraordinario, caminan solos y sin anda-
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AGUAS FUERTES 188
dores , representando cada cual dentro del
ciclo un brillante color de los muchos en
que la luz de la poesía puede descompo-
nerse. Los que hemos citado más arriba
pertenecen á ese número. Son poetas, por
privilegio, de nacimiento, pero han naci-
do bajo la influencia de un astro que aún
resplandece sobre el horizonte, y no pue-
den sustraerse á ella. Esto' no les quita
ningún mérito. Todos los objetos hermo-
sos que existen en el mundo necesitan ab-
solutamente la luz del sol , y , sin embargo,
¿quién se acuerda de éste al contemplar
su belleza? Además , en el firmamento las
estrellas con luz refleja aparecen tan be-
llas como las que la tienen propia. Algu-
nas veces, cuando los astros de primera
magnitud brillan muy lejos, no ostentan
tanta hermosura como otros más peque-
ños y cercanos; bien así como tal ó cual
poeta de la antigüedad, con ser mucho
más grande, no nos produce la impresión
viva y profunda que otros modernos de
importancia secundaria, pero que partici-
pan de nuestra manera de sentir y pensar,
y la reflejan.
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184 ABUANDO PALACIO VALDÉB
Adviértase también que los ingenios ex-
traordinarios que comunican movimiento
y señalan derrotero á un período literario,
los que Juan Pablo Eichter denomina ge-
nios activos, son ó han sido muy pocos en
el mundo. La mayor parte de los poetas
que admiramos y nos deleitan pertenecen
á la categoría de los que el mismo crítico
llajüHB, genios pasivos, si bien, á nuestro en-
tender, incluye en este número á algunos
que merecen ser colocados entre los pri-
meros, como Eousseau y Schiller.
Dejemos, pues, sentado que nos gustan
todos los pájaros, ruiseñores, canarios,
malvises y jilgueros que cantan en el árbol
de que nos habla Zola. ¡Ojalá nos fuera
permitido pasar la vida reclinados dulce-
mente bajo su frondosa copa escuchándo-
los! Pero todo el mundo se empeña en
aconsejarle á uno que trabaje. Apenas nos
distraemos un poquito con sus gorgeos,
cuando nos dice la voz de cualquier fiscal
municipal ó jefe de sección : « ¡ Hola ! ¿Ver-
sitos, eh? ¡Vaya una gana que tiene V. de
perder el tiempo ! »
Y no es eso lo peor. Debajo del árbol no
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AGUAS FUERTES 185
se disfruta tampoco la paz y sosiego nece-
sarios. Los mosquitos y moscones, las ara-
ñas, los cínifes y bichos de todo linaje no
dejan un instante de atormentarle á uno
con su zumbido cuando no con sus pincha-
zos. Excuso decir que me refiero á la nube \/
de poetastros de todos sexos, edades y con-
diciones que, para escarmiento de picaros,
existe en la capital.
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II
Voy á hablar de algunos de nuestros
mosquitos más distingaidos. Conviene de
vez en cuando sacudirse las moscas. Diví-
dense en cuatro grandes familias á cual /
más perversa y endemoniada. La primera
es la de los mosquitos sentimentales, que
son los de apariencia más inofensiva , aun-
que en realidad haya motivo para guardar-
se bien de ellos. Tienen un zumbido dulce
y quejumbroso, que al principio no moles-
ta gran cosa , pero que llega á hacerse in-
soportable. De estos mosquitos, algunos
empiezan á disgustarse de la vida así que
entran á cursar la segunda enseñanza; sa-
len generalmente suspensos en los exáme-
nes, reciben innumerables coscorrones del
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188 ABMAKDO PALACIO YALDÉS
jefe de la familia y se enamoran perdida-
mente y en secreto de una mujer de treinr
ta años. Hasta aquí sus extragos no pasan
del circulo de la familia; mas al llegar á
los diez y seis años comienzan á hacer co-
plas amargas como la hiél , inspiradas por
lo común en La desesperación de Espron-
ceda, un estúpido y obsceno poema fabri-
cado por algún estudiante de medicina para
deshonrar el nombre del ilustre poeta. Es-
tas coplas se escriben con lápiz mientras
los papas se figuran que está allá en su
cuarto enfrascado en el estudio, y sólo son
admiradas de algún amigo discreto que re-
cíprocamente presenta á su admiración
otras coplas no menos amargas. Tal vez
que otra estas coplas, que ruedan por los
bolsillos de los pantalones hasta que se pu-
dren , caen en manos de la mamá al tiem-
po de coser ó acepillar la ropa : la mamá,
claro es , no sabe lo que aquello significa,
pero corre á mostrárselo al papá, ¡y aquí
fué Troya! Este considera á su hijo sumi-
do en un piélago de liviandades, se pone
^ lívido, lanza profundos suspiros de congo-
/ ja, y después de un enérgico discurso, en-
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AOÜAS FUERTES 189
la culpable cierra bajo llave durante ocho
oías. La mamá , más dispuesta como mu-
jer á los sentimientos dulces, acude á la
religión y le lleva á confesar con un sabio
jesuíta, no sin que el joven poeta proteste
sordamente, pues ya han huido de su ator-
mentado espíritu las consoladoras creen-
cias de los primeros años. Aunque pide per-
dón á su mamá y le promete no volver á
eBciihii porquerías , el mosquito sentimen-
tal no puede prescindir de continuar zum-
bando á escondidas de su familia: las per-
secuciones, lejos de abatirle, encienden
más y más el horno de su inspiración y le
acaban de persuadir de que la copa de la
vida está llena hasta los bordes de cierto li-
cor ponzoñoso , y que él se encuentra obli-
gado á apurarla hasta las heces. Un perió-
dico semanal de la población se encarga de
comunicar este su convencimiento al pú-
blico, expresado en términos solemnes,
aunque sin gramática. D^sde esta fecha,
nuestro mosquito comienza á gozar de una
envidiable reputación que se extiende co-
mo mancha de aceite por toda la provincia.
No obstante, por más que la opinión fa-
y^
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190 ABlfANBO PALACIO VALDÉB
vorable de sus paisanos sea un bálsamo
precioso para cicatrizar las heridas del co-
razón , todavía no está satisfecho y medita
seriamente un día y otro en venir á zum-
bar á Madrid, á fin de que se le oiga en
todos los ámbitos de la península. El papá,
que ya se va convenciendo de que su hijo,
aunque haya salido suspenso en la mayor
parte de las asignaturas, llegará á ser hom-
bre célebre , consiente en hacer un sacrifi-
cio. Ya le tenemos en la Corte. A los cua-
tro meses justos publica una composición
en cierta revista literaria; á los quince días
otra , á los quince días otra , y así sucesi-
vamente sigue zumbando periódicamente
durante dos años. Al fin se decide á colec-
cionar sus poesías en un tomo. El papá
vende una fiílca y le remite dinero. Pide
un prólogo á Cañete, y este señor, que ja-
más se niega á tales cosas , dice al frente
del libro en lenguaje castizo que hay en él
composiciones muy hndas, y las cita; que
el autor muestra por lo general mucha «ele-
gancia, donaire y estro», y que el joven
mosquito, si no se desgracia, llegará á ser
un moscón insigne. Desgraciadamente, es-
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AGUAS FUERTES 191
ta profecía permanece guardada como san-
ta reliquia en el almacén de algún librero
que ha aceptado el tomo en comisión. Trans-
curren meses sin que ningún humano ven-
ga en demanda del tomo de Preludios (es-
tos mosquitos casi siempre ponen á sus
zumbidos algún nombre musical: prelu-
dios, arpegios, acordes, calderones, etc.),
hasta que el librero se cansa de tener tan-
to papel inútil en el almacén y decide vol-
vérselo á su dueño ó comprarlo al peso.
Esta es una de las soluciones. Otra consis-
te en que D. Modesto Fernández y Gonzá-
lez interponga su influencia para que el
Ministerio de Fomento le tome quinientos
ejemplares con destino á las bibliotecas pú-
blicas. Los subditos españoles que las fre-
cuentan no podrán menos de agradecer al
Ministro el interés con que mira el cultivo
de sus facultades imaginativas: todos los
años les remite algunos miles de quintales
de ternezas rimadas.
De todos modos, la falta de dinero es
una de las causas primeras de mortandad
en la familia de los mosquitos sentimenta-
les. Los que consiguen sobrevivir á tal cau-
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192 ABMÁNDO PALACIO YALDÉS
sa y llegan á dar una velada en el Ateneo
de Madrid, están salvados. El Ateneo es
para los mosquitos el oxígeno. Cuando al-
guno anda alicaído , asfixiado por la indife-
rencia del público y á medio morir , no tie-
ne más que venir á leer ante esta docta
corporación, y se le verá inmediatamente
revolotear lleno de vida y alegiía. El Ate-
neo, en achaque de versos, es de una po-
tencia digestiva superior á la de los tiburo-
nes y avestruces. Los botones de metal y
los pedazos de vidrio que dicen que estos
animales digieren, no son nada compara-
dos con los versos que yo he visto tragar
en el Ateneo ; un padre cariñoso no haría
más por su hijo que lo que suele hacer este
cuerpo docente por los mosquitos de que
acabo de hablar.
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III
otra de las grandes familias en que se
divide la especie de los mosquitos líricos, es
la de los filósofos ó trascendentales. No tie-
ne la misma fuerza reproductiva , y por con-
secuencia no es tan numerosa, pero en cam-
bio es infinitamente más devastadora. El
mosquito filosófico suele leer mucho, y es-
tá, por lo general, bastante enterado de las
literaturas extranjeras; apunta cuidadosa-
mente en un libro de memorias las frases
brillantes y los pensamientos profundos y
esmalta con ellos sus híbridos engendros;
no es partidario del arte por el arte, ni gus-
ta de la literatura frivola que sólo aspira á
conmover y recrear ; de las tres dimensio-
nes de los cuerpos, longitud , latitud y pro-
ís
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194 ARHAKDO PALAOIO VALD¿S
fandidad , no admite más que la última. Es
mucho más objetivo que sus colegas los
sentimentales, y aun cuando manifiesta
tendencias muy marcadas hacia el pesimis-
mo, no llega á él por el camino puramente
subjetivo y personal de aquéllos sino me-
diante el estudio reflexivo de los fenómenos
y las leyes, por lo cual su pesimismo es
siempre más lúgubre, más desgarrador,
como que es el resultado lógico de un sis-
tema , de un vasto y profundo concepto de
la existencia. Desde niño se observa en él
gran amor á lo general y mucho desdén por
lo particular. Estas nobles aficiones le han
perdido á menudo en los exámenes duran-
te la segunda enseñanza: se empeñaba en
contestarlo todo á ratione y en resolver las
más arduas cuestiones de plano y según le
dictaba su alto entendimiento. En historia
natural sahó suspenso , porque habiéndole
preguntado las clasificaciones, contestó que
él no admitía clasificaciones en la natura-
leza, que el mundo debía considerarse siem-
pre en su unidad indivisible y permanente,
y que todas las clasificaciones estaban- su-
jetas á cambios incesantes , según los pro-
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AGUAS FUERTES 195
gresos que se hicieran en el estudio de la
materia. Los profesores de instituto (salvo
honrosas excepciones) , son más dados á lo
temporal que á lo permanente, y el mos-
quito filósofo padece por esta causa muchos
vejámenes en los albores de la vida.
Después de formada su opinión en lo
que atañe á la existencia, al amor, á la re-
ligión, á la muerte, etc., etc., nuestro mos-
quito adopta la manera que le parece más
interesante para zumbarla al oído del pú-
bUco. Unas veces se presenta con un ex-
cepticismo risueño y paradógico que pare-
ce decir á los lectores: «Yo no creo en
nada, ni en Dios, ni en los hombres, ni
en la madre que me parió , pero me gusta
aprovecharme de las cosas buenas que en
el mundo nos encontramos , como el amor,
los buenos vinos, los paisajes bonitos, et-
cétera, etc., y vamos viviendo.» Su maes-
tro es Campoamor, á quien imita no tan
sólo en el pensamiento sino en la frase, ex-
presando las ideas elevadas y abstrusas en
forma llana y corriente, y asi como el ilus-
tre poeta, también él desciende á los por-
menores vulgares de la existencia y se com-
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196 ASMANDO PALACIO VALDÉS
place en describir lo pequeño é insignifi-
cante.
«Yo no voy á la escuela
aunque me pegue mi señora abuela.»
¡Qué sobriedad tan encantadora! ¡Que
amable sencillez se advierte en esta y en
otras frases que se encuentran esparcidas
por una muchedumbre de poemas no bas-
tante apreciados del público!
Otras veces prefiere envolver sus vastas
concepciones poéticas y metafísicas, en un
misterioso simbolismo atestado de laberin-
tos. Su modelo entonces es el Fausto de
Goethe, ó el Manfredo de Byron. Pasa
unos cuantos años escribiendo un grandio-
so poema, del cual lee solamente de vez
en cuando, en Academias y Ateneos algu-
nos fragmentos que dejan en suspensión y
espanto el ánimo de algunos amigos. En
este poema todos los seres animados ó in-
animados del universo expresan su opinión
acerca del misterio de la existencia; y de
la suma de estas ideas se propone el autor
que resulte la clave de todo. Las diversas
opiniones se expresan en el poema del mos-
quito filósofo por medio de voces que van
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A«lüAS FUEBTES 197
sucesivamente gritando por las páginas del
libro. Cuanto existe y cuanto ha existido
tiene voz y voto en el poema: la voz de la
esclavitud^ la voz de la libertad^ la voz de
las citídades, la voz de los campos y la voz
de la iglesia, la voz de la administración,
la voz de los colegios electorales, la voz de
los tribunales colegiados, la voz de los edi-
ficios del Estado, etc., etc. Pero las cosas
mejores las dice siempre una voz anónima,
que debe de ser la del autor. De todo ello
resulta que la vida es un lazo insidioso que
nos ha tendido una voluntad perversa, y
que para vencer á esta voluntad no hay
otro medio que el suicidio, el suicidio de la
humanidad entera.
A pesar de estas lúgubres y espantosas
conclusiones , y del pesimismo que mina
su preciosa existencia, el mosquito filósofo
gusta extremadamente de que El Impar-
cial y El Globo digan en su hoja literaria
que zumba con corrección y elegancia.
Viene después la familia de los legenda-
rios, que estaba á punto de desaparecer de
la fauna , y que merced á ciertos trabajos
misteriosos de la naturaleza poderosamen-
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198 ASMANDO PALACIO VALDES
te secundada por la sección de literatura
del Ateneo de Madrid, ha vuelto á cobrar
vida en estos últimos años.
Los legendarios aborrecen la edad mo-
derna y desprecian la antigua. La única
época histórica que les seduce es la com-
prendida entre la irrupción de los bárbaros
y el Eenacimiento. Dentro de esta época
la institución que despierta en su juvenil
fantasía mayor copia de romances octosíla-
bos y endecasílabos, es el feudalismo. El
mosquito legendario no comprende cómo
se puede vivir sin almenas, sin alfanjes,
puentes levadizos, cascos y cimitarras.
El amor no tiene atractivo para él, sino
cuando la dama aguarda toda la noche á
su galán en una ventana del castillo, sin
miedo á catarros ni á reumatismos, y el
galán despacha al otro barrio media doce-
na de deudos para llegar hasta ella. Los
combates, las emboscadas, los asaltos, los
pisos que se hunden para sumirle á uno en
profunda mazmorra, los fosos, los despe-
ñaderos, etc., etc., son las únicas cosas
que entusiasman á nuestro mosquito. En
su concepto, no se puede vivir á gusto, sino
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AGUAS FXTERTES 199
con el alma en un hilo. Sus poemas, por \/
consiguiente, están saturados de aquellos
elementos que admiten muchas y variadas
combinaciones , según puede verse en las J
infinitas leyendas que los lectores habrán,
sin duda , oído recitar en su vida.
El argumento es lo único permanente ó
inalterable en estas leyendas; un amor
desgraciado por la enemistad tradicional
de los papas de los novios; dos señores
feudales de cortos alcances y que padecen
de atrabilis; los chicos que no se resignan
á ser desgraciados y continúan sus relacio-
nes hasta que una noche los sorprenden
juntos y les arman un belén; el padre de
la niña que encierra á su presunto yerno
en una mazmorra, y le tiene á pan y agua
sujeto con cadenas; el novio que se escapa
ayudado por la niña, y viene después con
su m esna da á dar un asalto á su suegro; y
rapto de la novia; el papá suegro que no
se resigna, arma su mesnada y va á dar
otro asalto á su yerno y le lleva la novia;
el yerno, que tiene muy malas pulgas y
arma de nuevo su mesnada y vuelve á ro-
bar la chica, etc., etc. Los asaltos se pro-
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200 ABBIANDO PALACIO VALDÉS
longan hasta que la novia, fatigada de tan-
to trasiego de un castillo á otro, se decide
á espirar.
Con este sencillo argumento, que mu-
chos años dé uso han consagrado, lograron
triunfos imperecederos una muchedumbre
de mosquitos, cuyos nombres guardará
tan cuidadosamente la historia, que nadie
los averiguará jamás. Dentro de él caben
infinitas combinaciones, bellas é intere-
santes , según el número y distribución de
los asaltos y lo sangriento de la lucha; se-
gún la calidad del novio, que puede ser ca-
ballero y trovador ó caballero solamente;
el carácter del paisaje, que puede estar
cerca del océano ó en lo interior de la sie-
rra; el corcel del amante, que puede ser
blanco, negro ó alazán, etc., etc. De todos
modos, yo aconsejo á los jóvenes líricos
que no se aventuren por ninguna conside-
ración á cambiarlo, pues al romper con los
usos establecidos se corre grave peligro , y
no en vano está sancionado desde tiempo
inmemorial por cien generaciones de mos-
quitos.
Por último, hablaré del mosquito clási-
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AGUAS FUERTES 201
co. Lleva la ventaja á sus compañeros de
que ha estudiado regularmente la segunda
enseñanza y conoce la retórica de Hermo-
silla. Ha obtenido siete escribanías de pla-
ta en otros tantos certámenes poéticos
abiertos en varias provincias de España, y
en todas partes se han hecho lenguas de
BU formay que los periódicos califican cons-
tantemente de gallarda. Como es natural,
desprecia profundamente el fondo, en el
cual no ha brillado ni brillará, y admira
en primer término, tratándose de poesía,
la paciencia, que es la facultad que todo
clásico debe cultivar con predilección. Así
que , cuando habla de alguna composición
poética, nunca se mete a averiguar si es
elevada ó rastrera, original ó vulgar, si tie-
ne ó no tiene inspiración: lo único que
aprecia en ella es si está ó no está bien
trabajada. No puede ver á un buen eba-
nista dando los últimos toques á una cómo-
da sin exclamar para sus adentros : \ Qué .
lásti^oa de poeta ! —
Por lo general viene á Madrid recomen-
dado á D. Aureliano Fernández Guerra ó á
Barrantes, á quienes admira de buena ó
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vy
202 ASMANDO PALACIO VALDés
de mala fe, que eso no importa, y les lee
míos cuantos sáfícos adórneos y algunas
espinelitas : los académicos se dignan de-
cirle que es muy «donoso y maleante», y
que sus composiciones están llenas de «sen-
tencias briosas y s^es irónicas». Abroque-
lado con este juicio nuestro mosquito, da
algunas lecturas en la Juventud Católica
y publica varios fragmentos en La defen-
sa de la Sociedad, hasta que, por con-
sejo de sus amigos académicos, deja repen-
tinamente de zumbar. Escribiendo y pu-
blicando no se va á ninguna parte. Para
que un literato alcance respetabilidad y
obtenga la admiración de la gente, es con-
dición ineludible que no escriba poco ni
mucho.
Entonces el mosquito clásico se dedica
á despellejar á Echegaray, á Castelar, á
Pérez Galdós, y en general á los escritores
que son leídos y aplaudidos. Al mismo
tiempo se deshace en elogios de todo lo
ñoño , pobre y ridículo que se publica ó se
representa, con lo cual satisface sus ins-
tintos y á la vez regocija á los astros lite-
rarios que le iluminan eu su carrera.
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AGÜAB FUERTES 203
Es el peor intencionado de los mosqui-
tos que hemos estudiado, y por eso es el
único que tiene buen paradero. Sus com-
pañeros arrastran una vida miserable y
triste; ó vuelven á vejetar á su pueblo, ó se
distribuyen por los ministerios de auxilia-
res y escribientes , ó entran de factores en
alguna compañía de ferrocarriles, ó mue-
ren en el hospital. Pero el mosquito clási-
co ¡ni por pienso! Ahí están sus protecto-
res, que le hacen archivero-bibliotecario,
ó le dan una comisión lucrativa en país ex-
tranjero , ó le ayudan á salir diputado y á
ser director general y ministro. Después
de algunos años de mantenerse firme en
no escribir, de frecuentar los salones aris-
tocráticos y de despellejar sin piedad á
cualquier escritor que muestre talento y
fantasía poco comunes , el mosquito clási-
co como recompensa de su brillante cam-
paña, es conducido en triunfo á la Acade-
mia de la Lengua. Que á todos mis lecto-
res deseo. Amén.
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Digitized by VjOOQIC
EL ÚLTIMO BOHEMIO
DO hace todavía dos años que pasan-
do por la Carrera de San Jerónimo
di con un amigo periodista, que
me dijo al tiempo de saludarme : — Vaya us-
ted por la calle de Sevilla y verá V. á Pe-
layo del Castillo acostado en la acera.
Había oído hablar muchísimo de este
personaje y tenía la cabeza llena de sus
extravagancias y proezas tabernarias : ha-
bía visto en los teatros una pieza suya ti-
tulada El que nace para ochavo , no des-
provista enteramente de gracia: no quise,
pues , perder la ocasión de conocerle. Á los
pocos pasos encontré á Urbano González
Serrano, conocido seguramente de todos
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206 ASMANDO PALACIO VALDl^S
mis lectores, y le invité á venir conmigo,
lo que aceptó con gusto. Ambos nos dirigi-
mos al lugar que me habían designado , ó
sea, la acera de la calle de Sevilla colocada
en el sitio de los recientes derribos, donde
tumbado boca arriba, con la cabeza apo-
yada en una piedra y expuesto á los rigo-
res del sol, vimos á un mendigo sucio y
desarrapado. ¡Cómo se nos había de ocu-
rrir que aquel hombre fuese Pelayo del
Cantillo ! Tenía la cabeza enteramente des-
cubierta y llena de greñas , el rostro en-
cendido , el cuerpo envuelto en un andrajo
que parecía el residuo de una capa, los
pies metidos en dos cosas asquerosas que
en otro tiempo habían sido alpargatas.
Todo nos volvíamos mirar á un lado y
á otro explorando la calle en busca de
nuestro literato, sin lograr hallarle. Al fin
nuestros ojos se encontraron y le pregunté
recelosamente designando al mendigo:
— ¿ Será ese?
— ¡ Imposible ! — replicó Serrano.
No obstante, en la frente de aquel hom-
bre había algo que no suele verse en las de
los braceros; era una frente degradada , pe-
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AaüAd s^üüBTES 207
ro era una frente donde se había pensado.
Insistí en que lo averiguásemos, y acer-
cándonos á él, Serrano le sacudió leve-
mente;
— Oiga V ¿es V. D. Pelayo del Cas-
tillo?
El mendigo se incorporó lentamente y
restregándose los ojos y abriéndolos con
dificultad á causa de la gran irritación de
los párpados, contestó mal humorado :
— No señor, yo no soy ese Pelayo del
Castillo.
Serrano se quedó un instante suspenso.
Los dos comprendimos, sin embargo, que
era él.
— ¿De veras no es V. Pelayo del Castillo?
— No señor.
Después de comunicarnos en voz baja
nuestra opinión contraria, sacamos cada
cual ima moneda del bolsillo.
—Tome V.
— No señor — repuso rechazándolas con
la mano y el gesto — yo no puedo aceptar
eso yo no les conozco á ustedes.
— Somos dos aficionados á las letras;
tome V.
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208 ABMANDO PALACIO VALDÉS
Con algún trabajo hicimos que al fin las
aceptase. Levantando entonces la cabeza
que tenía doblada sobre el pecho , nos pre-
guntó.
— ¿Á quién debo dar las gracias?...
— Nuestros nombres no importan nada:
somos dos amigos de la Hteratura: quede
V. con Dios.
Y nos alejamos apresuradamente mien-
tras él repetía esforzando la voz.
— Gracias, caballeros... yo quisiera sa-
ber...
A los pocos pasos volví la cara. Estaba
mirando las monedas. Al verle de aquella
suerte, sentado en el suelo, cubierto de an-
drajos y la cabeza desnuda al sol, me
sentí conmovido. ¡Será posible que ese
desdichado sea un literato; que haya escu-
chado los aplausos del público y alternado
con los hombres más distinguidos de Espa-
ña ! Y en aquel instante se me ocurrió es-
cribir algo acerca del estado en que se ha-
llan los literatos y artistas en nuestra na-
ción. Celebro no haberlo hecho , porque
desde entonces hasta ahora se han modifi-
cado bastante mis opiniones en este asunto.
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AGUAS PUERTES 209
Impresionado por el espectáculo que aca-
baba de presenciar, no pude menos de di-
rigir m mente amargas recriminaciones á
la patria que deja perecer de hambre á to-
do el que se dedica al cultivo de las letras
y las artes y ensalza y pone sobre su ca-
beza á cualquier necio que se engolfa en la
política sin más equipaje que su desver-
güenza. Algo, y aun mucho de esto, es
verdad; pero no es toda la verdad. Para
resolver un problema es necesario exami-
narlo en todos sus aspectos.
Primeramente, la nuestra, es una na-
ción de diez y seis millones de habitantes:
por ló mismo , es absurdo pretender que
el literato que vive del público, sea aquí
remunerado como en Francia ó Inglaterra,
donde la población es más del doble. Á
más de ser el número de lectores menor
en absoluto , lo es también relativamente:
si en Francia leen diez por cada ciento , en
España no lee siquiera uno, entre otras
razones , porque no saben , y es fuerza , por
lo tanto, que este uno ó este medio por
ciento eche sobre sus hombros la carga de
alimentar á todos los que con razón ó sin
14
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210 ARMANDO PALACIO ¥ALD¿S
lella nos dedicamos á escribir para el públi-
co. Harto hace, á mi entender, con ayu-
darnos á vivir modestamente : no le pida-
mos hoteles , coches y alfombras como en
Francia ó Inglaterra porque no puede dár-
noslos.
Claro es que el número insignificante de
lectores depende del atraso del país , del
detestable gobierno que nos ha regido , nos
rige y nos regirá, de la influencia veneno-
sa de la política y de otras mil causas enu-
meradas á la continua en libros y en pe-
riódicos. Aquí está la parte de culpa de la
nación, que realmente no es menuda.
Mas también los artistas y literatos ayu-
dan con su conducta al estado miserable
en que se hallan. En España se ha enten-
dido hasta ahora que el poeta ó el artista
es un ser mitad humano mitad angélico á
quien no sientan bien los deberes y hábitos
exigidos á los demás hombres. Todo hom-
bre debe trabajar para ganarse el sustento;
pues el literato no. Todo hombre debe ser
previsor y separar de lo que gana una par-
te para mañana; pues el literato está exen-
to de tal carga. Pasar la vida holgando y
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AGUAS FUERTES 211
tomar la pluma en los momentos de inspi-
ración (que no suelen venir precisamente
cuando se está ayuno); vender los'produc-
tos del ingenio al primer editor usurero con
quien se tropieza; gastarse el dinero ale-
gremente en un día y pasar el resto del
mes viviendo del crédito , si es que lo hay;
tal ha sido hasta la fecha el proceder de
la mayor parte de nuestros literatos. En
algo se han de distinguir los seres inspi-
rados de los que no lo son.
Y si esta era la conducta de los gran-
des ingenios , de los hombres más eminen-
tes, calcúlese cuál serla la de los adoce-
nados, los que no pudiendo elevarse has-
ta ellos por la belleza de las obras imitan
su vida exterior y hasta pretenden oscu-
recerla (y á veces lo consiguen) por me- . \/
dio de enormes extravagancias y atroci-
dades. Hubo una época en que la bohe-
naia invadió toda la literatura. Para ser
literato era preciso no sólo ser un perdulario
sino afectarlo; vivir á la ventura, no pa-
gar á la patrona (este era el articulo pri-
mero del código bohemio), dormir algu-
nas veces al aire libre , rodar noche y día
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212 ARMANDO PALACIO YALDÉS
por los cafés, pedir dinero á todo el mun-
do con resolución de no devolverlo, po-
nerse las camisas y las botas de los ami-
gos, dar mico al sastre, jugar, emborra-
charse, etc., etc. Los que tenían gracia
solían emplearla en estas cosas y se ha-
cían célebres. Todavía se cuentan con en-
tusiasmo las pasadas que á sus patronas,
sastres y zapateros han jugado algunos es-
critores de menor cuantía, y hay quien les
admira por ellas más que por sus obras:
quizá tengan razón , porque estos literatos
tan chistosos para no pagar, no solían ser-
lo tanto para escribir.
De la falange délos bohemios, que repi-
to comprende la mayor parte de los escri-
tores que han parecido de treinta ó cua-
renta años á esta parte , algunos , muy po-
cos por supuesto , han conseguido inmor-
taUzarse con sus escritos; otros abando-
nando la literatura se han hecho personas
formales y han entrado en la política ó los
negocios: éstos son los que mejor han li-
brado; pero uno que otro, ó más viciosos
ó más soberbios ó menos aptos han per-
sistido con extraña tenacidad en su vida
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AGUAS FUERTES 213
aventurera y en sus costumbres abyectas
que los han conducido rápidamente á un
abismo de degradación. El representante
genuino de estos últimos, el más empeder-
nido, el que' gozaba de más notoriedad
era Pelayo del Castillo, fallecido recien-
temente en el hospital. Este desgraciado
fué victima de su indolencia y de sus vi-
cios, pero en parte también de las ideas
dominantes en su tiempo acerca del papel
que en el mundo debe el literato represen-
tar. Si en vez de celebrarse como chistes
los vicios , el desaseo, la desvergüenza y el
desarreglo de las costumbres , se conside-
raran como graves y repugnantes defectos,
ni éste ni otros desdichados hubiesen lle-
gado á tal extremo de miseria. Nada hay
tan funesto como presentar al hombre un
ideal que no esté de acuerdo con los pre-
ceptos de la virtud y halague al propio
tiempo sus malas propensiones.
Por fortuna el ideal ha desaparecido y
sus representantes no tardarán en desapa-
recer. El literato ya no pide á la sociedad
privilegios inmorales: es un hombre que
debe trabajar como los demás y sacar el
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214 ARMANDO PALACIO VALDÉS
mejor partido posible de sus productos. Si
no puede vivir de la pluma, porque en Es-
paña no existan todavía medios de remu-
nerarle cumplidamente, debe alternar sus
ocupaciones literarias con otras de diversa
índole. Si puede vivir , aunque sea modes-
tamente , debe trabajar diariamente como
cualquier otro obrero. Claro es que no se
le han de exigir las mismas horas de tra-
bajo que á un covachuelista , porque el del
escritor es más intenso; pero se marcará las
que sin detrimento de la salud pueda lle-
nar. La teoría de la inspiración es falsa y
ridicula: la inspiración acude delante de
las cuartillas y de los libros, no eñ las me-
sas de los cafés ni en las salas de juego:
cuando no gusta lo que se ha escrito, se
rompe y se escribe de nuevo preparándose
convenientemente con el estudio y la me-
ditación; pero no se van á buscar ideas á
la ruleta.
Hay ejemplos irrecusables que comprue-
ban la verdad de lo que acabo de manifes-
tar. El hombre más inspirado del siglo
XIX, Víctor Hugo, el inmortal autor de
las Hojas de Otoño y trabaja diariamente
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AGUAS FUERTES 215
un número crecido de horas. Balzac, el
coloso que rivaliza con él, trabajó más que
nadie en el mundo. Ni uno ni otro han ne-
cesitado esperar la inspiración jugando á
las siete y media. No obstante, es fuerza
declarar que para hacer lo que estos hom-
bres, además de su ingenio soberano, se
necesita un gran vigor corporal que pocos
poseen : mas á nadie se le pide sino lo que
puede ejecutar buenamente. En España
tenemos dos ejemplos notabilísimos : uno
es el del primero de los oradores contem-
poráneos, D. Emilio Castelar, el cual se
puede decir que trabaja de la salida á la
puesta del sol como el último obrero , ha-
ciendo sudar á todas las prensas del orbe
y atendiendo al propio tiempo á sus ta-
reas políticas: es de la raza de los atletas
como Víctor Hugo y Balzac. Otro es el
ilustre novelista D. Benito Pérez Galdós,
embebido noche y día en un intenso tra-
bajo literario , aprovechando todos los mo-
mentos de la existencia para preparar y
escribir sus obras inmortales.
Abandonemos, pues, para siempre el
romanticismo bohemio, plaga de nuestra
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216 ARMANDO PALACIO YALDÉS
literatura , que degrada al escritor y lo po-
ne á merced de los intrigantes políticos y
de los especuladores avaros. El literato
necesita independencia , un relativo bien-
estar y sosiego para entregarse á su traba-
jo , el cual de esta suerte se hace leve y
ameno. Nada me aflige tanto como ver á
un hombre ilustre y respetado en la repú-
blica de las letras , arrastrarse á los pies de
cualquier político estólido en demanda de
un destino ó una pensión : me parece que
aún subsiste aquel doloroso estado del tiem-
po de Cervantes , en que los literatos eran
los domésticos de los magnates; aún peor
hoy, pues que tienen que adular á los que
han sido sus compañeros, á quienes han
aventajado siempre en el talento, y que
por dedicarse á la política, maltrechos
quizá en la literatura, ocupan altas posi-
ciones y otorgan mercedes.
Pero si todavía es poco lisonjera la si-
tuación del escritor en España, en el hori-
zonte se divisan ya señales de un nuevo y
mejor estado. De algunos años á esta par-
te ha mejorado notablemente el aspecto
económico de las letras : ya los autores ó
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AGUAS FUERTES 217
poetas que abastecen el teatro, pueden
vivir de sus obras, y dentro de algunos
años tal vez los que escriben libros y ar-
tículos puedan hacer lo mismo. Se ñmdan
casas editoriales serias y acaudaladas en
sustitución de los editores sórdidos ó inep-
tos que antes se lucraban con la miseria
del escritor; muchos literatos administran
sus obras con acierto, otros se hacen pagar
dignamente, y casi han desaparecido los
necios que por verse en letras de molde es-
criben de balde. En este respecto , preciso
es confesar que la población de España que
más está haciendo para procurar indepen-
dencia al literato, beneficiando sus obras
con habilidad en la península , explotando
los mercados de América para nosotros ce-
rrados hasta ahora y arriesgando fuertes
capitales en este negocio , es Barcelona. Si-
guiendo de tal suerte, y si Madrid no tra-
baja algo más en pro de las artes y las letras /
patrias, barrunto que pronto será Barcelo- ^
na el centro intelectual de España.
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LOS AMORES DE CLOTILDE
(novela)
^K el cuarto de Clotilde , primera ac-
triz de uno de los teatros más im-
portantes de la capital, se reúnen
todas las noches hasta media docena de
amigos. La tertulia dura casi siempre tan-
to como la representación; pero tiene al-
gunos paréntesis. Cuando la actriz necesi-
ta cambiar de traje se dirige á sus tertulios
con sonrisa graciosa y ojos suplicantes :
— Señores, ¿me dejan ustedes un mo-
mentito?..'. un momentito nada más.
Todos se van al saloncillo y aguardan
con paciencia : me he equivocado , no to-
dos, porque el más joven de ellos , que es-
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220 ABMANDO PALACIO TALDÉS
tudia hace tres años el doctorado de medi-
ciña , aprovecha la ocasión y va á dar una
vuelta por los bastidores á estirar un poco
las piernas y á pescar algún beso desca-
rriado. Pero en fin, la mayoría espera pa-
seando ó sentada á que Clotilde entre-
abra la puerta y asomando su cabeza de
reina ó de villana, según el papel que vaá
representar , les grite :
— Adelante, caballeros... ¿He tardado
mucho?
Para D. Jerónimo siempre. Es el último
que sale refunfuñando y el primero que en-
tra en el cuarto. No acaba de transigir con
esta púdica costumbre: y aunque no se
atreva á expresarlo , allá en el fondo de su
pensamiento encuentra poco cortés que se
le eche de su asiento para que aquella mo-
cosita se vista: ¡ á él que hace treinta años
pasa la vida entre bastidores y ha sido el
íntimo de todas las actrices y actores anti-
guos y modernos !
Tiene cincuenta y cuatro años, y es em-
pleado en el Ministerio de Ultramar desde
los veinticinco. Todos los Gobiernos le han
respetado como una rueda indispensable
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AGUAS FUEBTES
de la maquinaria administrativa de las
colonias : soltero y mártir de las patronas.
Allá en su juventud se cuenta que escri-
bió un drama que le valió una silba y la ^i :^.
entrada por toda la vida en el escenario
de los teatros. Kesignado ó no resignado
con el fallo del público, dejó de escribir
dramas y adoptó el noble papel de protec-
tor de autores y artistas desconocidos y de
empresas arruinadas. El joven provincia-
no que llegase á Madrid con un drama en
el bolsillo, no podía emprender camino
mejor para verlo representado que el de la
casa de D. Jerónimo. Todo lo acogía con
los brazos abiertos, malo y bueno. Sin em-
bargo , como era asaz rudo en sus moda-
les, no escatimaba á los autores noveles
que se confiaban en él y le leían sus pro-
ducciones, las censuras fuertes y bástalos
insultos: — «Toda esa relación es puro fá-
rrago; eche V. tinta sobre ella. — Pero ven-
ga V. acá, alma de Dios, ¿cómo quiere us-
ted que un hombre que está á punto de
matar á otro, suelte diez y siete décimas
sin respirar! — ¡Jesús qué disparate! ¡Amor
platónico á una prostituta! ¡Usted se ha
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222 AEMANDO PALACIO YALDÉS
caído de un nido , joven ! » El que entendía
un poco la aguja de marear no se incomo-
daba , seguía adelante y al terminar depo-
sitaba el manuscrito en manos de D. Je-
rónimo. Y era bien seguro que el drama se
ponía en escena. El veterano de los basti-
dores ejercía mucho ascendiente con ribe-
tes de miedo sobre empresas y cómicos:
cuando se incomodaba ¡ tenía una lengua!
Si el drama era silbado , protestaba lleno
de ira contra el juicio del público y seguía
protegiendo con más fuerza al autor. Si lo-
graba buen éxito , callaba y sonreía volup-
tuosamente, pero no volvía á acercarse al
poeta aplaudido. Cuando éste se quejaba
de su desvío, respondía: «Usted ya ha de-
mostrado que tiene alas; vuele V., amigo
mío , vuele V. , que yo tengo que soltar á
otros pobreci tos».
Su vida privada ofrecía muy poco de
particular. Todas las noches , al salir del
teatro , se iba al café Habanero , donde ce-
naba constantemente un beefsteak con una
chica de cerveza. Y, según cierto amigo
que le había observado repetidas veces,
combinaba siempre su refacción con tal ar-
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AGUAS FUERTES 228
te, que había de concluir al mismo tiem-
po con el último bocado de carne, el úl-
timo de pan y el último sorbo de cerveza.
Esta noche la tertulia se presenta muy
animada. Los amigos de la actriz charlan
y ríen más que de costumbre. Don Jeróni-
mo, embozado en su capa (es privilegio),
arrellanado en el sillón de la esquina y con
un empedernido cigarro en la boca (es pri-
vilegio también), deja escapar famosos
chistes, que á veces obligan á los tertulios
á dirigir la vista hacia Clotilde y á colo-
rearse levemente las mejillas de ésta. Don
Jerónimo no lo echa de ver; la ha conoci-
do tan niña, que se cree con derecho á
prescindir de ciertos miramientos debidos [/'^
á las damas; suponiendo que se los haya
tributado en su vida á alguna, que no lo
creemos. La ha conocido muy niña y la ha
encaminado al teatro : cuando tropezó con
ella vivía muy estrechamente aprendiendo
el oficio de florista: hoy, merced á su ta-
lento, gana lo bastante para mantener con
decoro á su madre y sus hermanas.
Es agraciada y simpática más que her-
mosa; la tez morena, los ojos rasgados y
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224 ABXANDO ^PALACIO VALDÉS
negros, lo más bonito de su rostro; la boca
un poco grande, pero fresca con dentadu-
ra admirable. Está vestida de dama del
tiempo de Luis XV, con una peluca blan-
ca que le sienta á maravilla. No toma par-
te apenas en la conversación. Parece muy
satisfecha con escuchar solamente., giran-
do sin cesar sus ojos serenos de uno á otro
interlocutor y sonriendo á menudo cuando
se dirigen á ella.
Al llegar á cierto punto, se oye la voz-
del traspunte.
— Señorita Clotilde, cuando V. guste...
— Vamos allá — dice levantándose.
Se dirige al espejo, se da los últimos to-
ques á las cejas y pestañas con el pincel,
arregla con mano un poco nerviosa los ti-
rabuzones de la peluca, la cruz de brillan-
tes que lleva al cuello y los pliegues del
vestido. Sus amigos guardan un instante
silencio y contemplan estas maniobras dis-
traídamente.
— Señores, hasta luego.
Y sale del cuarto seguida de su donce-
lla, que le lleva recogida la cola, una es-
pléndida cola de raso color crema.
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U&.
AGUAS FUERTES 225
— ¡ Cada día va estando más linda esta
Clotilde! — dice el estudiante del doctora-
do, dejando escapar un imperceptible sus-
piro.
D. Jerónimo da una enorme chupada al
cigarro y queda envuelto instantáneamen-
te en una nube de humo. Por eso nadie
advierte la sonrisa de triunfo con que aco-
ge la observación.
— A mí también me parece más bonita
cada día — dice otro tertulio; — pero creo
que se ha modificado mucho su genio de
algún tiempo á esta parte,... Usted, pollo,
no la ha conocido como nosotros... Era una
loquita encantadora, ¡tan alegre! ¡tan tra-
tra viesa!... Nadifg podía estar á su lado de
mal humor... Ahora la encuentro grave,
triste casi siempre...
— Es verdad que me ha chocado la me-
lancoHa que hay en sus ojos...
D. Jerónimo dio otra enorme chupada al
cigarro. Nadie vio el relámpago de ira que
pasó por su rostro.
— Estos cambios, pollo, solamente los
opera el amor.
—¿Algún novio?
15
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22G ARMANDO PALACIO VALDÉS
— Eso... D. Jerónimo conoce bien la his-
toria...
— ^Voy á contarla — dijo sordamente aquél
desde el fondo de su embozo,— ^ y crean us-
tedes que no es plato de gusto contar estas
niñerías... Pero se trata de una chica á
quien todos queremos y cuanto á ella se
refiere debe interesarnos.
Hará cosa de tres años se presentó al
director de este teatro un joven elegante-
mente vestido, con el manuscrito de un
drama bajo el brazo. No hay nada en el
mundo más imponente y aterrador que un
joven bien vestido que lleva debajo del
[ brazo el manuscrito de un drama. El di-
j rector procuró escurrir el bulto , le dio al-
/ gunos quiebros con maestría y varios pa-
\ ses, pero al fin fué cogido en la misma cu-
' na; quiero decir, que el joven le convidó
un dia á almorzar , le llevó engolosinado
ofreciéndole la perspectiva de unas cuantas
docenas de ostras empapadas en Sauterne,
y como postre le descerrajó el drama á que-
ma^opa.
El drama era efectivamente un Uro, Pe-
pe hizo lo que ustedes saben que se hace
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AGUAS FUERTES 227
en estos casos; se admiró profundamente
de la versificación, dijo ¡bravo! al llegar á
ciertos pensamientos enrevesados, y por
último propuso algunas reformitas en el
acto segundo , con las cuales quedaría la /
obra que ni jpintada.
El poeta incauto se fué á su casa muy
complacido y se puso á trabajar con ardor
en las reformas. Al cabo de quince días
volvió á presentarse á Pepe ; pero este ha-
lló entonces el acto primero un poco lán-
guido y le aconsejó que á todo trance le
diera más movimiento y lo acortase un po-
quito. En mover el acto primero tardó el
poeta un mes: cuando se presentó de nue-
vo , el director , mostrándose muy admira-
do siempre de ía versificación y de algunos
pensamientos, manifestó -algunas dudas
respecto á que la obra fuese teatral. Que
fuese literaria no tenía ninguna, al con-
trario , le parecía que en ese concepto po-
día competir con las mejores de Ayala... ^
pero teatral... realmente teatral... eso ya
era otra cosa.
— ¿Qué diferencia es esa, D. Jerónimo?...
No entiendo...
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ABMANDO PALACIO VALDÉS
—Pues se la explicaré á V., pollo. Lla-
mamos entre bastidores, teatrales á las
obras buenas y literarias á las malas.
— ¡Ah!
Después de manifestar estas dudas, con-
cluyó por proponer otras cuantas reformi-
tas en el acto tercero.
Al fin el poeta comprendió , cpsa verda-
deramente msiravillosa, porque los poetas,
que todo lo comprenden, que saben por
qué vuela tan alto el cóndor, ascienden á
los cielos y bajan á los abismos y penetran
el sentido íntimo de todas las cosas crea-
das, no son capaces de entender que sus
obras á veces no gustan á los que las escu-
chan. Nuestro joven, á quien llamaremos
Inocencio, recogió no poco'mohinosu ma-
nuscrito y estuvo algún tiempo sin dar
cuenta de si; mas al fin, sin duda después
de haber meditado profundamente, se pre-
sentó cierta mañana en casa de Clotilde.
Excuso decirles á ustedes que llevaba el
manuscrito debajo del brazo.
Esperó con paciencia en la sala á que
nuestra amiga hiciese su toilette, y cuando
ésta se presentó al cabo, vio delante de si
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AGUAS FUERTES 229
á un joven ruboroso , confundido, pero sim-
pático y elegante, que la rogó con labio
balbuciente le otorgase el favor de escuchar
la lectura de un drama. Deben ustedes sa-
ber que á las mujeres les gusta mucho
ejercer protectorados , muy singularmente
sobre los jóvenes simpáticos y elegantes;
asi que no les sorprenderá que Clotilde es-
cuchase con paciencia el drama y hasta lo
hallase muy aceptable. El joven se confió
á ella enteramente, depositando en sus
hermosas manos el manuscrito, cual si fue-
se un niño recién nacido, y ella lo recogió
como madre cariñosa y lo tomó bajo su
amparo, prometiendo velar por su precio-
sa existencia y presentarlo en el mundo.
El joven manifestó que esa resolución era
digna de un noble corazón cuya fama ha-
bla llegado ya a sus oídos. Clotilde contes-
tó que no era bondad de su parte el traba-
jar porque el drama se representase , sino
un acto de justicia. El joven dijo que le ha-
lagaba muchísimo esa idea, porque el in-
menso talento de Clotilde y el acierto de
sus juicios estaban bien reconocidos por
todos, pero que no osaba forjarse tal ilu-
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ARMANDO PALACIO VALBÉg
sión. Clotilde declaró que había muchas
reputaciones usurpadas en el mundo y que
una de ellas era la suya, pero que en esta
ocasión creía estar en lo firme. El joven
replicó que cuando el río suena, agua lle-
va , y que cuando todo el mundo se empe-
ña en admirar no sólo la singular belleza
y la inspiración artística de una persona,
sino también su claro ingenio y su brillan-
te ilustración, era necesario bajar la ca-
beza. Clotilde dijo que no la bajaría en
esta ocasión porque estaba bien persuadi-
da de que el mundo se engañaba mucho
acerca de lo que llamaba su talento y que
no era otra cosa que un puro instinto. El
joven puso el grito en el cielo contra es-
ta mistificación, que no tenía absoluta-
mente ninguna razón de ser; pero dulci-
ficándose de pronto, mostróse profunda-
mente conmovido ante la modestia de su
protectora, y juró por todos los santos del
cielo que jamás había conocido otra se-
mejante. En fin, que el manuscrito fué
ganando por momentos terreno en el co-
razón de nuestra simpática amiga, y que
el joven se despidió de ella, embargado
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AGUAS FUERTES 231
por la emoción, hasta el día siguiente.
Al día siguiente Clotilde se presentó al
empresario y le arrancó , mediante la ame-
naza de rescindir el contrato , la promesa
de llevar á la escena lo más pronto posible
el drama de Inocencio. Este dio las gra-
cias aquella misma tarde á su protectora y
la hizo además su confidente. Pertenecía
á una familia distinguida de provincia,
aunque sin grandes recursos de fortuna; á
probarla había venido él á Madrid , confia-
do únicamente en su ingenio. En el pue-
blo decían que tenia talento , y que si pu-
blicase en Madrid los versos que había in-
sertado en El Eco del Tajo , hablarían de
él como de Núñez de Arce y Grilo : no sa-
bía si esto era cierto , pero sentía su cora-
zón lleno de nobles propósitos, y amaba al
teatro más que á las niñas de sus ojos.
¿Llegaría á ser un Ayala ó un Tamayo?
¿Sería rechazado por el público? Era un
misterio inextricable para el.
En esta sesión Clotilde averiguó dos co-
sas importantísimas ; á saber : que Inocen-
cio tenía un talento que no le cabía en la
cabeza y que no había en Madrid quien se
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282 ARMANDO PALACIO VALDÉS
pusiera con más gracia la chalina. Excuso
decirles que menudearon las sesiones con-
fidenciales, y como resultado de ellas, que
Clotilde sufrió todos los días la influencia
fascinadora de esta chalina sobrenatural;
á la postre se declaró vencida, entregándo-
se á ella atada de pies y manos. La chali-
na se dignó alzarla del suelo y otorgarle la
merced de su cariño.
— ¿Cómo la chalina? — preguntó uno
que dormitaba.
Don Jerónimo dio una inmensa , infer-
nal clmpada al cigarro en testimonio de
desagrado , y prosiguió sin hacer caso :
— Por entonces empezaron los ensayos
del drama de Inocencio , que se titulaba,
si mal no recuerdo Subir bajando;,., callen
ustedes , me parece que era al revés ; Bajar
subiendo... En fin, de todos modos, era un
gerundio y un infinitivo. Yo vi en seguida
que se habían entablado relaciones amoro-
sas entre nuestra amiga y el autor , y co-
mo realmente , por más que Inocencio fue-
se un mal poeta, según los informes de Pe-
pe , parecía un buen muchacho , me alegré
de ellas y las alenté en lo que pude. Clotilde
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AGUAS FUERTES 233
se confesó conmigo , declarándome que es-
taba perdidamente enamorada; que sus as-
piraciones ya no tenían nada que ver con \J
el arte escénico , el cual le parecía una es-
clavitud insoportable ; que su ideal era vi-
vir tranquilamente, aunque fuese en una
guardilla, unida al hombre que adoraba;
que la mujer había nacido para ser el ángel
custodio del hogar y no para divertir al
público, y que estimaba ella más el reinar
en una humilde vivienda iluminada por el
amor que todos los aplausos de la tierra.
En fin, caballeros, nuestra amiga se en-
contraba en pleno idilio.
Inocencio no estaba menos enamorado,
al parecer. A menudo los encontraba pa-
seando por los parajes solitarios del Eetiro,
á distancia respetable de la mamá , que se
detenía oportunamente á contemplar los
primeros botones de las flores ó algún in-
secto curioso: las mamas, en esta época
de crisis marital, tienen la obligación de ser
admiradoras de las obras de la naturaleza.
La parejita de tórtolas se detenía al verme
y me saludaba ruborizada. No les puedo
ocultar á ustedes , que aunque lo sentía por
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284 ARMANDO PALACIO TALDÉS
el arte, me alegraba de que Clotilde se casa-
ra: la mujer siempre necesita el amparo del
hombre. Y lo cierto es , que eran dignos el
uno del otro por la figura : Inocencio tenía
una presencia muy simpática.
En el teatro no se hablaba de otra cosa
más que de este matrimonio en ciernes.
Todo el mundo se alegraba, porque Clo-
tilde es la única artista desde el principio
del mundo , que ha llevado á cabo la em-
presa, hasta ahora juzgada insuperable, de
hacerse querer de sus compañeras.
Observó, no obstiante... ya saben uste-
des que soy observador; es la única cuali-
dad que tengo ; la observación , á la cual
no dan importancia los autores ahora; hoy
todo es hojarasca en los dramas, muchos
rayos de luna, que se quiebran al pasar
por el follaje de los árboles, mucha des-
cripción de alboradas y crepúsculos, mu-
chos símiles retorcidos... ¡Todo eso es!...
Cuando algún autorcillo me viene con ta-
les monadas yo le digo: ¡al grano, al gra-
no!.., El grano es el drama, que no existe
en la mayor parte de los idem...
—¿Se enfada V. , D. Jerónimo?
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AGUAS FUERTES 235
— Pues, como decía á ustedes, observé,
que según los ensayos iban adelantando,
crecía el ascendiente de Inocencio sobre
nuestra amiga. El tono en que se dirigía á
ella ya no era el humilde y cortesano del
principio : corregíala á menudo en la ma-
nera de decir , señalábala las actitudes y el
gesto que debía adoptar , ya veces, cuan-
do la actriz no comprendía bien sus de-
seos, llegaba á dirigirla públicamente pa-
labras severas y miradas más severas aún.
Nuestro poeta tronaba y relampagueaba
ya como amo y señor. Clotilde lo aceptaba
de buen grado : ella tan desdeñosa con los
autores más eminentes, se estiraba y se
encogía ahora como blanda cera en las
manos de este muñeco insulso. Era de ver
la humildad con que aceptaba sus correc-
ciones, y la inquietud que la causaban
las censuras: mientras duraba el ensayo
tenía los ojos puestos constantemente en
él, espiando como esclava sumisa los de-
seos de su dueño. El poeta, arrellanado
en una butaca, con el brasero delante, di-
rigía la escena en la forma dictatorial que
pudiera hacerlo García Gutiérrez ó Ayala:
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286 ARMANDO PALACIO VALDÉS
una mirada suya bastaba para ruborizar ó
poner pálida á Clotilde : los demás no pro-
testaban por respeto á ella. Cuando salía
de la escena, venia presurosa á sentarse al
lado de su novio , que se dignaba acogerla
á veces con una sonrisa soberana, otras
con indiferencia olímpica. Yo estaba escan-
dalizado.
Una vez me acerqué por detrás y escu-
ché lo que hablaban. Clotilde llevaba la pa-
labra sosteniendo con calor que el Subir
bajando ó el Bajar subiendo de Inocencio
era mejor que Un drama nuevo. El joven
se defendía débilmente. Otra vez hablaba
acerca de su futuro enlace. Clotilde pinta-
ba con frase apasionada el retiro donde
irían á esconder su felicidad : un cuarto al-
to del barrio de Salamanca , lleno de luz
un nido risueño donde Inocencio trabaja-
ría en su despacho , escribiendo comedias,
mientras ella bordaría á su lado en el ma-
yor silencio : cuando se fatigase , charlarían
un instante para descansar y después le
daría un beso y emprendería de nuevo su
tarea: por la noche saldrían cogidos del
brazo á dar una vuelta y á casa otra vez:
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AGpAS FUERTES 237
nada de teatro; lo aborrecía con toda el
alma: en la* primavera irían á pasear por
las mañanas al Eetiro y tomarían choco-
late entre los árboles; en el verano á pasar
un mes ó dos á la provincia de Inocencio
á proveerse en el campo de buen color y
de salud para el invierno.
La descripción de este tierno idilio , que
á mí, con ser machucho, me hacía bai-
lar el corazón dentro del pecho, no pro-
ducía en el autor novel más que una im-
pertinente soñolencia que sólo desapare-
cía repentinamente cuando dirigía con voz
imperiosa alguna advertencia á los cómi-
cos.
Llegó, por fin, el día del estreno. Todos
estábamos ansiosos por ver el resultado:
la opinión corriente era que el drama ofre-
cía poco de particular ; pero como Clotilde
había puesto en el desempeño toda su al-
ma, teníase como seguro un gran éxito. En
el ensayo general nuestra amiga había he-
cho verdaderos prodigios : hubo un instan-
te en que los pocos curiosos que asistía-
mos á él nos levantamos electrizados , con-
vulsos , gritando desaforadamente. No pue-
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238 ARMANDO PALACIO VALDÉS
den ustedes figurarse qué á maravilla de-
cía su parte. Entonces me vino de golpe
una idea á la cabeza: relacionando todas
mis observaciones sobre los amores de Clo-
tilde me convencí hasta la evidencia de que
Inocencio al enamorarla no se había pro-
puesto otra cosa que adquirir una interpre-
tación excepcional para el papel de la pro-
tagonista de su drama y asegurar el éxito
lisonjero de esta suerte. No quise comuni-
car mis sospechas á nadie ; callé y esperé;
pero declaro que el chico me fué desde en-
tonces muy antipático.
El ruido que los amigos de Inocencio
habían hecho con motivo del drama, el
haberlo elegido Clotide para su beneficio y
la voz esparcida de que la célebre actriz
iba á obtener en él un triunfo señaladísimo
hizo que los revendedores expendiesen to-
das las localidades á precios fabulosos : co-
nozco un marqués que dio once duros por
dos butacas. Este cuarto donde nos halla-
mos se llenó , como todos los años , de flo-
res y baratijas; no se podía andar en me-
dio de tanta chuchería de porcelana, libros
preciosamente encuadernados, estuches de
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AGUAS FUERTES 239
ébano , marcos de retrato y un sin fin de
objetos de bazar.
La sala estaba brillante : las damas más
encopetadas , los hombres ilustres de la po-
lítica, la literatura y la banca; en fin, la
high Ufe, como ahora se dice. Pero más
brillante y más radiante estaba aún Ino-
cencio ; radiante de gloria y felicidad, reci-
biendo con agrado á cuantas personas ve-
nían á ver los regalos , dictando órdenes á
los traspuntes y tramoyistas para el conve-
niente decorado de la escena y multipli-
cando las sonrisas y los apretones de mano
hasta lo infinito. Clotilde, igualmente,
aparecía más bella que nunca , revelando
en su rostro expresivo la dulce emoción
que la embargaba y el ansia de ganar lau-
reles para su dueño.
Abrióse el telón , y todos se fueron á ocu-
par sus asientos. En las cajas sólo nos que-
damos el autor y cuatro ó seis amigos. Las
primeras escenas fueron como siempre re-
cibidas con indiferencia ; las segundas con
algún agrado ; la versificación era fluida y
elegante, y el público, como ustedes sa-
ben , se paga de las frasecillas de bombó-
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240 ARMANDO PAIACIO VALDÉS
ñera. Llegó el momento de entrar Clotilde
en las tablas y hubo en el público un mur-
mullo de curiosidad y espectación. Dijo su
parte discretamente , pero sin gran calor,
se adivinaba que estaba poseida de miedo.
Bajó el telón en silencio.
Al instante poblóse el saloncillo y los pa-
sillos de amigos de Inocencio , que venian
presurosos á decirle que la exposición de
su drama era lindísima. — ¿Pero qué tiene
Clotilde ?... Apenas se mueve en la escena...
i ella tan viva y tan suelta ! — Nuestra ami-
ga confesaba, en efecto, que había sentido
mucho miedo y que esto la embarazaba ex-
tremadamente. El autor , sobresaltado por
el éxito de su obra, trataba de persuadir-
la á que abandonara todo temor , que se
mostrase como ella era y que no pensa-
se para nada en él, mientras dijese los par-
lamentos. — No puedo remediarlo, contes-
taba Clotilde , estoy hablando y pienso al
mismo tiempo en que eres tú el autor y
me imagino que no va á gustar el drama y
me asusto. — Inocencio se desesperaba; di-
rigíale ruegos, advertencias, argumentos,
la acariciaba, sin tener en cuenta que le
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AGUAS FUERTES 241
veían: trataba de infundirle valor , excitan-
do su amor propio de artista;- en fin, hacia
todo lo imaginable para salvar su obra.
Dio comienzo el acto segundo. Clotilde
tenía algunas escenas patéticas : al comen-
zarlas se produjo un poco de ruido en el
público y esto bastó para que se desconcer-
tase y lo hiciese rematadamente mal, co-
mo nunca lo había hecho en su vida. Oyé-
ronse no pocas toses y fuertes murmullos
de impaciencia. Al finalizar el acto , algu-
nos amigos indiscretos quisieron aplaudir,
pero el público se les vino encima con un
inmenso y aterrador chicheo. El autor, que
estaba á mi lado , pálido como un muerto,
se desahogó con algunas palabrotas grose-
ras y se fué al cuarto de Pepe en vez de el
de Clotilde , donde sus amiguitos le conso-
laron, echando la culpa del fracaso á aqué-
lla y encendiendo más y más la ira que re-
bosaba de su corazón. Mientras tanto, nues-
tra pobre amiga se encontraba muy afec-
tada y abatida , preguntando á cada ins-
tante por su Inocencio. Yo, para no afli-
girla más , le dije que el autor lo había to-
mado con resignación y se había salido del
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v/
242 ARMANDO PALACIO VALDÉS
teatro á respirar un poco el ifresco. La in-
feliz se revolvía contra sí misma echándo-
se toda la culpa.
Se alzó el telón para el acto tercero: to-
dos acudimos á las cajas con afán. Clotilde
se mostró al principio , por un esfuerzo po-
deroso de la voluntad , más serena que an-
tes; pero ya la gente se encontraba dis-
puesta á la broma y no valió ningún re-
curso para ponerla seria. El público , cuan-
do presiente el jaleo, es lo mismo que una
fiera cuando huele la sangre : no hay quien
lo ataje , y es necesario darle carne á toda
cosía!. Y la verdad es , que en aquella oca-
sión se cebó de lo lindo; toses, risas , estor-
nudos, patadas, silbidos; de todo hubo.
A nuestra pobre amiga se le saltaron las
lágrimas y estuvo á punto de desmayarse.
Cuando bajó el telón buscó con la vista á
su amante , pero había desaparecido. En
el cuarto, á donde yo la seguí, gimió, pa-
teó, se desesperó, sollamó estúpida, dijo
que se iba á marchar á una aldea á- cuidar
gallinas, etc. , etc. Me costó mucho traba-
jo sosegarla, pero al fin lo conseguí, si
bien quedó en un gran abatimiento. Eñ la
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AaUAS FUEBTES 243
tristeza que sus ojos revelaban, advertí
que le atormentaba horriblemente la des-
aparición de Inocencio.
La puerta del cuarto se abrió repentina-
mente; el poeta silbado se presentó; esta-
ba pálido, pero tranquilo al parecer: á pri-
mera vista comprendí, no obstante, que
aquella tranquilidad era ficticia y que la
sonrisa que contraía sus labios tenía mu-
cha semejanza con la de los ajusticiados
que quieren morir serenos.
Un relámpago de alegría iluminó el sem-
blante de Clotilde: alzóse velozmente y le
echó los brazos al cuello , diciéndole con
voz conmovida :
— ¡ Te he perdido , mi pobre Inocencio,
te he perdido!.. ¡Qué generoso eres!.. Pe-
ro mira... yo te juro, por la memoria de mi
padre, que te he de desquitar de la humi-
llación que acabas de sufrir...
— No hace falta que me desquites, que-
rida — repuso el poeta con tono sosegado,
donde se advertía la ira desdeñosa, — mi
familia no ha conquistado un nombre ilus-
tre por la intercesión de ningún cómico;
renuncio desde ahora , de buen grado , al
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244 ARMANDO PALACIO VALDÉS
teatro y á todo lo que con él se relaciona...
Con que... bástala vista.
Y separando nuevamente los brazos que
le aprisionaban y sonriendo sarcásticamen-
te, retrocedió algunos pasos y se fué. Clo-
tilde le miró estupefacta: después cayó des-
mayada en el diván.
Al verla en tal estado se me encendió la
sangre y salí detrás del cbico: alcáncele
cerca de la escalera, y agarrándole por la
muñeca le dije :
— Oiga V... Lo primero que un bombre
debe ser , antes que poeta, es caballero...
y V. no lo es... El drama se ha silbado,
porque le falta lo mismo que á V... el cora-
zón... Aquí tiene V. mi tarjeta.
— ¿Y le mandó los padrinos , D. Jeróni-
mo? — preguntó el estudiante del docto-
rado.
— ¡ Silencio , silencio ! — exclamó un ter-
tulio — aquí llega Clotilde.
La simpática actriz apareció efectiva-
mente en la puerta, y sus grandes y tristes
ojos negros que resaltaban bellamente de-
bajo de la blanca peluca á lo Luis XV,
sonrieron con dulzura á sus fieles amigos.
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EL PROFESOR LEÓN
A otra noche en el cafó donde ten-
go costumbre de asistir, versó la
conversación sobre los maestros y
catedráticos que habíamos tenido los que
en torno de la mesa nos juntábamos. Cada
cual dio cuenta de los talentos , las manías
y los rasgos más ó menos donosos de los
suyos, sazonando la descripción con anéc-
dotas graciosas ó desabridas , según el nu-
men del narrador.
Mi amigo Duarte , notario , persona dis-
tinguida, de carácter observador y muy
cursado en letras clásicas , se llevó la pal-
ma. Nos hizo la pintura de un antiguo pro-
fesor suyo , tan original y chistoso , que me-
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246 ASMANDO PALACIO VALDÉS
rece la pena de darlo á conocer al público.
Con permiso de mi ilustrado amigo, voy á
hacedo, adoptando en cuanto sea posible
las mismas palabras con que él nos lo des-
cribió.
Llamábase León, ó se apellidaba, que
esto muy pocos lo sabían de cierto— r nos
decía Duarte. Unos le llamaban D. León
y otros Sr. León, y á todos contestaba;
era militar retirado aunque no muy viejo,
no pasando de los cincuenta á mucho esti-
rar : su graduación en el ejército era mate-
ria de arduas y prolongadas discusiones en
el colegio : mientras unos le hacían capitán
ó comandante, otros no le dejaban pasar
de sargento, y estaban en lo firme. Gasta-
ba grandes bigotes retorcidos y perilla de
cazo; la estatura elevada, el porte marcial,
cabellos grises cortados á punta de tijera,
levita negra, prolongada, más limpia y re-
luciente que un espejo, bastón de hierro que
hacía estremecer el suelo, advirtiendo de
su presencia desde muy lejos, pantalones
cortos y botas de campana escrupulosa-
mente charoladas. Era bueno y afable con
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AGUAS FUEBTES 247
los discípulos , y hombre de mucha volun-
tad en el cumplimiento de su deber : susci-
tábanse dudas entre nosotros acerca de sus
conocimientos filológicos y literarios , que
le hubiesen quizá acarreado nuestro des-
dén si una especie muy grave que unos á
otros nos decíamos en secreto al oído no
le sirviese de respetuosa salvaguardia. Afir-
mábase como cosa segura que D. León ó
el Sr. León era un revolucionario. Contá-
base que había sido en su juventud amigo
y edecán de Eiego , que había servido des-
pués bajo las órdenes de Espartero, y al-
gunos añadían que había estado en capilla
para ser fusilado como conspirador. Nadie
puede figurarse lo que tales insinuaciones
influían en el respeto que generalmente se
le tributaba : la aureola de revolucionario,
conspirador , y singularmente la dé senten-
ciado á muerte , le guardaban de las bur-
las, tretas y malas pasadas que de otra
suerte no le hubieran sus discípulos escati-
mado.
El sueldo con que en él colegio remune-
raban sus buenos oficios, no pasaba de
veinte duros mensuales ; y como no se le
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248 aUmando palacio valdés
conocía otro, pues no había podido reca-
bar retiro, según se decía, á causa de sus
peligrosas opiniones, teníase por seguro
que con las cien pesetas se mantenía á ú
y á su familia; el cómo no he de decirlo
ahora, aunque bien lo sé; lo reservo para
otra ocasión. Tienen el ahorro y la fruga-
lidad héroes tan grandes y admirables co-
mo los de la guerra de Troya y tan dignos
de ser pintados; mas como les faltan Ro-
meros y Virgilios , viven y mueren oscu-
ros y quedan sepultadas eternamente sus
hazañas. Entre dar la muerte á Héctor
(teniendo fuerzas para ello) y vivir en Ma-
drid con cuatrocientos reales al mes, man-
teniendo mujer é hijos, vistiendo decente-
mente y no debiendo un cuarto á nadie,
lo segundo es infinitamente más maravi-
lloso. Digo, pues, que á D. León no se le
conocieron en la vida más que un par de
botas, unos pantalones de color de ceniza
muy sufridos,- una levita y un enorme som-
brero de copa, todo ello tan limpio, tan
planchado y reluciente que siempre pare-
ció que acababa de salir de la tienda. Cier-
to día en que se celebraba el santo del di-
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AGUAS FUERTES 249
rector, un criado, azorado en demasía, dejó
caer sobre nuestro profesor una bandeja
de vasos llenos de vino tinto. Todo el mun-
do se preguntó: ¿En qué traje veremos á
D. León mañana? Mas al día siguiente,
con grande admiración y sorpresa del cole-
gio, apareció con la misma levita, más fres-
ca y más galana que nunca lo había sido.
Por esta y otras razones se la llamó la le-
vita del desierto; porque segundaba el mi-
lagro de los israelitas viajando por los de-
siertos de la Arabia durante cuarenta años,
sin menoscabo de sus vestidos.
Aunque pudiera ponerse en tela de jui-
cio la solidez y extensión de sus conoci-
mientos literarios , bien puedo asegurar sin
rebozo que nadie aventajaba á D. León en
amor y decidida inclinación á las letras , y
en particular á las clásicas : las modernas
y románticas teníalas en poco. Eayaba en
locura el entusiasmo con que hablaba de
los grandes poetas de la antigüedad , y la
fruición con que los leía en los Trozos esco-
gidos. Decía del griego que era la lengua
más rica, flexible y armoniosa que hubie-
ra existido, y que las modernas, tales co-
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260 ARMANDO PALACIO VALDÉS
mo el francés, el italiano, el alemán, no
eran sino dialectos rudos y primitivos com-
para^dos con ella, lo cual era tanto más me-
ritorio cuanto que D. León sólo conocía
del griego las declinaciones y tal cual pa-
labra desperdigada, como Zeos (Júpiter),
oicos (cosa), logos (tratado), eros (amor), y
así hasta unas tres ó cuatro docenas; en
cuanto á los idiomas modernos tenía á
mucha honra el no saber más que el pa-
trio. Sentía un desprecio sin. límites hacia
su compañero el profesor de francés que
una hora antes que él ponía clase en la
misma aula y que era ¿e origen marsellés,
marido , á la sazón , de una corsetera de la
calle de la Luna , antiguo barítono de ope-
reta bufa , que había dejado el canto por
debilidad del pecho. Cuando se tropezaban
en la puerta, D. León le miraba desde lo
alto de su clasicismo y le decía sonriendo:
bon jour monsieur, con acento que rebo-^
saba de ironía. «Estos franchutes y decía
al tiempo de sentarse, son todos afemina-
dos ; no sirven más que para tenores y bai-
larines. » Amaba la virilidad y la energía
en sus discípulos y gustaba de que tuvie-
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AQUAS FUERTES 261
sen rasgos de independencia , aunque fue-
se á expensas de la disciplina: cuando un
muchacho sufría impasible los golpes y se
negaba por terquedad á ejecutar cualquier
cosa , esto era lo que le encantaba á don
León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba,
así me gusta ; los hombres no deben llorar
aunque se vean con las tripas en la mano;
has faltado á la obediencia pero has sufri-
do el castigo con entereza; á tí no te hu-
bieran arrojado en Esparta de la roca co-
mo á otras mujerzuelas que hay en la cla-
se!» Y echaba miradas de soberano desdén
á ciertos individuos. Si quisiera vérsele en-
cendido, colérico, fuera de si, no había
más que traer alguna esencia en el pañue-
lo ó la cabeza perfumada con algún aceite;
así que llegaba á su nariz el malhadado
perfume , ya se le subía la sangre á la ca-
beza, marchaba derecho hacia el culpable,
y después de alborotarle los cabellos, le
molía los cascos á coscorrones. « ¡ Corrom-
pido! (un coscorrón), ¡Desgraciado ! (otro
coscorrón),,, ¡Con que en vez de estudiar su
lección se entrega V. á la molicie! (¡ zas!),,.
No sabe V. que yo quiero en mi clase
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262 ARMANDO PALACIO VALDÉS
hombres y no cortesanas, eh? (coscorrón).
Los romanos de la república, los que
vencieron á los germanos y á los galos, y
á los escytas, y á los parthos , y destruye-
ron á Cartago , no se daban con ungüentos
(¡zas!.,) pero los vasallos envilecidos de
Caligula y Nerón gastaban las riquezas
que sus mayores les habían adquirido en
tarros de pomadas, en aceites olorosos, y
se dejaban vencer por los extranjeros y
azotar por los tiranos (¡zas!). Hijos míos
{dirigiéndose á nosotros) y huyan ustedes de
los afeitos , no se dejen aprisionar por la
molicie , por los placeres muelles que afe-
minan y debilitan. Un pueblo vigoroso es
un pueblo libre... Vamos á ver, siga V. hijo
mío... habeOy transitivo...»
No gustaba de que le diesen la traduc-
ción literal de los pasajes culminantes; an-
tes se complacía en que sus discípulos ha-
llasen modo de trasladarlos á nuestro idio-
ma sin hacerles perder de su vigor y gala-
nura. Por ejemplo , traduciendo en Tito
Libio, el episodio del combate habido entre
Horacios y Curiacios al llegar al punto en
que el autor dice que el último Horacio
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AGUAS FUERTES 263
tiró al suelo á su adversario, D. León no
quiso pasar por la interpretación ajustada
al texto que un alumno le daba. «No, no,
eso de tirar al suelo es muy poco ; busque
V. otra frase más enérgica. — Le volcó en
tierra. — Tampoco, eso es muy flojo... algo
más duro. — Le tiró rodando por el suelo. —
¡ Más fuerte , más fuerte aún ! » El mucha-
cho no hallaba nada más fuerte que echar-
le á uno á rodar; no obstante se aventuró
á decir: «Le estrelló contra el suelo.. ¡ Más
fuerte todavía!.. Si, hombre, si, más fuer-
te... ¡Le hi-zo-mor-der-el-pol-vo ! » Y re-
calcó de tal manera las silabas que, en
efecto, no podía darse nada más feroz é
imponente que esta frase en sus labios.
Traduciendo la famosa catilinaria de
Cicerón que comienza con aquel exa-
brupto:
Quousque tándem ahutere, Catilinaypa-
tientid nostrá , nadie consiguió darle gus-
to : todos los hallaba tímidos , encogidos,
cobardes, al pronunciar los vehementes
ataques del Senador romano: «Hijos, pa-
ra comprender bien lo que sería este mo-
delo de exabruptos en boca del príncipe de
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254 ARMANDO PALACIO VALDES
los oradores, es preciso figurarse la indig-
nación y la cólera que se apoderaría de él
al ver entrar por las puertas del Senado á
su más encarnizado enemigo , al procaz y
libertino Catilina; es preciso verle dar un
salto en la silla , levantarse descompuesto,
el rostro pálido , los cabellos en desorden,
la mirada fulgurante : si ustedes no se co-
locan con la fantasía (que como ustedes
saben, es la facultad de reproducir men-
talmente las imágenes de los objetos sen-
sibles) no conseguirán nada... Vamos á
ver, venga V. acá, — dijo tomando á un
muchacho entre sus hercúleos brazos y
poniéndole de pie sobre la mesa. — Ahora
eche V. fuego por loa ojos y espuma por
la boca, grite V., enciéndase V., mueva
usted los brazos en todos sentidos y estre-
mézcase V. de cólera y rabia... ¡Vamos
hombre, vamos! ... / Qumisqt$e tándem !
El pobre chico no pudo encolerizarse
por más que hacía , lo cual le valió algu-
nos razonables coscorrones. Fué necesario
que el mismo D. León tomase la palabra
y dijese á grandes voces el trozo, acompa-
ñándose de furiosos ademanes: nosotros
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AGUAS FUERTES 265
sentimos el terror de lo patético, cosa que
lisonjeó mucho al profesor, y muy singu-
larmente nos conmovimos al observar que
la mesa se resquebrajaba con un tremendo
puñetazo.
Su castidad igualaba, si no excedía á su
energía. Le ofendían, sobre todo encare-
cimiento , las palabras y las canciones des-
honestas : cuando en los poetas latinos lle-
gaba á un pasaje algún tanto subido de co-
lor, ó lo pasaba por alto ó lo velaba por
medio de una interpretación de todo en
todo infiel. Siempre recordaré que al tra-
ducir la elegía de Ovidio que empieza:
Cu7n suhit illius tristísima noctis imago,
llegando á un punto en que el poeta cuen-
ta en qué forma se despidió de su esposa,
y dice que tocando ya en la puerta los
pies, se negaban á marchar, y
Scepe vale cUcto , rursus sum multa locutus^
Et quasi cUscedens oscula aumma dedi,
traduje el pasaje arla letra, diciendo : Dicho
muchas veces el último adiós , todavía me
volví á hablarle, y casi separándome la cu-
brí de besos.
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256 ARMANDO PALACIO VALDÉS
D. León ruborizado extendió los brazos
exclamando : « ¡ No , hijo mío , no ! Y al tiem-
po de separarme la di el ósculo de paz.»
También recuerdo que en cierta ocasión,
habiendo sorprendido en un discípulo un
ademán obsceno , cayó sobre él exclaman-
do : « ¡ Infame , todavía no estamos en So-
doma y en Gomorra!», y por poco le des-
pedaza.
Finalmente , en estas y otras cualidades
guardaba el buen profesor muchos puntos
de. semejanza con el elefante. Yo, aunque
nada tuviese de común con éste animal
por mi figura menudísima, conseguí caerle
en gracia, merced á una cierta ent«3reza
de que estaba dotado y á mi mucha aplica-
ción. Estimó en mí cualidades que no te-
nía, y creyó sinceramente que estaba lla-
mado á ocupar un alto puesto en las letras;
por aquella época, habiendo encargado una
composición en décimas á toda la clase, la
mía logró despuntar sobre las demás. Tri-
butóme por ella desmedidos elogios, y
con tal motivo engendróse en mí la afición
de escribir versos, que tarde ó nunca me
dejó. D. León se encargaba de corregir-
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AGUAS FÜERTBS 267
los y señalar las figuras que iba cometien-
do sin saberlo. «Mire V. hijo mío, al lla-
mar al rocío líquidas perlas comete V. una
metáfora, muy linda por cierto. Eso que
usted dice de la aurora que con sus dedos
rosados abre las puertas del firmamento,
es ya una alegoría, ó lo que es igual, una
metáfora continuada... ¿A que no sabe us-
ted qué figura comete cuando dice al ter-
minar la composición :
¡Tríete suerte, cruel, parca, inhumana
Sumió á nai alma en duelo y amargura!
Efectivamente, no lo sabía. D. León me
miraba con aspecto triunfal. — ¿No lo
acierta V.?... pues comete V. un epifone-
ma, un verdadero epifonema (exclamación
profunda que se hace después de narrada,
descrita ó probada una cosa). Cuando en-
tramos en mayor confianza, el profesor
me manifestó secretamente que él también
había escrito versos en su juventud, y que
aún los escribía cuando le soplaba la mu-
sa, si bien nunca había osado publicarlos
con su firma. No tardó, como es consi-
guiente, en leérmelos, encerrándose para
17
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258 ARMANDO PALACIO VALDÉS
ello previamente en un cuarto retirado,
donde á su sabor descargó la conciencia
del grave cargo de ciento y tantas compo-
siciones en todos los metros imaginables
aunque sus predilectos eran los sáficos y
afónicos ; los dísticos , compuestos de exá-
metros y pentámetros, también le gustaban
sobremodo. Pero de la que estaba más or-
gulloso y la que le había valido al decir de
él infinitas enhorabuenas, era un cierto
poema dedicado al desafío de dos íntimos
amigos suyos, fatal para el uno de ellos,
pues el contrario le había atravesado el
vientre de un balazo. Creyendo necesario
ponerme en antecedentes , me dijo que es-
tos tales amigos se hallaban una tarde en
el café de Levante platicando apacible-
mente con él y otros varios, y que ha-
biendo girado la conversación sobre va-
rios temas, vino á parar, como tal vez so-
lía acontecer, á los toros, y que haciendo
uno el panegírico acabado de la plaza de
Valencia, notable por su ampjitud y soli-
dez, otro manifestó inmediatamente que
la tal plaza era un patio de vecindad, com-
parada con la de Córdoba, á lo cual repli-
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AGUAS FUERTES 259
có el primero que mirase bien lo que de-
cía , porque la plaza de Valencia .tenía fa-
ma en todo el orbe. Empeñóse una discu-
sión viva y acalorada; tanto más acalora-
da, cuanto que el que sostenía las ventajas
de la plaza Córdoba, no conocía la de Va-
lencia, y vice-versa, el defensor de la de
Valencia nunca había visto la de Córdoba,
y bien sabido es que cuando faltan razo-
nes , sobran siempre gritos. En resumen;
la dispi^ta subió tanto, que llegó en forma
de bofetadas á las mejillas de los conten-
dientes : pusiéronse los amigos de por me-
dio , alborotóse el café , rompiéronse algu-
nos vasos: al día siguiente de madrugada
efectuábase el duelo más allá de la Fuente
Castellana, y el campeón de la de Córdoba
caía al suelo, revolcándose en su propia san-
gre. Este lance desgraciado pausó una pe-
nosa impresión en D. León por tratarse de
dos amigos igualmente queridos, y bajo el
sentimiento que le produjo, escribióla com-
posición que he mencionado , donde menu-
deaban los signos de admiración, los pun-
tos suspensivos , las amargas reflexiones y
los gritos de dolor, todo ello sostenido en
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260 ARMANDO PALACIO VALDK8
un tono severo y digno , como el de las
elegías clásicas. Siempre tengo en la me-
moria el acento dolorido con que D. León
me recitaba aquellos versos salidos del
alma:
¡ Qué falta de cordura !
I Qué sobra de imprudencia!
¡Adoptar desventura!
I Desechar avenencia !
No hay para qué decir que yo celebraba
mucho los versos de D. León: ju2;gábalos
sinceramente bellos; mas aunque así no
fuese, el respeto me obligaría á ponerlos
sobre la cabeza. En cambio D. León aco-
gía con indulgencia y agrado los primeros
vagidos de mi musa: escuchábalos atento
y los proponía, como dignos de imitarse, á
los discípulos : no pocas veces , leyéndole
alguna composición, se sintió interesado
vivamente hasta el punto de acercar más
la silla, inclinar el cuerpo y exclamar con
vehemencia: «¡Prosiga, querido, que me
deleita!»
Pronto se estrecharon nuestras relacio-
nes de tal suerte que vinimos á ser más
bien amigos y camaradas que profesor y
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AGUAS FUERTES , 261
discípulo. D. León depositó en mi seno,
que contaba á la sazón catorce ó quince
años, una muchedumbre de secretos que
le atormentaban, casi todos pecuniarios,
lo mismo que había depositado todos sus
versos; me nombró pasante de la clase y
me otorgó otra porción de testimonios de
aprecio. Al cabo estas relaciones, conser-
vándose no obstante la buena amistad, se
rompieron bruscamente. He aquí de qué
modo:
Era el año mil ochocientos cincuenta y
cuatro. D. León no pareció un día por el
colegio, lo cual causó cierta sorpresa al di-
rector , pues en los años que llevaba de en-
señanza no había estado indispuesto ima
sola vez. Al día siguiente tampoco vino y
pensando pudiera hallarse enfermo le pasó
un recado; pero D. León no estaba en su
casa, lo que le sorprendió todavía más. Al
otro , amaneció Madrid obstruido de barri-
cadas, las casas atrancadas, patrullas de
soldados y ciudadanos armados por las ca-
lles y ruido incesante de fusilería , muchos
gritos subversivos , como dicen los bandos
de las autoridades, y mucho jaleo, como
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262 » ARMANDO PALACIO VALDÉS
dicen los que se paran á leerlos. Había es-
tallado la gorda, ¡ Quién pensaba en mate-
máticas, retórica y psicología en el colegio!
Los muchachos celebramos el cataclismo
como un acontecimiento fausto, corríamos
por los pasillos brincando de alegría , nos
comunicábamos en voz baja noticias á cual
más estupendas , y mirábamos por los bal-
cones lo que pasaba en la calle , cuando la
vigilancia de los superiores lo consentía.
Un criado vino diciendo , ya bien entrada
la mañana, que D. León se estaba batiendo
en las barricadas y que mandaba una fuer-
za considerable, cuya nueva cayó como
una bomba en el colegio, produciendo gran
perturbación y sobresalto, ya que no sor-
presa, entre los alumnos. El profesor León
adquirió entre nosotros en aquel mismo
punto un maravilloso prestigio , se levantó
ante nuestros ojos con talla colosal y no
poco se arrepintieron algunos de haberle
denigrado apodándole el Camello y hacien-
do chacota de su levita. Todo se volvió en-
salzar su valor y sus fuerzas y entregarse
á mil gratos comentarios acerca de su pró-
xima victoria : uno que se jactaba de tener
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AGUAS FUEBTES 263
buen olfato decía que algo había presumi-
do al no verle los días anteriores en el co-
legio , otro aseguraba que si yencía la revo-
lución el capellán D. Jerónimo lo iba á
pasar muy mal porque había declarado la
guerra sin motivo á D. León. Mareábamos
al criado que trajo la noticia con un sin fin
de preguntas : queríamos que nos informa-
se de todos los pormenores, y el pobre sólo
sabía por referencia que el profesor se ha-
llaba hacia la calle de Toledo mandando
una barricada. El director se había ence-
rrado en su cuarto ; el capellán había des-
aparecido ; algunos aseguraban que estaba
metido entre colchones con xm canguelo
que no le llegaba la camisa al cuerpo. Bei-
naba dulce indisciplina en el colegio.
En esto, á mí y á otros dos compañeros
nos vino la idea de fugarnos y marchar á
ponernos á las órdenes de D. León. Dicho
y hecho ; espiamos las vueltas del inspec-
tor, bajamos quedito las escaleras, abrimos
la puerta con cuidado, y ¡pies para qué os
quiero! nos dimos á correr hacia la Puerta
del Sol sin volver la cara atrás. Las calles
presentaban un aspecto siniestro, casi to-
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264 ABMAKDO PALACIO YALDÉS
das solitarias, los balcones de las casas her-
méticamente cerrados, en las esquinas al-
gunos centinelas con el fusil terciado ; los
pocos transeúntes que veíamos cruzaban
velozmente, con ánimo, sin duda , de gua-
recerse en su casa lo más pronto posible,
y sólo se detenían trémulos ante el «¿quién
vive?» del soldado. La Puerta del Sol es-
taba ocupada militarmente; muchos sol-
dados, muchos cañones y al mismo tiem-
po mucho silencio: la gresca andaba por
los barrios bajos. Tuvimos que dar un gran
rodeo para llegar á ellos, cosa que no hu-
biéramos conseguido si en vez de niños
fuésemos hombres; mas nuestra corta
edad nos salvaba de toda detención y re-
conocimiento, pensando los soldados que
andábamos buenamente en busca de la
casa. Llegados á la plaza de Antón Mar-
tín pisamos terreno revolucionario : veíase
una muchedumbre de paisanos trabajando
con afán en levantar una formidable ba-
rricada; patrullas y grupos de hombres ar-
mados entraban y salíají en la plaza por
sus bocacalles; las casas estaban fortifica-
das. Uüo de nosotros se acercó á pregun-
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AGUAS FUERTES
tar á un obrero de luenga barba, que iba
armado con carabina de caza, por D. León.
«D. León... D. León... ¿qué se yo quién
diablos es D. León?» — dijo sin detener-,
se; — y volviéndose á los pocos pasos, ex-
clamó en tono áspero : « ¡Eh, chiquillos, me-
teos pronto en casa, no vaya á suceder una
desgracia!» Los tres alumnos del colegio
del Salvador seguimos por la calle de la
Magdalena hasta la plaza del Progreso.
Allí volvimos á preguntar por D. León:
tampoco nos dieron noticia, pero un chu-
lo compasivo nos dijo: «Venid conmigo, si
queréis; ¿no decís que debe de estar en las
barricadas de la calle de Toledo? Pues
apretad el paso, que yo voy hacia allá. » Al
llegar á esta calle tratamos igualmente de
informarnos, y también fué en vano; mas
en la plaza de la Cebada, al preguntar á
un grupo de hombres , todos armados de
carabinas, que había delante de una ta-
berna, nos replicó uno de ellos: «¿Ese
D. León que manda una barricada, es
alto, de bigotes blancos?» — Sí, señor. —
«¡Toma — dijo volviéndose á suscompañe-
DS — pues si es el general León!» Queda-
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266 ARMANDO PALACIO VALDÉS
mos maravillados y pedimos con afán ser
presentados á él. El mismo interlocutor
nos condujo á otra taberna que allí cerca
estaba, y entrando por ella hallamos en la
trastienda, rodeado de una docena de chu-
los y gañanes á nuestro profesor, con un
kepis de miliciano en la cabeza, faja en-
camada de general, sable y botas de mon-
tar; pero con la misma levita.
Recibiónos con gran alborozo, nos hizo
servir dulces, y como cosa extraordinaria
y propia de las batallas, xm poco de vino;
mas de ningún modo consintió en darnos
las armas que le pedíamos. Nos contó có-
mo había rechazado en la Cava Baja con
veintisiete hombres á dos compañías de ca-
zadores, y de qué forma estaba dispuesto
á «rendir el último suspiro en holocausto
de la libertad». Los chulos que tenía á sus
órdenes le llamaban «mi general», cosa que
nos tenía encantados , por más que no nos
pareciese muy en su lugar que los simples
soldados bebiesen en la misma copa que el
general y discutiesen con él los planes de
campaña.
Al parecer, tratábase de secundar el mo-
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AGUAS FUERTES 267
vimiento de las tropas revolucionarias que
iban á atacar el palacio de la Eeja. El ge-
neral reunió en la taberna hasta treinta
hombres mejor ó peor armados, y echán-
doles una arenga, donde puso á los «cesa-
res y dictadores» por los pies de los caba-
llos, se dispuso á salir con su «valerosa le-
gión» á clavar «el puñal de Bruto en el co-
razón del tirano». Los chulos no entendie-
ron bien, pero bebieron una copa y se echa-
ron de nuevo á la calle. El general dio or-
den al tabernero de que nos hiciese condu-
cir con las debidas precauciones al colegio
tan pronto como cesase el fuego.
Al día siguiente supe que la revolución
había triunfado. En el colegio se murmuró
como cosa cierta que D. León iba á ser
nombrado Capitán general de Madrid; pe-
ro aunque mucho leímos y releímos los pe-
riódicos en los días siguientes, nunca pudi-
mos tropezar con el nombre del general.
Llegó un instante en que creímos que ha-
bía perecido en el combate , si bien no com-
prendíamos cómo no se hablaba más de es-
ta desgracia. Al cabo de algún tiempo su-
pimos por fin que el nuevo gobierno había
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ABMANDO PALAOIO VALDÉS
reconocido á D. León el grado de alférez y
que pasaba á servir al cuerpo de Carabine-
ros. Crean ustedes que padecí un terrible
desengaño, y hasta escribí á mi profesor
suplicándole que no aceptase; pero mis
ruegos fueron desoídos. D. León ganaba
once duros más al mes... y tenía cinco
hijos.
Digitized by VjOOQIC
EL SUEÑO DE UN REO DE MUERTE
snniNA mañana, al salir de casa, hirió
m|| mis oídos el repique agudo y estri-
^rW dente de una campanilla. Llevé la
mano al sombrero y busqué con la vista al
sacerdote portador de la sagrada forma;
pero no le vi. En su lugar tropezaron mis
ojos con un anciano, vestido denegro, que
llevaba colgada al cuello una medalla de
plata; á su lado marchaba un hombre con
una campanilla en la mano y un cajon-
cito verde en el cual la mayoría de los tran-
seúntes iban depositando algunas mone-
das. De vez en cuando se abría con estré-
pito un balcón, y se veía una mano blanca
que arrojaba á la calle algo envuelto en
un papel; el hombre de la campanilla se ba-
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270 ARMANDO PALACIO YALDÉS
jaba á cogerlo, arrancaba el papel, y eran
también monedas que inmediatamente in-
troducía en el cajoncito verde : cuando le-
vantaba la vista al balcón, estaba ya ce-
rrado. Lo adiviné todo.
Un ligero temblor corrió por todo mi
cuerpo , y á toda prisa procuré alejarme de
aquella escena. Corrí por la ciudad, hacien-
do inútiles esfuerzos para no escuchar el
tañido de la fatal campanilla , y en todas
partes tropezaba con la misma escena. No-
taba que los transeúntes se miraban unos
á otros con expresión de susto , y se hacían
preguntas en tono bajo y misterioso. Algu-
nos chicos, pregoneros de periódicos, chi-
llaban ya desaforadamente: «La Salve que
cantan los presos al reo que está en ca-
pilla».
Desde que tengo uso de razón he sabido
que existe la pena de muerte en nuestro
país; y no obstante, siempre la he mirado
del mismo modo que los autos de fe y el
tormento; como una cosa que pertenece á
la historia. Esto se explica , atendiendo á
que he residido siempre en una provincia
donde por fortuna hace ya bastantes años
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AGUAS FUERTES 271
que no se ha aplicado. Conocía algunos de-
talles de la ejecución de los reos sólo por
referencia de los viejos, á los cuales no de-
jaba jde mirar, cuando meló contaban, con
cierta admiración, mezclada de terror.
Eecuerdo que en la madrugada de un
día de otoño frío y lluvioso, salí de mi-
pueblo para Madrid. Despedíme de mi ma-
dre, y turbado y conmovido como nunca
lo había estado , bajé á escape la escalera
en compañía de mi padre. Ambos marchá-
bamos embozados hasta las cejas, no sé si
por miedo al frío ó por no vernos las ca-
ras. Nuestros pasos resonaban profunda-
mente en las calles solitarias; la luz triste
y escasa del día que comenzaba daba cier-
to aspecto de antorchas funerarias á los fa-
roles que aun se hallaban encendidos, y las
casas, dejando caer de sus tejados algunas
gotas de lluvia, parecían llorar mi marcha.
Al atravesar un campo situado á la salida
de la población, me dijo mi padre: «Este
es el sitio donde se ajusticiaba á los reos de
muerte. » Sentí un temblor igual al que co-
rrió por mi cuerpo cuando vi al hombre del
cajón verde. \ Dios mío , qué lejos estaba
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272 ARMANDO PALACIO YALDÉS
en aquel momento mí corazón de estas es-
cenas de horror!
Pasé todo el día inquieto y nervioso es-
cuchando el toque de la campanilla fúne-
bre por todas partes. A la verdad, no puedo
decidir si la campanilla sonaba realmente,
ó eran mis oídos los que la hacían sonar.'
Compré cuantos papeles se vendían por
las calles referentes al reo, y los devoré
con ansia. No me atreví, sin embargo, á
pasar por delante de la cárcel para mirar
la ventana de la estancia donde se hallaba,
aunque me dijeron que había mucha gente
por aquellos sitios. En cambio pasé varias
veces por delante de la casa de su esposa*
La desgraciada mujer había venido de
muchas leguas lejos, á solicitar el indul-
to, y alojaba en una casa sucia y miserable
de uno de los barrios extremos de Madrid.
Allá á la noche me sentí fatigado , cual si
hubiera pasado el día trabajando, cuando
no hice otra cosa que errar distraído por
las calles, y me acosté temprano. Tardé
en conciliar el sueño, como sucede siem-
pre que uno anda caviloso, y por dos ó
tres veces, cuando ya creía ganarlo, me
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AGUAS FUERTES 273
despertó nn gran estremecimiento pareci-
do á la emoción que se experimenta al to-
car el botón de una máquina eléctrica. Al
fin me dormí. Así como lo temía, toda la
noche soñé con patíbulos y verdugos : mas
no dejaron de ser bastante curiosos y sig-
nificativos mis sueños, por lo cual, aunque
me cueste trabajo, voy á trasladarlos al
papel.
Soñé que me achacaban un gran cri-
men, y que ponían en seguimiento de mis
pasos á toda la pohcía de Madrid. Mis
tretas para burlar su persecución , se redu-
jeron á echarme á correr por la puerta de
San Vicente hacia fuera , metiéndome en
los lavaderos del Manzanares, donde me
creí perfectamente seguro de las asechan-
zas de mis enemigos. Con efecto , estando
allí muy tranquilo mirando correr el agua
de jabón y viendo á las lavanderas colgar
sus ropas en los cordeles , dieron sobre mí
el presidente del Consejo de Ministros, el
de la Juventud Católica, el ministro de
Fomento y el de Gracia y Justicia, los
cuales inmediatamente me amarraron y me
condujeron á la cárcel. El ministro de Fo-
18
dbyGooQle
274 ARMANDO PALACIO VALDÉS
meato propuso que se me llevara cogido
por los pies y á la rastra, pero el presiden-
te de la Juventud Católica hizo observar
que se me iba á estropear la ropa, y fué
desechada la proposición.
La cárcel era un edificio grande, sóhdo
y austero, con un crecido número de bal-
cones y ventanas, cosa que me sorprendió,
á pesar de la turbación de ánimo en que me
hallaba, pues tenia la idea de que en las
cárceles habia poca ventilación. Me ence-
rraron en un calabozo circular, sin venta-
na ninguna: de suerte que me vi sumido
en la más completa oscuridad. Mas no se
pa43Ó mucho tiempo sin que se abriera la
puerta de par en par, y entrara por ella un
carcelero con una bujia encendida anun-
ciándome que pronta ilegaria el juez y el
escribano. Aparecieron al fin estos dos va-
íones, y fué extraordinaria mi sorpresa al
encontrarme enfrente de dos señores que
jugaban todas las tardes al billar conmigo
en el cafó Suizo. Aparentaron no conocer-
me, é inmediatamente se pusieron á to-
marme declaración, ofreciéndome antes al-
gunos merengues con objeto, según de-
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AGÜAB FÜEETES 275
cían, de que tuviese la voz más clara. El
juez , que era de los dos el que mejor juga-
ba las carambolas de retroceso, después de
haberme obligado á confesar una porción
de crímenes á cual más horroroso, hizo
un gesto muy expresivo á su compañero,
llevándose la mano al cuello y sacando al
mismo tiempo la lengua. Yo tomé el gesto
por donde más quemaba, y barrunté muy
mal del asunto.
A las dos horas poco más ó menos , tor-
.naron á abrir la puerta, y entró el escriba-
no á leerme la sentencia. No se me conde-
naba nada más que á morir en garrote vil,
si bien en atención á que jugaba con mucha
seguridad los recodos limpios , dejábase á
mi arbitrio señalar el día de la ejecución.
Por un instante tuve el intento de aplazar
indefinidamente este día, juzgando que
era muy joven para morir de modo tan
desastroso : mas pronto revoqué mi acuer-
do por motivos de delicadeza, y pedí se
me ejecutara al día siguiente. Hay que
confesar que tengo un sueño muy digno.
Una vez resuelto que me ejecutarían al
día siguiente, la única idea que se apoderó
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'¿lú ABMANDO PALACIO YALDÉS
de mí fué la de morir con serenidad y en-
tereza ; y en efecto , demostré , al decir de
todos los que me rodeaban, un gran ca-
rácter durante las horas de la capilla. Co-
mí y dormí tranquilamente, y pasé algu-
nos ratos departiendo con los redactores
de La Correspondencia. De vez en cuándo
procuraba verter alguna frase bonita para
que éstos la reprodujesen en su diario y
las gentes se admirasen de mi valor.
Llegó por fin el instante terrible de em-
prender la marcha hacia la muerte , y yo
la emprendí con la mayor sangre firía. En
aquel momento lo que me embargó fué un
gran sentimiento de vergüenza, y recuer-
do que exclamé apretándome contra el sa-
cerdote que marchaba á mi lado: «¡Ah,
por Dios, que no me vean, que no me
vean ! » Hasta el instante de saUr de la cár-
cel , no se me ocurrió que iba á hallarme
frente á una muchedumbre de espectado-
res , y que algunos millares de ojos se irían
á clavar sobre mi rostro con expresión de
burla y desprecio. Este pensamiento hizo
flaquear mi valor: me aterraba infinita-
mente más que la perspectiva del cadalso.
dby Google
AGUAS FUERTES 277
Sentía dentro de mí fuerzas bastantes para
mirar á la muerte cara á cara , y al mismo
tiempo me contemplaba incapaz por ente-
ro de soportar la vista de un público cu-
rioso y hostil.
Congojado y muerto de vergüenza salí
por la puerta de la cárcel entre un grupo
de curas, soldados y carceleros. No quise
levantar la vista del suelo, porque temía
desfallecer; mas el silencio pavoroso y ex-
traordinario que observé en torno mío , in-
citóme á alzar los ojos. ¡Qué sorpresa y
qué ventura! La calle estaba desierta.
Fuera del cortejo que me rodeaba, ni una
sola figura humana veíase cerca ni lejos.
Los balcones y ventanas de las casas, así
como las puertas de los comercios, se ha-
llaban perfectamente cerradas. Los curas,
soldados y carceleros, después de pasear
la vista por el ámbito de la calle, mirában-
se unos á otros con acentuada expresión
de asombro. El único objeto que hería la
vista en medio de esta soledad era el ca-
rruaje miserable y fatídico que me espera-
ba. Antes de entrar miré al cielo. Aparecía
cubierto por un leve manto de nubes , tan
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278 ARMANDO PAX.ACIO VALDÉS
leve , que no conseguía velarlo por entero,
semejante á una colcha de encaje con fon-
do azul. El sol , asomando su ardiente pu-
pila por los agujeros de esta celosía de nu-
bes, era el único curioso que nos obser-
vaba.
El carruaje marchaba lentamente. Yo,
sin atender á las exhortaciones del clérigo
que iba á mi lado , asomaba la cabeza por
la ventanilla explorando con los ojos la
calle , las puertas y los balcones de las ca-
sas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá
en las afueras de la población, distinguí
dos niños que corrían sofocados hacia la
puerta de una casa , desde la cual su madre
les llamaba á gritos. Cuando pasamos por
delante de esta casa , la madre y los hijos
habían desaparecido. Un poco más allá tro-
pezamos con un hombre que llevaba un sa-
co cargado sobre la espalda, el cual, así
que nos percibió, dio la vuelta y echó á an-
dar apresuradamente por una calle late-
ral , perdiéndose muy pronto de vista.
Llegamos , por último , á la vista del pa-
tíbulo situado en medio de un extenso
canipo. Allí fué mucho mayor mi sorpresa.
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AGUAS FUERTES 279
Ni en torno del patíbulo , ni én toda la
tierra que alcanzaban los ojos, se vela tam-
poco una figura humana. Subí las escaleras
del tablado , deteniéndome á cada instante
para mirar alrededor , pues no acertaba á
comprender lo que era aquello. El cielo
presentaba un aspecto distinto. Su manto
de nubes era más espeso ; la vaporosa tú-
nica de encaje había sido reemplazada por
una cortijia gris que cerraba hermética-
mente toda la bóveda celeste ; el sol ya no
tenía celosía por donde mirarnos. La lla-
nura triste y oscura en que reposa Madrid,
exhalaba un vapor trasparente que con-
cluía por aproximar la línea vaga y fina
que cierra el horizonte. Los objetos ofre-
cíanse indecisos y temblorosos, como si
hubieran perdido sus contornos , y la luz
se filtraba con trabajo por aquel cielo de
algodón para sumirse luego en la tierra
negra y húmeda. Eespirábase en este am-
biente espeso, que no hería apenas ruido
alguno , cierta calma : pero una calma que
oprimía en vez de refrescar el corazón.
Volví los ojos hacia la ciudad. La luz
parecía que resbalaba sobre ella sin pene-
ca by Google
280 ABMANDO PALACIO YALDES
trarla ; sus mil torrecillas no tenian faerza
para romper enteramente la atmósfera opa-
ca que las envolvía. Mirando más y más,
observé que lentamente iban elevándose
desde su seno hacia el firmamento un núme-
ro infinito de pequeñas columnas de humo,
las cuales al extenderse en el aire se abra-
zaban , y juntas subían á engrosar el ya tu-
pido velo que ocultaba al sol. Aquellas co-
lumnas de humo me hicieron pensar en
los hogares que debajo de ellas habla, y
todo lo comprendí en un iastante. En tor-
no de aquellos hogares humeantes mora-
ban muchos seres que no habían tenido la
curiosidad perversa de bajar á la calle para
verme pasar , y que ahora tampoco rodea-
ban el patíbulo para verme morir. Me sen-
tí profundamente conmovido. La gratitud
penetró en mi corazón como una luz del
cielo, como un bálsamo dulcísimo, y perdí
por completo los pocos deseos que me li-
gaban á la vida. « Gracias pueblo de Ma-
drid, exclamé dirigiéndome á la ciudsid:
gracias , pueblo generoso y culto , por no
haber venido á gozar con el espectáculo de
mi muerte ignominiosa. ¡ Qué hubieras ga-
dby Google
AGUAS FUERTES 281
nado presenciando la suprema agonía de
un infeliz ! En este angustioso 3^ solemne
instante no has querido ennegrecer aún
más mi situación, con la vergüenza y el
oprobio. Tú naciste para algo más que para
ser ayudante del verdugo. Si hubieses lle-
gado hasta aquí , si hubieses contemplado
con refinada crueldad mi vergonzosa muer-
te, yo te juro que al tornar á casa no se-
rían tan serenas tus miradas como lo son
ahora, ni el beso de la hija 6 de la esposa
te sabría tan dulce. Mi agonía te hubiera
quitado el sosiego , te hubiera envenenado
el alma por algunas horas. Tú has sabido
vencer esa feroz y brutal curiosidad que
pudiera impulsarte á presenciar mi muer-
te , porque has adivinado que degradándo-
me ámí, te degradabas á tí mismo. Has
sido misericordioso y humano , y has res-
petado tu propio corazón. ¡ Gracias , noble
pueblo, gracias, y que el Dios de los cielos
te pague tu buena obra ! »
Un torrente de lágrimas salió de mis
ojos al pronunciar estas palabras : un to-
rrente de lágrimas dulces , como son siem-
pre las del agradecimiento. Después , más
dby Google
282 ASMANDO PALACIO YAIíD^B
sereno y animoso , sentóme en el fatal ban-
quillo, y seguí contemplando la ciudad,
que empezaba á romper las brumas que la
envolvían para recibir de nuevo las cari-
cias del sol. una mano ruda sujetó por un
instante mi cabeza; un lienzo cubrió mis
ojos ; sentí mucha apretura en la gargan-
ta, y... desperté.
El cuello de la camisa me estaba apre-
tando de un modo extraordinario. No hice
más que soltar el botón y quedé otra vez
profundamente dormido.
dby Google
LA ABEJA
PERIÓDICO CIENTÍFICO Y LÍTERARÍO
iBPa^aio muchos días después de haber Ue-
üsKín S^^^ ^ Madrid con el fin de seguir
||^»^la carrera de leyes, fai invitado
por uno de mis condiscípulos para en-
trar en cierta Academia ó Ateneo esco-
lar, donde algunos jóvenes estudiosos se
adiestraban en el arte de la elocuencia.
Acepté con gusto la oferta; asistí algunos
jueves á la sesión, y vencida la timidez na-
tural del provinciano, llegué á intervenir
en algún debate , si no con éxito lisonjero,
por lo menos con la tolerancia benévola
de mis consocios.
A los tres ó cuatro meses de instituida
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284 ARMANDO PALACIO YALDÉS
aquella sabia y nobilísima Sociedad, com-
prendimos la urgencia de tener un órgano
en la prensa, y resolvimos incontinenti
fundarlo. Había de ser semanal y titularse
La Abeja. Al efecto, vaciamos los bolsillos
en manos del presidente (director nato del
periódico) y nos pusimos de todo en todo
á sus órdenes. La redacción se constituyó
en el mismo local del Ateneo, que era el
cuarto de estudio de uno de nuestros com-
pañeros; una habitación aguardillada, don-
de los sábados se aplanchaba la ropa de la
casa, no pudiendo por lo mismo reunimos
en este día.
Discutióse ampliamente el reglamento
y se nombró administrador y redactor en
jefe. Yo quedé de simple redactor, pero
encargado además de entenderme con el
impresor y corregir las segundas pruebas.
Al cabo de un mes de idas y venidas y
no pocos trabajos, salió á luz La Abeja,
que llevaba entre otros un artículo mío
histórico acerca de Felipe II. Este artícu-
lo en que se defendía la política del monar-
ca español y se vindicaba su nombre, con-
siguió llamar la atención de las familias de
dby Google
A6Uá.S FUERTES 285
los redactores y me valió no pocas enhora-
buenas.
¡Qué placer tan intenso experimentó
aquel grupo de muchachos reunidos en el
cuarto aguardillado , cuando el mozo de la
imprenta depositó en el suelo un fardo de
Abejas! Fui comisionado para ir en busca
de vendedores. En menos de una hora reu-
ni treinta ó cuarenta chicos en el portal
de la casa; pero se negaron resueltamente
á dar un cuarto por el nuevo periódico.
Después de vacilar mucho, ardiendo en
deseos de oirnos pregonados por las calles,
nos decidimos á darlo de balde, «aunque
sólo por una vez;» los chicos, tomando los
puñados de ejemplares que yo les repartía
embargado de emoción , se echaron á co-
rrer gritando: «El primer número de La
Abeja, periódico científico y literario, é,
dos cuartos».
Seguíles para ver el efecto que causaba
su aparición «en el estadio de la prensa»
(así se decía en el artículo de entrada). Co-
rría como un gamo, aunque disimulada-
mente, para no perderlos de vista. ¡Cómo
me saltaba el corazón! Los gritos de los
dby Google
ABMAMDO PALACIO yAlJ>¿S
muchachos herían mis oídos con dnizmra
inefable; las calles se mostraban más ani-
madas que de ordinario; los semblantes de
los transeúntes parecían más alegres; el
cielo estaba más azul ; el sol brillaba con
más fuerza. Esperaba que la gente se dis-
putase los ejemplares como pan bendito
(¡ el tituló era tan llamativo ! ) . Pero nada;
ni un solo transeúnte detuvo el paso para
decir: «¡Eh, chis, chis, venga La Abeja,
muchacho ! »
Los chicos corrían , corrían siempre gri-
tando furiosamente, y yo los seguía jadean-
te : la hoguera de mi entusiasmo se iba apa-
gando á medida que entraba en calor. Aquel
enjambre de Abejas científicas y literarias
que zumbaba por los sitios céntricos no des-
pertaba simpatía en el publico ; al contra-
rio, todos las huían, cual si temiesen que
les clavasen el aguijón. En la calle de Ca-
rretas, un caballero gordo con barba de
cazo compró un ejemplar. Me sentí enter-
necido; de buen grado le hubiese dado un
abrazo; no se me olvidó jamás la fisonomía
de aquel hombre. Más tarde me acometió
el deseo vanidoso de distinguirme entre
dby Google
AGUAS FÜEBTES 287
mis compañeros: llamé á tres ó cuatro
muchachos que me conocían por haber
recibido el periódico de mis manos , y les
ordené que gritaran: «El primer número
de La Abeja, con la defensa de la política
de Felipe 11 en los Países Bajos.» Contra
lo que imaginaba, tampoco causó efecto el
nuevo pregón: solamente advertí que un
grupo de jóvenes venía riendo y soltando
chistes groseros á propósito de los Países
Bajos , lo que me obligó á revocar la orden.
Lastimado por la frialdad del público,
que no sabía á qué atribuir , no me acordé
de ir á almorzar : tan pronto la achacaba á
la poca ó ninguna afición que hay en Es-
paña á la Uteratura, como á la falta de
anuncios: unas veces pensaba que en la
primavera no es conveniente fundar perió-
dicos ; otras me entregaba á la superstición
imaginando que no debimos comenzar: á
imprimir el nuestro en martes. Vi que mu-
cha gente compraba una revista de toros y
loterías, y esto me sugirió un sin fin de
amargas consideraciones. Cansado , molido
y triste me retiré á casa después de vagar
cuatro ó cinco horas por las calles : al pa-
dby Google
ARMANDO PALACIO YALDES
sar por la Puerta del Sol oí pregonar La
Abeja á cuarto. — «¡Ah, tunante! — grité
ciego de cólera , sacudiendo á un chiquillo
por el cuello — bien se conoce que á tí no
te ha costado nada!» — Aquella rebaja de
precio me parecía una vergonzosa degra-
dación.
Aunque la ilustrada redacción de La Abe-
ja experimentó notable desengaño, no por
eso desmayó. Pudo más en sus dignos in-
dividuos el noble deseo de la gloria que el
afán de lucro. Habíamos gastado algunos
cuartos , es verdad , pero en cambio había-
mos salido á la luz de la publicidad y vis-
to nuestros pensamientos en letras de mol-
de y con la firma al pie. Para que el segun-
do número se imprimiese fué necesario re-
partir un nuevo dividendo pasivo á los so-
cios , que se impusieron con gusto este sa-
crificio pecuniario.
No fué más afortunado el segundo nú-
mero de La Abeja en su aspecto económi-
co : los chicos persistían en la idea funesta
de no soltar un cuarto por aquel periódico;
si querían dárselo de balde, bueno; si no,
queden ustedes con Dios.
y Google
AOUA8 FUERTES 289
El amor á la gloria venció de nuevo al
sórdido interés , y lo entregamos graciosa-
mente á los desvergonzados pilluelos , que
se reían de nuestra inexperiencia.
Tales sacrificios estaban compensados
por ciertos deleites no comprendidos sino
de quien los haya experimentado. El pri-
mer deleite, el de considerarse escritor pú-
blico, que lleva envuelta la idea de maestro
y director de la opinión, y por consecuen-
cia el respeto de la gente. Cuando entrá-
bamos en los cafés , y colgadas del armario
del espendedor de periódicos contemplába-
mos unas cuantas Abejas, con su viñeta en
madera henchida de alusiones simbólicas,
un gozo inexplicable nos inundaba, in-
flábase nuestro ser moral y físico, y son-
reíamos desdeñosamente al vulgo que nos
rodeaba; nos parecía imposible que los con-
currentes hablasen de otra cosa que no
fuese La Abeja, y no adivinasen que
tenían la honra de hallarse cerca de sus re-
dactores. Además, ¡con qué íntimo rego-
cijo no decíamos á nuestras respectivas pa-
tronas al salir de casa : « Si alguien pregun-
ta por mí, decirle que estoy en la redac-
19
y Google
290 ARMANDO PALACIO YALDÉS
ción... ya sabe V... en la redacciónft Y la
boca al proferir esta palabreja mágica se
nos hacía almíbar, como cuentan que le
acaecía á cierto santo cuando pronunciaba
. el nombre de María.
Y efectivamente , en la aguardillada re-
dacción pasábamos la mayor parte, casi to-
das las horas de nuestra existencia. No que
estuviésemos escribiendo todo el tiempo ni
mucho menos; pero había otros quehace-
res auxiliares del periodismo, que no por
ser materiales dejaban de participar de su
alteza: sea ejemplo el arte delicado de
cortar, escribir y pegar las fajas, en el que
sobresalíamos casi todos , y el no menos
noble y exquisito de pegar los sellos con la
propia saliva, en el que ya quedaban algu-
nos rezagados , seco y exhausto el gaznate.
Para un periódico semanal , y no de gran
magnitud , la verdad es que bastaban los
diez y nueve redactores que habíamos te-
nido el honor de fundarlo. ¿Con qué obje-
to, pues , se habían otorgado plazas de re-
dactores honorarios á una porción consi-
derable de muchachos ? Sin duda para sa-
tisfacer cada cual los deseos de algún ami-
dby Google
AGUAS ]«UBBTES 291
go; compromisos personales que no se
pueden eludir; y sin embargo, esta tole-
rancia produjo á la postre funestos resul-
tados. El cuarto destinado á redacción y
administración no era tan amplio que con-
sintiese la permanencia en él de tanta gen-
te. Desde por la mañana bien temprano
comenzaban á entrar escritores: y como
ninguno salla , la consecuencia era que al
poco rato el local se atestaba y los redacto-
res zumbaban como verdaderas y genuinas
abejas en una colmena; se codeaban, se es-
trujaban é impedían de todo punto la en-
trada de los compañeros que llegaban tar-
de. Bedactor hubo que en ocho días no lo-
gró poner los pies en la oficina.
¡ Quién nos dijera que tan presto había
de morir un periódico destinado á ser «vi-
goroso adalid de la ciencia y campeón in-
fatigable de la cultura patria» (palabras
textuales del programa firmado por la re-
dacción)! Estaba escrito, no obstante, que
pocos días antes de salir el cuarto número
de La Abeja estallaría una furiosa borrasca
entre los campeones infatigables de la cul-
tura patria. Las más grandes empresas,
dby Google
292 ARMANDO PALACIO YALDÉS
las obras más altas y portentosas pueden
venir al suelo por livianos naotivos. Troya
pereció por los devaneos de un petimetre:
La Abeja por una disquisición histórica.
Había escrito yo un articulito vindican-
do la memoria de D. Pedro I de Castilla,
demostrando que el titulo de cruel con que
le apodaban la mayor parte de los histo-
riadores no le cuadraba, y que mejor le ve-
nia el de jtcsticiero. En asuntos históricos
me gustaba mucho defender á los persona-
jes caídos : ya había hecho otro tanto con
Felipe II. Mas á uno de los redactores,
que ejercía al propio tiempo el cargo espi-
noso de expedir volantes á los suscritores
para el cobro de los recibos, no le agradó
esta defensa, y se autorizó el manifestar
su opinión contraria. Al instante salté yo
henchido de erudición, relleno hasta la
boca de datos concluyentes : se entabló
una discusión animada.
El redactor disidente , á falta de datos,
manifestó que era una tonteríaleX ir contra
la opinión general : yo sostuve con sereni-
dad que había muchas opiniones generales
erradas, y que una de ellas era ésta; y en
dby Google
AGUAS FUERTES 293
.€tpoyo de mi tesis, solté el chorro de la
cieucia que había adquirido tres días an-
tes. El contrario repuso , que mientras los
grandes historiadores no lo autorizasen,
consideraba una estupidez el sostener idea
tan absurda : yo expuse con sangre fría y
sonrisa impertinente, las razones que te-
nía para opinar de esta manera. El parti-
dario de la crueldad de D. Pedro, viéndose
acorralado, no encontró mejor recurso
para salir del paso que descargar un tre-
mendo mojicón en la faz insolente del
campeón de la justicia. Gran alboroto en
la colmena: replico yo á mi adversario
con idénticos argumentos: los redactores
se reparten en dos bandos, y se entabla
una batalla donde menudean los puñeta-
^zos y coscorrones; ruedan las sillas, caen
las mesas , quiébranse los vidrios de algu-
nos cuadros, y hasta hubo quien apode-
rándose de las tijeras de recortar sueltos,
formó círculo en torno suyo y esparció el
terror entre los contendientes.
Mas he aquí que en el marco de la puer-
ta aparece la figura severa é imponente de
la doncella de la cjasa. Calmáronse las olas;
dby Google
294 ASMANDO PAIiACIO YALDÍ^S
sileucio sepulcral; todos los rostros vueltos
hacia aquella nueva cabeza de Medusa.
— ¿Se creen, por lo visto, que no hay
nadie en casa más que Vds.? ¿No saben
ustedes que la señorita está delicada?...
¿Qué escándalo es éste?... ¿No saben uste-
des que el señor prohibió que se haga
ruido?...
Nadie se aventuró á responder á estas
tremendas interrogaciones.
La doncella se dignó pasear una mirada
arrogante por toda la redacción; pero la
detuvo llena de horror y de cólera al llegar
al hijo de los dueños de la casa.
— ¡ Cómo !... ¡ Mi señorito sangrando por
las narices!... j Tunantes!... ¡Granujas!...
¡Fuera de aquí todo el mundo!... ¡Pillería
como esta no la quiero yo en casa!... ¡Fue-
ra!... ¡Fuera!...
Y en efecto, el ilustrado cuerpo de re-
dacción de- La ^6e;a, herido, escarnecido,
arrojado ignominiosamente de su santua-
rio por una miserable sirviente, bajó las
escaleras á toda prisa, se disolvió al llegar
á la calle , se esparció por Madrid y nunóa
más volvió á juntarse.
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LOS PURITANOS
(novela)
aAun caballero fino, distinguido,
de fisonomía ingenua y simpática.
No tenia motivo para negarme á
recibirle en mi habitación algunos días. El
dueño de la fonda me lo presentó como
un antiguo huésped á quien debía mu-
chas atenciones : si me negaba á compar-
tir con él mi cuarto , se vería en la pre-
cisión de despedirle por tener toda la casa
ocupada, lo cual sentía extremadamente.
— Pues si no ha de estar en Madrid más
que unos cuantos días , y no tiene horas
extraordinarias de acostarse y levantarse,
no hay inconveniente en que V. le ponga
dby Google
296 ARMANDO PALACIO YALDES
una cama en el gabinete... Pero cuidado...
¡sin ejemplar!...
— Descuide V., señorito, no volveré á
molestarle con estas embajadas. Lo hago
únicamente porque D. Eamón no vaya á
parar á otra casa. Crea V. que es una bue-
na persona, un santo, y que no le incomo-
dará poco ni mucho.
Y asi fué la verdad. En los quince días
que D. Kamón estuvo* en Madrid no tuve
razón para arrepentirme de mi condescen-
dencia. Era el fénix de los compañeros de
cuarto. Si volvía á casa más tarde que yo,
entraba y se acostaba con tal cautela, que
nunca me despertó ; si se retiraba más tem-
prano , me aguardaba leyendo para que pu-*
diese acostarme sin temor de hacer ruido.
Por las mañanas nunca se despertaba bas-
ta que me oía toser ó moverme en la ca-
ma. Vivía cerca de Valencia , en una casa
de campo , y sólo venía á Madrid cuando
algún asunto lo exigía : en esta ocasión era
para gestionar el ascenso de un hijo, regis-
trador de la propiedad. Á pesar de que este
hijo tenia la misma edad que yo, D. Ra-
món no pasaba de los cincuenta años , lo
dby Google
AGUAS FUERTES . 297
cual hacía presumir, como así era en efec-
to , que se había casado bastante joven.
Y no debía de ser feo , ni mucho menos,
en aquella época. Aún ahora con su elevada
estatura, la barba gris rizosa y bien cor-
tada, los ojos animados y brillantes y el
cutis sin arrugas , sería aceptado por mu-
chas mujeres con preferencia á otros gala-
nes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de
cantar ó canturriar al tiempo de lavarse.
Pero observé al cabo de pocos días que,
aunque tomaba y soltaba con indiferencia
distintos trozos de ópera y zarzuela desha-
ciéndolos y pulverizándolos entre resopli-
dos y gruñidos , el pasaje que con más ar-
dor acometía y más á menudo, era uno de
Los Puritanos; me parece que pertenecía
al aria de barítono en el primer acto. Don
Eamón no sabía la letra sino á medias,
pero lo cantaba con el mismo entusiasmo
que si la supiera. Empezaba siempre:
II sogno beato
De pace e contento
Ti, ro, ri, ra, ri , ro,
Ti , ro , ri , ra , ri , ro.
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I
298 ARMANDO PALACIO YALDÉS
Necesitaba seguir tarareando hasta lle-
gar á otros dos versos que decían :
La dolce memoria
De un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar
hasta concluir el allegro,
— ¡Hola! D. Eamón, le dije un día des-
de la cama; parece que le gusta á V. Los
Puritanos.
— Muchísimo; es una de las óperas que
más me gustan. Daría cualquier cosa por
conocer un instrumento para poder tocar-
la toda. ¡Qué dulzura hay en ella! ¡Qué
inspiración ! Estas son óperas y esta es mú-
sica. ¡ Parece mentira que ustedes se entu-
siasmen con esa algarabía alemana que só-
lo sirve para hacer dormir!... Á mí me gus-
tan con pasión todas las óperas de Bellini:
El Pirata y Sonámbula , I Gapuletti e di
Montechi; pero sobre todas ellas Los Pu-
ritanos... Tengo además razones particu-
lares para que me guste más que ninguna
otra, añadió bajando la voz.
— ¡ Ole , ole , D. Eamón ! exclamé incor-
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AGUAS FUERTES 299
porándome de un salto y poniéndome los
calcetines : vengan esas razones.
— Son tonterías de la juventud... cues-
tión de amores, contestó ruborizándose un
poco.
— Pues cuente V. esas tonterías. Me
muero por ellas: no lo puedo remediar, me
gustan más esas cosas que la reforma de la
ley Hipotecaria de que V. me habló ayer.
— ¡Al fin poeta!
— No soy poeta, D. Eamón; soy crítico.
— Pues me había dicho el amo que era
usted poeta... De todas maneras, se lo con-
taré ya que V. tiene curiosidad... Verá V.
como es una tontería que no merece la
pena... ¡Pero vístase V., criatura, que se
está helando!
El año de cincuenta y ocho vine á Ma-
drid con una comisión del Ayuntamiento
de Valencia para gestionar la rebaja de la
cuota de consumos. Tenía yo entonces...
eso es , veintinueve años ; y ya hacía siete
cumplidos que estaba casado. Es una bar-
baridad casarse tan joven. Aunque no ten-
go motivo para arrepentirme , no aconse-
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800 ARMANDO PALACIO VALDÉS
jaré á nadie que lo haga. Vine á parar á
esta misma casa, esto es, á la misma po-
sada; la casa estaba entonces situada en la
calle del Barquillo. En aquella época, bue-
no será que le advierta, que me complacía
en andar muy lechuguino ó sietemesino,
como ustedes dicen ahora , cosa que tenia
siempre escamada á mi pobre mujer. ¿Pa-
ra qué te compones tanto , hombre de Dios?
¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contes-
taba riendo y dejándola un poco enojada.
No es malo tener á las mujeres un si es
no es celosfius.
Una tarde, una hermosa tarde de in-
vierno , de las que sólo se ven en este Ma-
drid , salí de casa después de almorzar con
el objeto de hacer algunas visitas y tam-
bién para espaciarme por esas calles de
Dios. Iba caminando lentamente por la de
las Infantas, meditando sobre el plan de
la noche ó sea el modo de pasarla más di-
vertido , y saboreando un buen cigarro ha-
bano, cuando de pronto ¡zas! recibo un
fuerte golpe en la cabeza que me hace va-
cilar; el flamante sombrero de copa fué
rodando por un lado y el cigarro por otro.
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AGUAS FUERTES 301
Cuando me recobré del susto , lo primero
que vi á mis pies fué una enorme muñeca
fresca , sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado
el destrozo, dije para mis adentros, lanzán-
dole una mirada iracunda que la muñeca
aparentó no comprender. Mas como no
era de presumir que ella por su voluntad
se hubiese arrojado sobre mi de aquel mo-
do brusco é inconveniente , pues jamás ha-
bía hecho daño á ninguna muñeca, creí
más probable que de alguna casa me la
hubieran arrojado. Alcé la cabeza viva-
mente.
En efecto , el reo estaba de pie en el
balcón de un primer piso , suspenso, atóni-
to , consternado. Era una niña de trece ó
catorce años.
Al observar la mirada de espanto y con-
goja que me dirigía se templó mi furor , y
en vez de lanzarle un apostrofe violento,
como tenía determinado , le mandé una
s[onrisa galante. Puede ser que en la for-
mación dé esta sonrisa haya intervenido
más ó menos directamente la belleza nada
vulgar del criminal.
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802 ARMANDO PALACIO VALDÉS
Kecogi el sombrero, me lo puse, y volví
á alzar la cabeza y á remitir otra sonrisa^
acompañada esta vez de un ligero saludo.
Pero mi agresor seguía inmóvil y aterrado
sin darse cuenta ni poder explicarse las
amables disposiciones en que su victima
se hallaba. A todo esto la muñeca seguía
en el suelo inmóvil también, pero sin mos-
trar en modo alguno sorpresa, pesar, te-
ror , ni siquiera vergüenza de su situación
poco decorosa. Me apresuró á levantarla,
cogiéndola, si mal no recuerdo, por una
pierna, y me informé minuciosamente de
si había padecido alguna fractura ú otra
herida grave. No tenía más que leves con-
tusiones. Álcela en alto y la mostré á su
dueño haciéndole seña de que iba á subir
para entregársela. Y sin más dilaciones en-
tro en el portal, subo la escalera y tomo
el cordón de la campanilla... Ya está abier-
ta la puerta. Mi lindo agresor asoma su
rostro trigueño , gracioso , lleno de vida y
frescura , y extiende sus manos diminutas,
en las cuales deposito respetuosamente á
la muñeca desmayada. Quise hablar, para
dar mayor seguridad de que no era nada
dby Google
AGUAS FUERTES 303;
lo que había pasado , que la muñeca con-
servaba íntegros sus miembros, y yo lo
mismo , y que celebraba la ocasión de co-
nocer una niña tan hermosa y simpáti-
ca, etc. , etc. Nada de esto fué posible. La
chica murmuró confusamente un «muchas
gracias», y se apresuró á cerrar la puerta,
dejándome con el discurso en el cuerpo.
Salgo á la calle un poco disgustado, co-
mo cualquier otro orador en el mismo ca-
so , y sigo mi camino , no sin volver repeti-
das veces la cabeza hacia el balcón. A los
treinta ó cuarenta pasos observo que está
la niña asomada , y me paro y la envío una
sonrisa y un saludo ceremonioso. Esta vez
contesta, aunque ligeramente, pero se apre-
sura á retirarse. ¡Cuidado que era linda
aquella niña ! Al llegar al extremo de la ca-
lle sentí la necesidad imperiosa de verla
otra vez, y di la vuelta, no sin percibir
cierta vergüenza en el fondo del corazón,
pues ni mi edad , ni mi estado, me autori-
zaban semejantes informalidades; mucho
menos tratándose de tal criaturita. Ya no
estaba en el balcón.
Pues yo no me voy sin verla , me dije,
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304 ARMANDO PALACIO VALDÉS
y pian pianito , comencé á pasear la calle
sin perder de vista la casa , con la misma
frescura que un cadete de Estado Mayor.
Después de todo , aquí nadie me conoce —
me iba repitiendo á cada instante , á fin de
comunicarme alientos para seguir pasean-
do. — Además , yo no tengo nada que hacer
ahora; y lo mismo da vagar por un lado
que por otro.
Justamente , al cruzar tercera ó cuarta
vez por delante del balcón apareció en él la
gentil chiquita, que al verme hizo un mo-
vimiento de sorpresa, acompañado de una
mueca encantadora, se echó á reir y se
ocultó de nuevo.
¡ Pero , qué necios somos los hombres y
qué inocentes cuando se trata de estos
asuntos! ¿Querrá V. creer que entonces no
sospeché siquiera que la niña había estado
presenciando , sin perder uno solo , todos
mis movimientos?
Satisfecho ya el capricho , dejé la calle
de las Infantas, y me fui á casa de un ami-
go. Mas al día siguiente , fuese casualidad
ó premeditación , aunque es muy probable
lo último , acerté á pasar por el mismo si-
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AGUAS FUERTES 805
tio á la misma hora. Mi gentil agresor,
que estaba de bruces sobre la barandilla
del balcón, se puso encarnado hasta las
orejas así que pudo distinguirme, y se re-
tiró antes de que pasase por delante de la
casa. Como V. puede suponer, esto lejos
de hacerme desistir, me animó á quedarme
petrificado en la esquina de la primer bo-
ca-calle, en contemplación estática. No
pasaron cuatro minutos sin que viese aso-
mar una n$iricita nacarada, que se retiró
al momento velozmente , volvió á asomar-
se á losados minutos y volvió á retirarse,
asomóse al minuto otra vez y se retiró de
nuevo. Cuando se cansó de tales manio-
bras, se asomó por entero y me miró fija-
mente por un buen rato, cual si tratase de
demostrar que no me tenía miedo alguno.
Entonces se generalizó por entrambas par-
tes un fuego graneado de miradas, acom-
pañado por lo que á mí respecta de una
multitud de sonrisas , saludos y otros pro-
yectiles mortíferos, que debieron causar
notables estragos en el enemigo. Éste á la
media hora oyó sin duda en la sala el to-
que de «alto el fuego», y se retiró cerran-
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806 ARMANDO PALACIO VALDÉS
do el balcón. No necesitaré decirle, que
por más que me sintiese avergonzado de
aquella aventura, seguí dando vueltas á la
misma hora por la calle, y que el tiroteo
era cada vez más intenso y animado. A los
tres ó cuatro días me decidí á arrancar una
hoja de la cartera y á escribir estas pala-
bras: Me gusta F. muchísimo. Envolví dos
cuartos en la hoja, y aprovechando la oca-
sión de no pasar nadie, después de hacerle
seña de que se retirase , la arroja al balcón.
Al día siguiente, cuando pasé por allí, vi
caer una bolita de papel que me apresuré á
recoger y desdoblar. Decía así , en una le-
tra inglesa, crecida , hecha con mucho cui-
dado y el papel rayado para no torcer: Ta^
bien ustez me gusta á mí no crea que juego
con muñecas era de mi ermanita.
Aunque sonreí al leer el billete amoroso,
no dejó de causarme sensación dulce y
amable , que muy pronto hizo sitio á otra
melancólica, al recordar que me estaban
prohibidas para siempre tales aventuras.
Aquel día mi chiquita no salió al balcón,
sin duda avergonzada de su condescenden-
cia; pero al siguiente la halló dispuesta y
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AGUAS FXJERTES 307
aparejada al combate de miradas, señas y
sonrisas , que ya no escasearon por ambas
partes. Una hora ó más duraba todas las
tardes este juego, hasta que se oía llamar
y se retiraba apresuradamente. La pregun-
té por señas si salía de paseo , y me contes-
tó que sí : y en efecto , un día aguardé en la
calle hasta las cuatro y la vi salí en compa-
ñía de una señora, que debía de ser su ma-
má, y de doshermanitos. Seguíles alEetiro,
aunque á respetable distancia, porque me
hubiera causado mucha vergüenza el que
la mamá se enterase : la chiquilla , con me-
nos prudencia, volvía á cada instante la
cabeza y me dirigía sonrisas , que me te-
nían en continuo sobresalto. Al fin volvi-
mos á casa en paz. A todo esto, yo no sa-
bía cómo se llamaba , y á fin de averiguar-
lo escribí la pregunta en otra hoja de la
cartera: ¿Cómo se llama VJ La chica con-
testó en la misma letra inglesa y crecida,
con el papel rayado : Me llamo Teresa no
crea tcstez por Dios que juego con muñecas.
Diez ó doce días se transcurrieron de esta
suerte. Teresa me parecía cada día más
linda, y lo era en efecto, porque según he
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808 ABMANDO PALACIO VALDÉS
averiguado en el curso de mi vida, no hay
pintura, raso ni brocado que hermosee
tanto á la mujer como el amor. La pregun-
té repetidas veces si podía hablar con ella,
y siempre me contestó que era de todo
punto imposible : si la mamá llegaba á sa-
ber algo i adiós balcón ! Empecé á sospe-
char que me iba enamorando y esto me
traía inquieto. No podía pensar en aquella
niña sin sentir profunda melancolía como
si personificase mi juventud, mis ensue-
ños de oro, todas mis ilusiones, que para
siempre estaban separados de mí por ba-
rrera infranqueable. Al mismo tiempo me
acosaban los remordimientos. ¡ Cuál sería
el dolor de mi pobre mujer si llegase á ave-
riguar que su marido andaba por la corte
enamorando chiquillas! ün día recibí car-
ta suya , participándome que tenía á mi
hijo menor un poco indispuesto , y rogán-
dome que procurase arreglar los negocios
y volviese pronto á casa. La noticia me
produjo el disgusto que V. puede suponer;
porque siempre he delirado por mis hijos:
y como si aquello fuese castigo providen-
cial ó por lo menos advertencia saludable.
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AGUAS FUERTES 309
después de grave y prolongada medita-
ción , en que me eché en cara sin piedad,
mi conducta infame y ridicula, canté sin
rebozo el yo pecador y resolví obedecer á
mi esposa inmediatamente. Paora llevar á
cabo este propósito, lo primero que se me
ocurrió fué no acordarme más de Teresa,
ni pasar siquiera por su calle , aunque fuese
camino obligado : después, abreviar cuan-
to pudiese los asuntos. Según mis cálculos
quedaría libre á los cinco ó seis días.
Ya no seguí , pues, la calle de las Infan-
tas como acostumbraba después de almor-
zaa:, ni aun para ir á la de Valverde, don-
de vivían unos amigos. Por la noche, des-
pués de comer , como no había peligro de
ver á Teresa, la cruzaba velozmente y sin
echar una mirada á la casa.
Pasaron cuatro días; ya no me acordaba
de aquella niña, ó si me acordaba era de
un modo vago, como la memoria de los
días risueños de la juventud. Tenía casi ul-
timados mis negocios y andaba preocupa-
do con la elección del día para marcharme.
Será cosa, á más tardar, del viernes ó el
sábado, me dije después de comer, encen-
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810 ARMANDO PALACIO VALDÉS
¿Lien el O un cigari:o y echándome á la calle.
El ministro se había negado á rebajar la
cuota del Ayuntamiento, lo cual me tenía
muy disgustado. Pensando en lo que ha-
bía de decir á mis colegas cuando me vie-
se entre ellos, y en el modo mejor de ex-
plicarles la causa del fracaso, crucé la pla-
za del Eey y entré en la calle de las Infan-
tas. La noche era espléndida y bastante
templada; llevaba abierto el gabán y cami-
naba lentamente gozando con voluptuosi-
dad de la temperatura, del cigarro y de la
seguridad de ver pronto á mi familia. Al
pasar por delante de la casa de la niña me
detuve y la contemplé un instante casi con
indiferencia. Y seguí adelante murmuran-
do: « ¡ Qué chiquilla tan mona! ¡Lástima
será que se la lleve un tunante ! » Después
me puse á reflexionar en lo fácil que me
hubiera sido jugar una mala pasada al al-
calde y alzaorme con el cargo; pero no; hu-
biera sido una felonía. Por más que fuese
un poco díscolo y soberbio , al fin era ami-
go: tiempo me quedaba para ser alcalde.
Pero cuando más embebido andaba en mis
pensamientos y planes políticos, y cuando
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AGUAS FÜEBTBS 811
ya estaba próximo á doblar la esquina de
la calle, he aquí que siento un brazo que
se apoya en el mío y una voz que me
dice:
— ¿Va V. muy lejos?
— ¡Teresa!
Los dos quedamos mudos por algunos
instantes ; yo contemplándola estupefacto;
ella con la cabeza baja y sin abandonar mi
brazo.
— ^¿Pero dónde va V. á estas horas?
— Me voy con V. — contestó alzando la
cabeza y sonriendo como si dijese la cosa
más natural mundo.
—¿A dónde?
— ¡Qué se yo! Donde V. quiera.
A un mismo tiempo sentí escalofríos de
placer y de miedo.
— ¿Ha huido V. de su casa?
— ¡Qué había de huir!... solamente se
la he jugado á Manuel, del modo más gra-
cioso!... Verá V. cómo se ríe... Me empeñé
hoy en ir á la tertulia de unas primas, que
viven en la calle de Fuencarral, y papá
mandó á Manuel que me acompañase. Lle-
gamos hasta el portal y allí le dije : márcha-
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812 AEMAMBO PALACIO VALDÉB
te, que ya no haces falta; y me hice como
que subía la escalera, pero en seguida di la
vuelta sin llamar y me vine detrás de él
hasta casa... ¡Guando le vi entrar me dio
una risa, que por poco me oye!
La chiquilla se reía aún, con tanta gana
y tan francamente, que me obligó á hacer
lo mismo.
— ¿Y V. por qué ha hecho eso? — le pre-
gunté con la falta de delicadeza, mejor di-
cho, con la brutalidad de que solemos estar
tan bien provistos los caballeros.
— Por nada — repuso desprendiéndose
de mi brazo repentinamente y echando á
correr.
La seguí y la alcancé pronto.
— ¡ Qué polvorilla es V. ! — le dije echán-
dolo á broma — ¡Vava un modo de despe-
dirse!... Perdón si la he ofendido...
La niña, sin decir nada, volvió á tomar
mi brazo. Caminamos un buen pedazo en
silencio. Yo iba pensando ansiosamente én
lo que iba á decir y en lo que iba á hacer,
sobre todo en lo que iba á hacer. Al fin,
Teresa lo rompió , preguntándome resuel-
tamente :
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AGUAS FUERTES 318
— ¿No me dijo V. por carta que me
quería?
— ¡ Pues ya lo creo que la quiero á V. !
— ¿Entonces, por qué ha dejado de ve-
nir á verme y de pasar por la calle de día?
— Porque temía que su mamá...
— Sí, sí, porque los hombres son todos
muy ingratos y cuanto más se les quiere es
peor... ¿Piensa V. que yo no lo sé?... Me
ha tenido V. al balcón todas estas tardes
esperándole; ¡pero que si quieres!... Por
la noche detrás de los cristales , le veía pa-
sar, muy serio, muy serio, sin mirar si-
quiera hacia mi casa... Yo decía, ¿estará
enfadado conmigo? ¿Por qué se habrá en-
fado? ¿Será porque he cerrado el balcón á
las tres menos cuarto? En fin, todo me
volvía, cavilar, cavilar, sin sacar nada en
hmpio... Entonces dije: voy á darle un
susto esta noche...
— Ha sido un susto muy agradable.
— Si no llega V. á pararse delante de. mi
casa y á quedarse mirando á los balcones,
no salgo del portal... pero aquello me de-
cidió.
Momento de pausa, en el cual me acudió
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814 ABMANIK) PALACIO VALD¿S
á la mente un tropel de pensamientos que
todavía me avergüenzan. Teresa volvió á
mirarme fijamente.
—¿Está V. contento?
— ¡Vaya!
— ¿Va V. á gusto conmigo?
— Mejor que con nadie en el mundo.
— ¿No le estorbo?
— Al contrario , siento un placer como
usted no puede figurarse.
— ¿No tiene V. nad^, que hacer ahora?
— Absolutamente nada.
— Entonces vamos á pasear: cuando lle-
gue la hora, V. me lleva á casa y mamá se
figura que me trajo el criado de las primas...
Pero si le estorbo ó no le gusta pasear
conmigo, dígamelo V... me voy en se-
guida...
Yo le contesté apretándole el brazo y
tirándole suavemente por la mano para
encajárselo bien en el mío. Teresa conti-
nuó hablando con graciosa volubilidad.
— Parece mentira que seamos tan ami-
gos ¿no es verdad? Yo pensé cuando le
dejé caer la muñeca encima que le había
matado... ¡Qué miedo tuve! ¡ Si V. viera!...
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AGUAS FUERTES 315
Vamos é. ver ¿por qué en lugar de enfadar-
se se sonrió V. conmigo?
— ¡Toma! porque me gustó V. mucho.
— Eso pensaba yo : debí de haberle sido
simpática, porque sino la verdad es que
tenia motivo para ponerse furioso. Todavía
cuando V. subió á llevármela estaba muer-
ta de miedo y por eso cerré tan pronto la
puerta... ¡ Dichosa muñeca! Me dio tal ra-
bia que la tiré contra el suelo y la partí un
brazo.
— Pues no debe V. tratarla mal; al con-
trario , debe V. conservarla como un re-
cuerdo.
— ¿Sabe V. que tiene razón? Si no hu-
biera sido por la muñeca no nos hubiéra-
mos conocido... ni sería V. mi novio;... por-
que tengo otro...
— ¿Cómo otro?
— ^Es decir, ya no lo tengo : lo tenía... Es
un primo que está empeñado en que le he
de querer á la fuerza... No vaya V. á creer
que es feo... al contrario, es guapo... peroá
mí no me gusta... No lo puedo remediar,
Le dije que sí , porque me dio lástima un
día que se echó á llorar.
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816 ASMANDO PAI.ACIO VALDÉS
Mientras conversábamos de esta suerte
íbamos caminando sosegadamente por las
calles. Para evitar el encuentro con cual-
quier pariente ó conocido de la niña , pro-
curé seguir las menos principales. Teresa
iba cogida á mi brazo como al de un anti-
guo amigo, hablando sin cesar, riendo, sa-
cudiéndome á veces fuertemente y dete-
niéndose á lo mejor delante de un escapa-
rate , para hacerme mirar cualquier chu-
chería. Su charla era un gorjeo dulce , in-
sinuante , que me conmovía y refrescaba el
corazón; á impulso de ella se fué disipan-
do poco á poco el tropel de pensamientos
pérfidos que vagaba por mi cabeza. Sin sa-
ber de qué modo, también desaparecieron
todos mis temores ; me figuraba que aque-
lla niña tenía algún parentesco conmigo, y
no hallaba extraordinaria y peligrosa nues-
tra situación como al principio. Su ino-
cencia era un velo espeso , que nos impe-
día ver el riesgo que corríamos.
En poco tiempo me contó una infinidad
de cosas. Era de Jerez ; no hacía más que
un año que estaban en Madrid estableci-
dos; su papá ocupaba un alto empleo; te-
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AGUAS FUERTES 317
nía dos hermanitos y una hermaníta. Acer-
ca del carácter y costumbres de cada uno
de ellos se extendió considerablemente ; la
hermanita era muy buena niña , amable y
obediente ; pero los chicos insufribles ; to-
do el día gritando , ensuciando la casa y
peleándose. Su mamá le había dado juris-
dicción sobre ellos hasta para castigarles,
pero no quería usar de ella porque tenía
miedo de que le perdiesen el cariño : que la
maíná se arreglara como pudiese. Después
habló del papá, que era muy serio , pero
muy bueno; lo único que la tenía apesa-
dumbrada era que parecía querer más á los
chicos que á ellas. La mamá, en cambio,
mostraba predilección por las niñas. Habló
después de las primas de la calle de Fuen-
carral ; una era muy bonita, la otra gracio-
sa solamente : las dos tenían novio , pero
no valían cuatro cuartos : chiquillos que to-
davía estudiaban en el Instituto. Tenían,
además, un hermano, que era el primo
que había sido su novio ; éste ya era bachi-
ller y se estaba preparando para entrar en
el colegio de Artillería. De vez en cuando,
en los cortos intervalos de silencio levan-
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818 ARMANDO PALACIO YALDÉS
taba graciosamente la cabeza , preguntán-
dome :
-^¿Va V. á gusto conmigo? ¿Le es-
torbo?
' Y cuando me oía protestar vivamente
contra semejante duda, su rostro expresi-
vo se iluminaba de alegría y continuaba
hablando.
Habíamos recorrido algunas calles. Ya
puede V. imaginarse que yo iba gozando
como los ángeles en el paraíso, y pendien-
te de los labios de aquella niña, que al re-
ferirme todas las nonadas infantiles de su
vida, parecía infundir en mi alma encan-
tada la ciencia de la dicha. Sin embargo,
no podía desechar cierta vaga inquietud
que turbaba mi alegría. Buscando manera
de pasar las horas de que disponíamos más
dignamente que vagando por las calles,
tropezamos al bajar la cuesta de Santo Do-
mingo con el Teatro Eeal. Al instante se
me ocurrió la idea de entrar: Teresa la
aceptó inmediatamente, y á fin de que no
reparasen en nosotros , tomamos entradas
de paraíso. Se cantaba Los Puritanos, y
aquél rebosaba de gente; de suerte que
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AGUAS FUERTES 819
nos costó algún trabajo introducirnos y
escalar uno de los rincones; pero al cabo
llegamos. Teresa se encontró admirable-
mente y me pagaba los trabajos que había
pasado para llevarla hasta allí con mil
. sonrisas y palabras amables. Mientras su-
bían el telón seguimos charlando /aunque
muy bajito : se había establecido entre nos-
otros una gran intimidad , y me abandonó
una de sus manos que yo acariciaba em-
belesado. Cuando empezó la ópera dejó de
charlar y se puso á atender tan decidida-
mente, que á mí me hizo sonreír el verla
con la cabecita apoyada en la pared y los
ojos estáticos. Sabía música, pero había
ido al teatro pocas veces; así que las me-
lodías inspiradas de la ópera de Bellini le
causaban profunda impresión , que se tra-
ducía por un leve temblor de las pupilas y
los labios. Cuando llegó el sublime canto
del tenor que empieza A te, oh cara, me
apretó con fuerza la mano exclamando por
lo bajo: — ¡Oh qué hermoso! ¡oh qué her-
moso ! Después me hizo explicarle lo que
pasaba en la escena : halló el matrimonio
del tenor y la tiple muy proporcionado,
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820 ARMANDO PALACIO VALDÉS
pero compadecía de veras al barítono, á
quien birlaban la novia; quedó sumamente
disgustada cuando al fin del acto el tenor
se ve en la precisión de acompañar á la
reina y dejar abandonada á su futura, y
declaró resueltamente que esta era una
conducta indigna.
— Pero advierta V. que estaba obligado
á hacerlo porque era su reina quien se lo
pedía.
— No importa, no importa; si la quisie-
ra bien no hay reina que valga. Lo prime-
ro' siempre es la novia.
No me fué posible arrancarle tan extra-
ña teoría de la cabeza. Después que bajó
el telón permanecimos en el mismo sitio y
me obligó á contarle mi vida y milagros,
cuántas novias había tenido , á quién había
querido más, etc., etc. Ya comprenderá
usted que necesité ensartar un sin fin de
patrañas. Después, sin motivo alguno se-
rio, manifestó rotundamente que todos los
hombres eran ingratos. Yo me atreví á
apuntar que había excepciones, pero no
fué posible hacérselo reconocer. — Usted
será lo mismo que todos (anunció en tono
y Google
AGUAS FUEETEB 321
profetice y mirando á nn punto del espa-
cio) ; me querrá V. un poco de tiempo, y
después... si te vi, no me acuerdo.
¡ Qué rato tan delicioso y tan infernal á
la vez , me estaba haciendo pasar aquella
niña! Para llevar la conversación á otro
punto , le preguntó :
—¿Cuántos años tiene V.? Hasta ahora
no me lo ha dicho.
— Tengo... tengo... mire V., yo siempre
digo que tengo catorce, pero la verdad es
que no tengo más que trece y dos meses...
¿yv.?
— ¡Una atrocidad! No me lo pregunté
usted, que me da vergüenza.
— |Ah qué presumido! ¡Si yo le he de
querer lo mismo que tenga muchos que
pocos!
En seguida me propuso que nos tratáse-
mos de tú, pero después de aceptado se
volvió atrás ofreciéndome que yo la trata-
se de tú y ella siguiese con el V. No quise
conformarme.
— Pues mire V., yo no puedo hablarle
de tú; me da mucha vergüenza... Pero, en
ñn , vamos á ensayar.
21
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ABlfANDO PALACIO VALDÉS
Del ensayo resultó que para evitar el
pronombre daba la pobreciUa infinidad de
rodeos y se metía en una serie intermina-
ble de perífrasis: si se aventuraba á diri-
girme Tm tú, lo bacía bajando la voz y pa-
sando como sobre ascuas.
Cuando empezó el segundo acto , volvió
á escuchar atentamente. Mis ojos no se
apartaban casi nunca de su rostro : ella en-
tornaba á menudo los suyos para dirigirme
una sonrisa apretando al mismo tiempo mi
mano. Observé, no obstante, que se había
amortiguado un poco la viva expresión de
su fisonomía y que iba perdiendo aquella
graciosa volubilidad del principio. Las son-
risas de sus labios se fueron haciendo tris-
tes, y por la candida frente pasó una rá-
faga de inquietud que comunicó á su lin-
do rostro infantil cierta grave expresión
que no tenía. Parecía que en virtud de
un misterioso movimiento de su espíritu,
la niña se transformaba en mujer en pocos
instantes. Dejó de apretar mi mano y has-
ta retiró la suya: volví á cogerla disimula-
damente , pero al poco tiempo la retiró de
nuevo.
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AGUAS FUEBTES 823
El segundo acto había terminado. Al ba-
jarse el telón me hizo mirar el reloj , y vien-
do las once, dijo que era necesario partir en
seguida, porque á las once y media, á más
tardar, iba el criado á buscarla.
Salimos del teatro. La noche seguía ti-
bia y estrellada : á la puerta aguardaba una
larga fila de coches, que nos fué preciso
evitar. Ya no habla en las calles el movi-
miento de las primeras horas, pero con to-
do , seguimos las más solitarias. Teresa no
quiso aceptar mi brazo como antes. En-
tonces me tocó llevar la voz cantante, y la
dije al oído mil requiebros y ternezas, ex-
plicándola por menudo el amor que me ha-
bía inspirado y lo que había sufrido en los
días en que no pasé por su calle : recordóle
todos los pormenores, hasta los más insig-
nificantes, de nuestro conocimiento visual
y epistolar, y le di cuenta de los vestidos
que le había visto y de los adornos, á fin
de que comprendiese la profunda impresión
que me había causado. Nada replicaba á
mi discurso; seguía caminando cabizbaja
y preocupada, formando su actitud notable
contraste con la que tenía tres horas antes
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824 ARMANDO PALACIO VALD¿S
al pasar por los mismos sitios. Cuando me
detuve un instante á respirar , exclamó sin
mirarme :
— Hice una cosa muy mala, muy mala.
¡Dios mío, si lo supiese papá!
Traté de probarle que su papá no podía
enterarse de nada, porque llegaríamos de-
masiado temprano.
— De todas maneras, aunque papá no
se entere, hice una cosa muy mala. Usted
bien lo sabe, pero no quiere decirlo. ¿No
es verdad que una niña bien educada no
haría lo que yo hice esta noche?... ¡ Si lo
supiesen mis primas , que están deseando
siempre cogerme en alguna falta!... Pero
no piense V..., por Dios, que lo he hecho
con mala intención... Yo soy muy aturdi-
da... todo el mundo lo dice... pero también
dicen que tengo buen fondo.
Al proferir estas palabras se le había
ido anudando la voz en la garganta , hasta
que se echó á llorar perdidamente. Me
costó mucho trabajo calmarla, pero al fin
lo conseguí elogiando su carácter franco y
sencillo y su buen corazón, y prometiendo
quererla y respetarla siempre. Me hizo ju-
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AGUAS FUERTES 325
rar una docena de veces que no pensaba
nada malo de ella. Después de secarse las
lágrimas recobró su alegría y comenzó á
charlar por los codos. Me expuso en pocos
instantes una infinidad de proyectos á cual
más absurdo: según ella, debía presentar-
me ai día siguiente en casa, y pedirle al
papá su mano : el papá diría que era muy
niña , pero yo debía replicarle inmediata-
mente que no importaba nada: el papá in-
sistiría en que era demasiado pronto , pero
yo le presentaría el ejemplo de una tía,
hermana de su mamá, que estaba jugando
á las muñecas cuando la avisaron para ir
á casarse. ¿Qué había de oponer á este po-
deroso argumento? Nada seguramente. Nos
casaríamos, y acto continuo nos iríamos á
Jerez , para que conociese á sus amigas y
á sus tíos. ¡ Qué susto llevarían todos al
verla del brazo de un caballero , y mucho
más , cuando supieran que este caballero
era su marido !
Estaba tan linda, tan graciosa, que^no
pude menos de pedirle con vehemencia
que me permitiese darla un beso. No fué
posible. Ningún Hombre la había besado
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ARMANDO PAIiACÜO VALDÉS
hsífita entonces; solamente su primo la ha-
bía dado un beso á traición, pero le costó
caro , porque le dejó caer dos vasos de li-
món sobre la cabeza: hasta en los juegos
de prendas hacift que pusieran las manos
delante, para que no le tocasen la cara con
los labios, Pero cuando estuviésemos casa-
dos, ya sería otra cosa; entonces todos los
besos que se me antojaran, aunque sospe-
chaba que no se los pediría con tanto ar-
dor como ahora.
Estábamos próximos ya á su casa. Los
carruajes de la gente que volvía de las ter-
tulias, al cruzar á nu^tro lado, apagaban
la voz de Teresa y la obligaban á esforzar-
la un poco. Las estrellas desde el cielo nos
hacían guiños, como si nos invitasen á go-
zar apresuradamente de aquellos momen-
tos felices, que no habían de volver. A lo
lejos sólo se veían, como fuegos fatuos, los
faroles de 1<^ serenos.
Llegamos por fin á casa. Delante de la
puerta, Teresa volvió á hacerme jurar que
no pensaba nada malo de ella, y que al
día siguiente á las dos en punto de la tar-
de, me presentaría debajo de sus balcones
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AGUAS FUERTES 827
— Cuidado que no faltes.
— No faltaré , preciosa.
— ¿A las dos en punto?
— A las dos en punto.
—Llama ahora con un golpe á la puerta.
Cogí la aldaba y di un golpe fuerte. Al
poco rato se oyeron los pasos del portero.
—Ahora — dijo en voz bajita y temblo-
rosa — dame un beso y escápate de prisa.
Al mismo tiempo me presentaba su
candida y rosada mejilla. Yo la tomé en-
tre las manos y la apliqué un beso... dos...
tres... cuatro... todos los que pude hasta
que oí rechinar la llave. Y me alejé á paso
largo.
Dejó de hablar D. Eamón.
— ¿Y después, qué sucedió? — le pre-
gunté pon vivo interés.
— Nada, que aquella noche no pude dor-
mir de remordimientos y al día siguiente
tomé el tren para mi pueblo.
— ¿Sin ver á Teresa?
— Sin ver á Teresa.
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ÍNDICE
Páginas.
El Ketiro de Madrid :
Mañanas de Junio y JuUo 5
El Estanque grande 13
La Casa de Fieras 21
El Paseo de los coches 29
El Pájaro en la nieve ( novela ) 41
La Academia de Jurisprudencia 69
El Hombre de los patíbulos 87
La Confesión de un crimen 111
La Biblioteca Nacional 125
El Drama de las bambalinas 137
Lloviendo 155
El Paseo de Eecoletos 167
La Castellana 173
Los Mosquitos líricos. . . , 181
El Ultimo bohemio 205
Los Amores de Clotilde (novela) 219
El Profesor León 245
El Sueño de un reo de muerte 269
La Abeja (periódico científico y literario) . . 283
Los Puritanos 295
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OBRAS DEL MISMO AUTOK
CRIilCA
PKSKTA8
Los Oradores del Ateneo, untóme ..*... 2
Los Novelistas Españoles, un tomo 2
Nuevo Viaje al Parnaso, un tomo 2
La Literatura en 1881 (en colaboración) un
tpmo 2
NOVbLAS
El Señorito Octavio (3.a edición), un tomo. 3
Marta y María (ilustrada por Pellicer) un
tomo 4
El Idilio de un Enfermo, un tomo. .... 4
PRÓXIMA Á PUBLICARSE
JOSK
( Costumbres marítimas) .
Para los pedidos de Aguas fuertes, dirigirse á
D . Victoriano Suárez , calle Jacomctrezo , 72 , Madrid.
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